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Misericordia progresista con la Iglesia

Con la llegada del nuevo gobierno progresista podríamos hacer una porra: ¿Quién anda más inquieto, el empresariado o la Iglesia católica? El primero ya se chocó contra un muro cuando comprobó que la subida del Salario Mínimo Interprofesional (SMI) a 900 euros, lejos de perjudicarle, le ha beneficiado. En cuanto a la Iglesia católica, ésta vuelve a evidenciar un cuadro esquizofrénico asumiendo un papel de víctima cuando, a lo largo de la Historia, siempre ha sido más ejecutora.

¿Por qué en un Estado aconfesional la religión ha de puntuar en el currículum académico del alumnado? Busquen, indaguen, sumérjanse en la bibliografía que les plazca que no hallarán una respuesta lógica. Como también parece reñido con la sensatez que el Estado pague los salarios de un profesorado -el de Religión- sobre cuya selección no tiene ningún poder porque es postestad de la Iglesia católica. Esa anomalía también se produce con la educación concertada y por ello, desde este espacio, siempre he justificado su eliminación.

¿Qué teme la Iglesia? Perder privilegios. La élite eclesiástica está más preocupada por los bienes terrenales que espirituales. De no ser así, ya se habría ocupado de adaptarse a los nuevos tiempos cambiando postulados retrógrados que ella misma inventó sin fundamento en alguno en sus sagradas escrituras. El número de alumnos matriculados en religión desciende año a año. El pánico de la curia es que, al no computar para la nota media de cara a selectividad y ser voluntaria, se produza el temido motín de infieles.

¿Qué es más cómodo y requiere menos esfuerzo, apuntarse a una ‘maría’ como religión o tener que clavar los codos con otra asignatura? Da igual si se tiene fe o no, lo importante es primar la ley del mínimo esfuerzo y la asignatura de religión es lo que propicia. Además, es importante apreciar que hablamos de religión católica porque como a su hijo le dé por ser budista, lo lleva claro si cree que se va a impartir esa religión en clase… ya no digo si es musulmán, que entonces los sectores más conservadores comenzarían su campaña islamofóbica. 

Cuando la Comisión Episcopal de Enseñanza se apoya en que la libertad y educación para todas y todos, en realidad, lo que viene a decir es «no me toques lo mío». Mientras ve cómo sus fieles descienden, en lugar  de articular mecanismos propios para frenar esa sangría, pretende que el Estado continúe financiando su comunidad o, si empleara -que no lo hago- la terminología de la derecha, su «chiringuito». Error.

Del mismo modo, escuchar al secretario general adjunto de Escuelas Católicas, Luis Centeno, sentenciar que sin el conocimiento de la religión es imposible el desarrollo de la personalidad humana en condiciones de plenitud lo único que constata son sus taras. Taras, por otro lado, que todo el mundo tiene en mayor o menor medida, pero que no se equivoque: cada uno las llena o compensa como puede/quiere y, en la mayoría de los casos, al menos en España, le puedo asegurar que la religión católica no es la primera opción. Si él ha conseguido labrar plenamente su personalidad con el Espíritu Santo, enhorabuena, pero no nos aplique su misma medicina y, además, no espere que le paguemos el tratamiento entre todos. 

Las medidas que adoptará el nuevo gobierno son, a mi juicio, demasiado benévolas con la religión católica, puesto que si de mí dependiera excluría la religión (y ahora sí, no me refiero únicamente a la católica) de cualquier esfera pública. Las religiones pertenecen al ámbito individual, sin que nadie deba coartar su práctica que, además, puede ponerse en común en sus respectivos templos o centros ad hoc. La escuela no es uno de esos centros, como tampoco la televisión pública con espacios que cualquier estado aconfesional serio eliminaría.

Los medios cavernarios hablan de violación de los acuerdos con la Santa Sede. En primer lugar, con las medidas benévolas y misericordiosas que el gobierno de Pedro Sánchez pondrá en práctica, no se violan tales acuerdos. En segundo lugar, son acuerdos y, como tales, se pueden rescindir. Es lo que implica el progreso democrático, aunque claro, para el segmento más conservador, ese de caspa y sotona, el término «progresista» es un insulto. Por algo será.

David Bollero

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