México cuenta con la legislación más robusta del mundo en relación con el tema de laicidad, pese a ser un país mayoritariamente católico. El artículo 130 constitucional garantiza o plasma este principio histórico de separación entre Estado e Iglesia, afirmó Pauline Capdevielle, académica del Instituto de Investigaciones Jurídicas.
Recordó que a partir de 1992 se dio una serie de reformas modernizadoras del Estado mexicano, que “apacigua esta relación conflictiva entre Estado e Iglesia católica”. Con ello se continúa en la búsqueda de evitar la manipulación de los sentimientos religiosos de la ciudadanía. Se trata de disposiciones cuya relevancia persiste porque en México 90 % de la población se declara creyente, según el censo de 2020 del INEGI, a pesar de que hemos visto cierto declive en la adhesión a creencias religiosas.
La jurista universitaria señaló que históricamente en México existe una gran preocupación en relación con la participación del clero en la política. “No fue un asunto menor la expulsión de la Iglesia de la esfera política, condición indispensable para la consolidación del Estado verdaderamente soberano frente a la Iglesia católica, cuyo poder no sólo era ideológico y económico, sino también político”.
Al participar en el pódcast Construyendo el Debate: Estado laico y religión: secularización en México frente a las elecciones, organizado por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, recordó que en la segunda mitad del siglo XIX, con Benito Juárez, se estableció un régimen de laicidad en el marco de las Leyes de Reforma, cuyo propósito político fue permitir el despliegue del Estado moderno mexicano y también su dimensión ética, “que era asegurar un régimen de libertades a todos los mexicanos, en particular mediante la libertad de conciencia y religión”.
A nivel electoral, la laicidad no busca censurar la expresión religiosa de las personas, sino recordar que el proyecto de democracia, tal como fue construido en México, implica un debate alejado de los dogmas religiosos, basado en razones seculares que puedan ser entendidas por todas las personas, creyentes o no.
La idea es que este debate democrático no se contamine por argumentos de autoridad y amenazas espirituales, y contener los impulsos políticos de buscar capitalizar votos mediante los afectos religiosos de la población.