En la fiesta de María Magdalena, apóstola de los apóstoles y una de las pioneras en la lucha por la libertad y la liberación de las mujeres, quiero hacer memoria de nuestras antepasadas, las grandes olvidadas de la historia. Y lo hago empezando por una crítica de la razón moderna e ilustrada que afirmó la universalidad de los derechos humanos y de la razón y, en un acto de incoherencia, se los negó a las mujeres, víctimas de una racionalidad selectiva de carácter patriarcal. Un ejemplo, entre muchos, de dicha incoherencia lo encontramos en Kant quien se olvida de su consigna de pensador ilustrado “atrévete a pensar” cuando afirma con total contundencia que “una mujer letrada […] tendrá además que tener barba”, es decir, tendría que ser hombre.
Con la historia en la mano, hemos de reconocer que entre las víctimas de las masacres humanas, las más numerosas, agredidas y olvidadas, las que han sufrido todo tipo de discriminaciones y la negación de su dignidad, de sus derechos y de su libertad, aquellas a las que se les ha negado hacer sus proyectos autónomos de vida, a quienes se les han destruido sus esperanzas, a quienes se les ha prohibido hasta soñar, han sido y siguen siendo las mujeres.
Ellas son las principales víctimas del sexismo en alianza múltiple y complicidad permanente con el capitalismo en sus diferentes modalidades -hoy el neoliberalismo-, el etnocentrismo, el clasismo, el colonialismo, el imperialismo, la depredación de la naturaleza, el racismo patriarcal, los fundamentalismos de todo tipo, las religiones, etc.
Son las religiones –o mejor, sus jerarquías- las que imponen a las mujeres una moral de esclavas y subalternas, resumida en estos siete verbos: obedecer, someterse, aguantar, soportar, sacrificarse por, cuidar de, perdonar. A dicha moral el feminismo opone como alternativa una ética sustentada en los verbos: resistir, rebelarse, negarse a, empoderarse, ser autónoma, compartir los cuidados, exigir perdón, arrepentimiento, propósito de la enmienda, reparación y no repetición.
El cambio en la moral religiosa patriarcal para con las mujeres exige previamente una teoría crítico-feminista de las religiones, de su organización, de su doctrinas androcéntricas, de sus deidades masculinas y de las masculinidades sagradas que legitiman los comportamientos de los varones, por muy inmorales que sean, basándose en la masculinidad divina, sobre todo en las religiones monoteístas.
El sexismo es inherente al patriarcado que recurre sistemáticamente a la violencia contra las mujeres y los sectores más vulnerables de la sociedad, niños y niñas, en todas sus modalidades desde su silenciamiento e invisibilidad hasta los feminicidios, que se cuentan por millones a lo largo de la historia.
Es con las mujeres con quienes más deuda tiene la humanidad, la tenemos los hombres, instalados en lo privilegios de la masculinidad hegemónica, a los que tenemos que renunciar si queremos que sea sincera y creíble nuestra incorporación a la lucha feminista. Es a las mujeres a quienes hemos de recordar nosotras de manera especial el día de María Magdalena, que el símbolo ha toma do como uno de sus símbolos de liberación. Y utilizo el femenino intencionadamente porque nosotros somos ellas, su causa es la nuestra.
Es de ellas de quienes tenemos que hacer genealogía, memoria subversiva, recordar sus sufrimientos y sus luchas en defensa de la vida, de la libertad y de la naturaleza. Es a ellas a quienes hay que reconocer sus creaciones culturales, sociales, la mayoría de las veces minusvaloradas, olvidadas o negadas. Gracias a ellas también la historia ha avanzado por el camino de la liberación y de la emancipación.
Sin embargo, el patriarcado les ha negado el protagonismo en esos avances y se los ha atribuido de manera exclusiva e injustamente a los varones, y de entre ellos a los reyes, príncipes, papas, emperadores, faraones, aristócratas, plutócratas, etc. despreciando las actividades de las mujeres, sobre todo las que ejercen en la vida cotidiana, y negando trascendencia a lo doméstico, que es el espacio donde han sido recluidas.
Solo uniéndonos a las luchas feministas para rehabilitar la dignidad negada de las mujeres se podrá construir una cultura de paz y una justicia de género. De lo contrario, la cultura de paz se convertirá en violenta barbarie y la justicia de género no pasará de ser un slogan vacío de contenido que se tornará injusticia patriarcal y mantendrá a las mujeres en una situación de discriminación.
Se está produciendo un cambio de paradigma, que ya resulta imparable. Hasta ahora para las mujeres todos eran deberes y obligaciones. Ahora es el tiempo de sus derechos: a la queja, a la protesta, a la insumisión, al disenso, a la autonomía, a la libertad, a los derechos sexuales y reproductivos. Hasta ahora los únicos pactos eran los que sellaban los varones, para aferrarse al poder y repartírselo patriarcalmente, excluyendo a las mujeres de ellos.
Un ejemplo es el “Contrato social” de Jean-Jacques Rousseau, que solo reconoce derechos políticos a los varones y los niega a las mujeres. El pacto social no tenía vigencia en el hogar, donde la mujer debía estar sometida al marido. Léase para comprobarlo el capítulo V del libro de Rousseau Emilio o de la educación (Alianza Editorial, Madrid, 2011, segunda reimpresión, pp. 563 y ss), cuya protagonista es Sofía, la compañera de Emilio, que en las relaciones morales debe ser pasiva y débil y cuya función es “agradar al hombre”:
“En la unión de los sexos, cada uno concurre de igual forma al objetivo común, pero no de igual manera. De esa diversidad nace la primera diferencia asignable entre las relaciones morales de uno y otro. Uno debe ser activo y fuerte, el otro pasivo y débil; es totalmente necesario que uno pueda y quiera, basta que el otro resista poco. Establecido este principio, de él se sigue que la mujer está hecha para especialmente para agradar al hombre. Si el hombre debe agradarle a su vez, es una necesidad menos directa, su mérito está en su potencia, agrada por el mero hecho de ser fuerte. Convengo en que no es esta la ley del amor, pero es la de la naturaleza, anterior al amor mismo” (p. 565).
Está comenzando el tiempo de los pactos entre mujeres, inclusivos de todas las personas y colectivos vulnerables. Hasta ahora, los cuerpos de las mujeres estaban colonizados, eran propiedad de los esposos, de los confesores, de los padres espirituales, de los asesores matrimoniales, y objeto de abusos sexuales. Ahora las mujeres reclaman y ejercen el derecho sobre su propio cuerpo. Hasta ahora lo que imperaba como ideal en las relaciones humanas era la fraternidad (de “frater”, hermano). A partir de ahora, las relaciones entre los seres humanos han de regirse por la fraternidad-sororidad (de “soror”, hermana).
Un antecedente de dicho cambio de paradigma lo tenemos en el proto-feminismo de pensadores como el padre Benito Feijoo o el filósofo francés Poulain de Barre con su afirmación “la mente no tiene sexo”. Se encuentra también en la primera ola del feminismo político representado por Olympia de Gouges que, como contrapunto a la androcéntrica Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, de la Revolución Francesa, escribió la Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana (1791), en la que afirmaba que “si la mujer tiene el derecho de subir al cadalso, debe tener también igualmente el de subir a la Tribuna”. Olympia no logró subir a la Tribuna, pero sí subió al cadalso donde fue guillotinada. Representante de la primera ola del feminismo filosófico es Mary Wollstonecraft con Vindicación de los derechos de la mujer (1982), donde afirma: “no quiero que la mujer domine sobre el hombre, sino que sea dueña de sí misma”. Es este el lema del feminismo.