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Morir y ritos mortuorios en Oriente Próximo

-“¡Sálvame! –suplicó un joven sirviente a su príncipe-  Hoy, me visitó la muerte. Viene a quitarme la vida. Por favor, ayúdame a huir de ella”.  El príncipe le prestó su calesa, que le trasladó a Damasco. Una vez alejado su protegido, preguntó a Ezrail, el ángel de la muerte:

-¿Por qué apareciste ante mi sirviente? 

-“Pues… –respondió Ezrail,- me sorprendió encontrarle aquí, porque estaba lejos de Damasco donde tengo que ir a llevarme su alma.”

Aunque muchos animales manifiestan su dolor ante la muerte de un ser próximo, el ser humano es el único que es consciente de su propia mortalidad. Una conciencia que ha sido el motor de todas las ciencias, avances y progresos: el intento de aumentar o acortar la distancia entre la muerte y la vida. Una obsesión también alojada en el fenómeno del poder: el más poderoso es quien tenga más capacidad de producir la muerte, o retrasarla, que otros.  Las gigantescas pirámides de Egipto fueron elevadas pensando en la muerte, que no en la vida.

Miedo, incertidumbre, desesperación y “cuándo llegará mi hora”, “qué será de mi” han ocupado más espacio en la psicología humana que la pregunta “de dónde vengo”. El debate sobre el origen de este complejo fenómeno del terror a la muerte se centra en si es un reacción natural asociada a la supervivencia, o es el resultado de las experiencias terroríficas aprendidas o vividas, o incluso si es una herramienta ideológica fabricada para someter a otros. Puede que la necesidad de lanzar guerras por los recursos, para lo que es necesario conseguir la obediencia de los súbditos, explique el importante papel que tienen las autoridades político-religiosas de los grupos humanos en la utilización del terror y la recompensa en ésta y la otra vida.

Mientras, muchos de los mortales seguimos aferrándonos a las escatologías elaboradas hace miles de años por las primeras civilizaciones humanas, como la sumeria o la persa, para dar respuestas a las preguntas que generan el único hecho seguro de la vida.

En éste espacio geográfico-cultural los fantasmas empezaron a aparecer, quizás viendo en sueños a los que se fueron y confundiendo lo imaginario con lo real. Más adelante, el propio miedo a morir alimentó este estado intermedio en el que el muerto no lo está del todo porque nosotros tampoco queremos morirnos del todo.

Un día para la inmortalidad

Los sumerios, hartos de una vida dura, habían solicitado hace unos 6.000 años al Dios Enki crear un espacio para el descanso eterno, lleno de luz, donde no cupieran la muerte, el hambre y las enfermedades. Fue allí donde nacieron Adán y Eva, aunque más adelante serán expulsados de este paraíso en el imaginario del pueblo judío.

Por su parte, la mitología persa narra que el rey Yamshid, reinó hace nueve mil años un mundo sin seis elementos: la muerte, el hambre, la guerra, la pobreza, la furia y la codicia. Ver tanta prosperidad fruto de su gestión sin control popular le convirtió en un déspota narcisista. Que mandara a matar a los animales para convertirlos en alimentos fue el inicio de los conflictos sociales, guerras y su propia desgracia: los dioses le mandaron al mundo subterráneo, convirtiéndole en el rey de los muertos. Desde entonces, el calendario registra un día especial, que no es el de “Todos los muertos”, sino los Días de la Inmortalidad, y serán el séptimo de cada mes. El nombre de A-mortat (“no-muerte”) y la flor Iris serán asignados al quinto mes del calendario iraní, empezando por el primer día de la primavera, en el que bailando y cantando se daba las gracias a la generosa naturaleza. La ancestral fiesta Hamas-patma-edaya, la de Todos los Santos, en la que las almas visitaban sus antiguos hogares en la víspera del Nouruz, la fiesta primaveral iraní, hoy se sigue celebrando como un relajado Pic nic en los cementerios.

La muerte y su protocolo

La ceremonia que empieza en el momento de fallecer y termina al alejar el cuerpo de los aún vivos responde a la idea formada sobre la muerte, aspectos higiénicos y la preocupación por el futuro del ser que nos deja.

En el sur del Irán de hace cinco mil años se pintaba el cuerpo del difunto de rojo, se le enterraba en el mismo domicilio, tapiando la puerta y las ventanas, evitando así que “su alma maloliente persiguiera a los familiares”.

Mil años después, los zoroastrianos realizaban la ceremonia sag did (mirada de perro): acercaban un perro, el animal sagrado, al fallecido para ahuyentar a los espíritus malignos. Sus procesiones son silenciosas, pues creen que la tristeza, al igual que la muerte, son productos de Ahriman, el Demonio. Al contrario que en las tierras del Islam, aquí  no hace falta  contratar plañideras, esas actrices fúnebres del Antiguo Egipto que curiosamente sí existían en Al Ándalus.

