Hace algunos días, pude ver en un canal de la televisión local la transmisión de una ceremonia religiosa en una instalación militar. Los participantes, todos ellos soldados reciclados en policías improvisados en el marco de la llamada Fuerza de Seguridad Interinstitucional (FUSINA), como en estado de trance, mirando al cielo, hincados y obedientes, entonaban los cánticos religiosos que, con aire entre marcial y monástico, dirigía un alto oficial de las Fuerzas Armadas. Luego, en otra de las escenas del acto, dos jefes militares, hincados el uno frente al otro, ejecutaban una especie de ritual beatífico, cantando ¡Aleluya, Aleluya!
Debo confesar que las imágenes que reflejaba la pantalla del televisor me dejaron, además de sorprendido, muy preocupado. La mezcla de liturgia religiosa con marcialidad rígida, me trajo a la memoria capítulos preocupantes de la historia de la humanidad. Cada vez que se combinan el dogmatismo acrítico de los conventos con la verticalidad inmóvil de los cuarteles, hay que poner las barbas en remojo. Los ejemplos abundan y son suficientes para poner atención y mostrar la preocupación debida sobre lo que está ocurriendo en nuestro país.
Desde hace ya algún tiempo se viene acentuando esa nociva tendencia a mezclar la religión con la política partidaria, contaminando la actividad del Estado y olvidando el carácter laico del mismo. La laicidad del Estado fue una conquista establecida por los grandes reformistas del liberalismo postindependentista y se considera un rasgo clave de la modernidad democrática. La propia Constitución de la República, a pesar de sus evidentes vacíos y falencias, contiene en su texto el principio de la laicidad estatal y la ausencia de privilegios o canonjías especiales para determinada denominación, secta o institución religiosa.
Pero todo eso parece no importarle mucho a la mayoría de los dirigentes de los partidos políticos del escenario local. La mayoría de ellos se esfuerza por mostrarse como fieles devotos de la religión católica o como iluminados siervos de los evangelios y todo tipo de sectas milenaristas o fundamentalistas. Son políticos beatos, ya sea que se autodenominen “liberales” o que abiertamente se decanten a favor de las tesis más conservadoras y primitivas de la acción política. Son lo que en España suelen definir como “liberales en la calle y sangre de fraile en la casa”.
Pero bien, una cosa es que los políticos, por convicción profunda o por cálculo proselitista, se dediquen a cultivar la fe y promover el hecho religioso, mostrándose ante los electores como fieles devotos del catecismo o empedernidos “apóstoles” de los evangelios, y otra muy diferente es que esos mismos políticos impulsen la “evangelización” de la institucionalidad estatal y combinen, en peligrosa aleación, los crucifijos con las armas, la Biblia con la Ley. Honduras es un Estado laico, señores, no es un Estado confesional… ¡a Dios gracias!
Decía don Miguel de Unamuno, en su conocido ensayo sobre el ejército, que no hay nada más parecido a un convento que un cuartel. En el primero está ausente la conciencia crítica y predomina el imperio de la fe, mientras que en el segundo también se carece del espíritu crítico y reina soberana la obediencia “debida” y la orden inapelable. La fe y el dogma, el autoritarismo y la obediencia ciega, junto a las armas, la violencia “legítima” del Estado y la conducta abusiva de los supuestos guardianes de la legalidad. ¡Vaya mezcla, tan preocupante como peligrosa!
Es cierto que cada quien es dueño de su propia conciencia y puede escoger la opción religiosa que desee, o simplemente decantarse por una visión agnóstica del mundo o un rechazo discreto hacia la fe y el dogma. Pero esa decisión pertenece al ámbito privado de las personas, es su opción personal, no debe ser mezclada nunca con “lo público”, la actividad del Estado, la institucionalidad gubernamental.
Al ver a los militares recién reciclados como improvisados policías orando en voz alta, con sus armas al hombro, sus uniformes de combate y sus rostros iluminados por una especie de energía celestial, no pude menos que pensar en el inmenso retroceso que todo esto significa y en el peligro que nos acecha si dejamos que se consolide un nuevo tipo de fundamentalismo, entre religioso, castrense y policial que convierta a Honduras en una especie de califato tropical, tan primitivo como intolerante. Dios quiera que no.