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Memoria contra la religión

Con este título (Laetoli, 2010, 722 págs.) se publicó en castellano el manuscrito que Jean Meslier ocultó hasta el día de su muerte. Un conjunto de reflexiones críticas centradas en la religión, la iglesia y la existencia de Dios.

Una curiosidad es que Meslier fue un cura católico que actuó como párroco en dos localidades rurales del norte de Francia. Muere en 1729, con 65 años. Entre sus pertenencias se encuentran tres copias de un extenso manuscrito, acompañadas de sendas cartas dirigidas a dos religiosos a quienes hace depositarios del escrito. Un documento que representa, en el inicio del siglo XVIII, la primera exposición detallada de un pensamiento ateo.

En forma parcial se publica inicialmente en distintos lugares de Europa. Según la preferencia de los editores, se nombra como “testamento”, “memoria”, “confesiones” o “crítica a la religión”. Gran divulgación alcanza la versión de Voltaire, con recortes y modificaciones, (una falsificación al decir de Michel Onfray). El texto íntegro, sin mutilaciones, se publica recién en Ámsterdam en 1864, en una edición de tres volúmenes. En castellano aparece en 2010, estructurado con un Prólogo, ocho capítulos identificados como Pruebas y una Conclusión General.

En el plano biográfico el vacío es lamentable. No hay mucho sobre su vida, y ni siquiera se conoce el lugar de su tumba. Hay aspectos en que pudo dejar testimonio y no lo hizo: ¿Por qué perdió la fe? ¿Tuvo fe alguna vez? No hay respuesta. Es probable que jamás tuviese fe, o bien que ésta nunca fuese muy firme. Acaso llegó al clero empujado por alguna presión familiar. A la vista solo está su discurso.

Se puede conjeturar que cada día, después de colgar la sotana, dedica un tiempo a escribir para anunciar por primera vez la muerte de Dios. Todavía más, para hacer una dura crítica al cristianismo y expresar, enfáticamente, que la Iglesia no tiene legitimidad moral porque sus prácticas son engañosas, pura superstición, nada más que una gigantesca impostura.

El texto se abre con un largo título, casi un resumen: “Memoria de los pensamientos y sentimientos de Jean Meslier, cura de Etrépigny y de Balaives, acerca de ciertos errores y falsedades en la guía y gobierno de los hombres, donde se hallan demostraciones claras y evidentes de la vanidad y falsedad de todas las religiones que hay en el mundo, memoria que debe ser entregada a sus parroquianos después de su muerte para que sirva de testimonio de la verdad, tanto para ellos como para sus semejantes. In testimoniis, et gentibus”. (“Para dar testimonio ante ellos y los paganos”, Mateo 10, 18).

Con una prosa directa y culta, redundante, y con frecuencia recurriendo a frases largas, entrega un testimonio del fuego interior que ocultó en vida. Embiste contra el engaño, los abusos, deplora la servidumbre y reclama una libertad que no vivió. Desde el Prólogo es muy explícito: “Meteos en la cabeza, queridos amigos, meteos en la cabeza que no hay más que mentiras, quimeras e imposturas en todo lo que se propaga y practica en el mundo que tenga por objeto el culto y la adoración de los dioses. Las leyes y decretos que se promulgan en nombre de Dios o de los dioses y bajo su autoridad son en realidad sólo invenciones humanas, tanto como lo son los hermosos espectáculos que ofrecen las fiestas y los sacrificios o los oficios divinos y demás prácticas supersticiosas de la religión y la devoción que se realizan en su honor” (pág. 26).

Meslier es un pensador ilustrado, un materialista y un hedonista. Practica una crítica lúcida, emprende una deconstrucción radical de la moral cristiana, pero no es un nihilista. Tiene una propuesta fundada en un evidente fondo ético. Cree en la razón y en la fuerza de los argumentos. Maneja con propiedad las Escrituras, conoce a los padres de la Iglesia, a historiadores judíos y romanos, refiere de pasada a Homero, sabe filosofía y teología, cita a Séneca, con insistencia a Montaigne, y discute con Descartes.