El anuncio público de la tragedia, que hoy se realiza a través de una nota en los medios de comunicación, en muchas culturas de esta región tenía la forma del alto sonido del llanto de los familiares y luego el color de luto de su vestimenta. Con la muerte de alguien, los familiares perdían o conseguían derechos. Hasta hace poco, una persona viuda que se despojaba de su prenda negra enunciaba su reingreso en el “mercado del matrimonio”, por ejemplo.

El credo iraní del mazdeísmo y el islam de los árabes comparten los ritos mortuorios de esta zona del mundo, a veces se chocan y otras se fusionan. En el pensamiento religioso del Irán antiguo, el ser humano ha sido creado para acompañar al dios Mazda en su lucha contra Ahriman, mediante la práctica de Buenos Pensamientos, Palabras y Obras, mientras que en el islam el hombre y la mujer fueron fabricados para adorar a Dios y esquivar al Shaitan (Satanás). Ayudados por los ritos religiosos de oración, ayuno, peregrinación, etc. la familia musulmana intentará recompensar los incumplimientos de las deudas espirituales o materiales del fallecido, repartiendo ofrendas y rezando, y hasta durante un año suspenden todas las fiestas, incluidas las bodas.

Comparado con el mundo “cristiano”, sobrecoge la majestuosa tristeza que reina el Oriente Próximo, con sus cánticos fúnebres y culto a la muerte.

Ritos de enterramiento

Los restos de varios templos (Zigurat) levantados hace 7.500 años en varias localidades de Irán, y otras construcciones posteriores, muestran que las ceremonias relacionadas con la muerte y sus creencias sobre la continuidad del mundo y del ser humano perduran aún hoy.

La disposición final del cuerpo está marcada por las posibilidades geográficas, la identidad del grupo frente a los otros, motivos económicos… Las comunidades que viven en las costas entregan los cadáveres al mar mientras que los agraciados con frondosos bosques los queman y las gentes de las zonas desérticas –como Arabia-, los cubren con tierra. ¡Hay otra opción! Hace miles de años, los habitantes del centro de Irán, en un desierto abrazado por altas montañas nevadas y, por ende, dotado de aguas subterráneas (que eran extraídas por el ingenioso sistema de ghanat, canales), con el fin de no contaminarlas decidieron depositar los cuerpos de los suyos en la cresta de las montañas, en las Torre del Silencio, para que los buitres los “limpiaran”. Luego guardaban los huesos en un osario. Práctica que fue prohibida en el siglo VII por los conquistadores árabe-musulmanes. Aun así, los Pasris de la India, seguidores de Zaratustra que emigraron, lo siguen practicando. Esta antigua religión considera sagrados el fuego, el agua y la tierra y, por lo tanto, no los contamina con el cuerpo impuro del fallecido.

Otro dato curioso es que en Irán desde hace algunos miles de años hasta hoy no se suelen enterrar a las personas destacadas donde tienen su lápida. El temor a la profanación de la tumba por los enemigos de un país que invadía y era invadido quizás sea el motivo de que las tumbas del Ciro el Grande o Darío estén vacías.

En Arabia Saudí, la versión wahabita del Islam prohíbe construir mausoleos. Aunque sin lápidas, las tumbas sencillas tienen su identificación en el suelo. Las mujeres tienen prohibido entrar a los cementerios y suelen ser excluidas de las ceremonias públicas.

Una escatología muy original

Los antiguos iraníes creían que ravan, el espíritu del fallecido, permanece en la tierra durante tres días antes de partir el tenebroso reino de los muertos. Durante esos días le velaban con cánticos sagrados, abundantes alimentos vegetarianos y antorchas que alejaba al Señor de las Tinieblas.

Al ser “novato”, el primer año de su estancia el ravan, para sobrevivir, dependía de sus descendientes en la tierra. De ahí los platos de comida imperecedera y telas de colores que se depositaban en los tejados durante las noches de la fiesta primaveral del año nuevo.

En el mazdeísmo, basado en el dualismo y la lucha entre Mazda (sabiduría, luz, bondad) y Ahriman (ignorancia, oscuridad y maldad), los polos de los contrarios que equilibran el universo, el alma, para llegar al reino de los muertos y alcanzar la inmortalidad, debe caminar sobre el fino puente de Chinvat (Luego en el Islam el puente se llamará Sarat). Si lo cruza, entrará en el Pardis (término persa que significa jardín amurallado, “paraíso” es su deformación fonética), y si se precipita, irá a un lugar infernalmente frío, que hará de “campo de reeducación” y una vez recuperado irá directamente al Cielo: aquí el castigo no es eterno. En aquella sociedad de castas, sólo los guerreros, príncipes y sacerdotes, sirvientes de las divinidades, podrían unir sus almas al de los dioses (el misticismo). Zaratustra democratiza, en el segundo milenio a.C., esta idea y abre las puertas de este lugar paradisiaco a todo el mundo.