Después del Prólogo el texto se despliega como un vendaval. Uno tras otro aparecen los distintos asuntos que inquietaron su conciencia. Entre ellos: la falsedad de la religión, la fe como creencia ciega, la religión como una máscara, el espejismo de las profecías, la brutalidad de los sacrificios, la farsa de los milagros, la dudosa moral cristiana, la complicidad de la Iglesia con el poder, los abusos justificados con altos propósitos, los pasos en falso de las Escrituras, los equívocos de los Evangelios, una mirada sobre el pecado, una concepción materialista del alma, una defensa de los débiles (mujeres, niños y animales), la humanidad de Jesús, una exaltación de la voluntad y ciertamente una nueva espiritualidad.

El texto desarrolla una crítica sin concesiones, que resulta seguramente de tantos años de auto-represión. Sin embargo, solo recién en la Séptima Prueba se pronuncia la sentencia ya prefigurada: “Por todo ello, hay que probar y hacer ver claramente que los hombres se equivocan también en esto y que no existe un ser como ése, es decir, que no hay Dios” (pág. 391). Así como la frase “Dios ha muerto” identifica el ateísmo nietzscheano, Meslier elabora su postura a partir de una sentencia medular que recorre cada párrafo: “no hay Dios” o “no hay creador”.

Meslier es inactual, un adelantado. Verdaderamente una base para todo el ateísmo posterior. Su crítica a la moral cristiana anticipa el impulso libertario de la Ilustración y las posturas que se despliegan en el siglo XX, después de los maestros de la sospecha: Nietzsche, Marx y Freud. Rechaza la apología del dolor, el sufrimiento, la contención, el ayuno, la castidad. Poniendo a la vista un rasgo hedonista, abre una dimensión libertaria y de aceptación de la realidad del cuerpo, especialmente del placer como una “dulce inclinación humana”. Escribe: “Es un error de la moral cristiana condenar, como condena, los placeres naturales del cuerpo, y no sólo, como he dicho, los actos carnales en sí sino también todos los deseos y pensamientos que se pueden tener voluntariamente y que tengan por objeto recrearse y disfrutar con ellos” (pág. 312).

Su posición consistente, su tenacidad y rudeza, están lejos de una vulgar negatividad. En el capítulo Conclusión General se pueden leer párrafos que retratan a un ilustrado, con una irrenunciable confianza en la razón y el progreso: “Las solas luces naturales de la razón bastan para que los hombres puedan alcanzar la perfección en la ciencia y en la sabiduría humana, así como para alcanzar la perfección en las distintas artes […] En efecto, no es la mojigatería de la religión lo que perfecciona al hombre […]  No es ella la que hace descubrir los secretos de la naturaleza ni la que inspira al hombre para acometer grandes proyectos. Son el talento, la prudencia, la probidad y la grandeza de alma los que hacen que haya grandes hombres, y ellos son los que les llevan a acometer grandes empresas” (pág. 690).

Habiendo demolido la creencia religiosa, su institucionalidad, sus autores, sus divulgadores, sus turiferarios, para una mente estrecha únicamente quedarán la devastación y el desamparo. No en su caso, él nunca llega a poner en duda la potencia de la razón. Su perspectiva crítica se entrelaza con una visión de futuro.

Hacia el final, se puede leer una magnifica expresión de sensatez: “Que no haya más religión que la de hacer que toda la gente se dedique a ocupaciones honestas y útiles y viva en común pacíficamente, que no haya otra religión que la de amarse los unos a los otros y guardar inviolablemente la paz y la perpetua unión entre todos” (pág. 695).

A contracorriente de su época, antes que cualquier otro, Jean Meslier pone en marcha la historia del ateísmo. El texto es de tal resonancia, extensión y profundidad que no se entiende el olvido en que lo ha dejado la mayor parte de la literatura atea. Descuido o ignorancia, es un hecho difícil de justificar, porque no se trata de un escrito casual o de un simple testimonio, sino de una prosa reflexiva y crítica de gran categoría.

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