El dios Mithra (Sol), cuyo nombre será utilizado siglos después para el denominar el gorro del Papa de los católicos, preside el tribunal y sostiene la balanza de la justicia, mientras dos perros –animales venerados que comparten el paraíso con el ser humano-, esperan a los espíritus en el Puente Chinvat. Allí, dependiendo del peso de sus obras, buenas o males, serán recibidos por Daena, una hermosa doncella, o por una bruja horrible. ¿A que adivinan el sexo del autor de este mito?

Estamos ante la primera elaboración detallada de lo que más tarde las religiones semíticas adoptarán con pequeñas variaciones. Además de la idea de un Dios y un Anti-Dios, el mazdeísmo exportó otras creencias como la llegada de un Salvador llamado Sushiyans, nacido de una virgen, la resurrección de las almas y el juicio final.

Mientras el Cielo bíblico-coránico deja en ridículo la mediocridad de los goces pasajeros de esta corta vida en una tierra abarrotada de miserias y afirma que la  renuncia a los placeres reales es la condición previa para entrar en los gozos imaginarios y eternos, el infierno como hoguera es descrito como la viva imagen de un lugar existente llamado Wadi al-Rababah situado en el sur de Jerusalén, donde los adeptos del dios Baal ofrecían sacrificios de animales y niños (como el de Isaac por Abraham), lanzando sus cuerpos poe el barranco. Para evitar enfermedades al amontonarse los cuerpos eran incinerados. El termino griego holocausto hace referencia a esta práctica.

Los primeros hebreos, antes de que asumieran la iraní división dual del universo, imaginaban un Seol, un desolado subsuelo donde acabarían tanto los buenos como los malos, sin castigos ni recompensas, y sin respetar su distinción a su condición social (Génesis 37:35).

Gehena, el Infierno de la Biblia y del Corán, ha sido descrita con detalles. “Fuego inextinguible, con vientos abrasadores y venenosos” donde “… Cada vez que su piel sea ceniza, le daremos otra para que no deje de sentir el suplicio”, afirma el Corán (4, 59), que en más versículos advierte de que el sufrimiento de los condenados estará garantizado.

¿Y la reencarnación?

Aunque el Islam rechaza la idea de la transmigración del alma – pues, dejaría sin sentido dogmas fundamentales toda su escatología-, en el  mundo musulmán, los izadíes, adoradores del Ángel Demonio, creen en este renacimiento. Cada primer miércoles del mes celebran el Eyd-e-Morde “la fiesta del muerto”, y acuden a los cementerios con sus instrumentos musicales y cantan para alegrar el alma de sus seres queridos. También la religión  yarsanan (Compañía de Dios), una fe sincrética de diversos credos pre y post islámicos, y su cerca de un millón de adeptos kurdos, azerbaiyanos, persas y árabes -que comen carne de cerdo y toman alcohol -, están seguros del paso de su alma de un cuerpo a otro a lo largo de 1001 reencarnaciones. La idea da mucho juego: algunos líderes políticos o personajes curiosos han afirmado ser la reaparición de otros venerados. Es el caso de Hakim Hashem Moghana’ (m. 790), un destacado revolucionario y científico iraní que al estilo del Fantasma de la Ópera vivía con el rostro cubierto, al que Thomas Moore le dedicó su poema El Profeta Velado de Jorasán. Llegó a afirmar que reencarnaba al mismísimo Dios y para mostrar sus poderes recurría a efectivas ilusiones ópticas: hacía salir de un pozo una luna llena, a la que ordenaba subir varios metros para luego hacerla bajar en la sima, o él mismo “ascendía” al cielo. Así, creó una tropa de seguidores y lideró varias rebeliones armadas de carácter socialista. Su movimiento de liberación llamado Sepid-Yamegan, “blancarropas”, contra el dominio árabe de los abasidas, y su negra bandera, fracasó. En su última batalla, al ver cercado su castillo, preparó una gran hoguera y se introdujo en el fuego, prometiendo a sus miles de seguidores que regresarían en el cuerpo de otro y en otra época, para salvar a los oprimidos. ¡Quizás aquella máscara le sirvió para huir con su propio rostro!

“Mientras vivimos no existe la muerte y cuando la muerte existe nosotros no existimos”.

Enki dios sumerio

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