En la práctica, nuestros políticos, muestran una escasa sensibilidad hacia el principio de la laicidad en el sentido profundo de lo que es: una forma racional de mantener las creencias y principios propios conservando siempre una sana dosis de escepticismo que impida que prosperen los fanatismos, no sólo religiosos, sino también políticos.
Contempla el votante desencantado en su paseo improvisado las calles, rincones y paredes de su ciudad. No están limpias. No lo pueden estar casi nunca. Se juntan el hambre con las ganas de comer: la escasez de personal del servicio de limpieza y una ciudadanía de natural tolerante con los hábitos incívicos. Ahí están las pintadas. Se detiene ante una de ellas con aspecto de reciente: <<a los niños, cuentos; a los hombres elecciones>>. Ah, es verdad -cae de repente el votante desencantado-, que estamos en año de elecciones. Y a ese desánimo, que de un tiempo a esta parte se le ha vuelto crónico, siente que se le añade un invisible manto de fatal desesperanza. Entiende muy bien el aforismo urbano; más allá de su gamberra apariencia se le antoja una sentencia lúcida e imposible de refutar en su esencia. Las elecciones como cuentos para una ciudadanía que, contra todo criterio racional, se empeña en votar en cada convocatoria de sufragio, a pesar de asistir al obsceno espectáculo de las campañas que preludian la apertura de los colegios electorales. Éstos son igual que sumideros por los que se pierden las expectativas de ciudadanos cada vez más escépticos, más cercanos al estado de esa ley psicológica que condena a la apatía a todo sujeto que comprueba una y otra vez que sus esfuerzos por conformar las circunstancias en las que se desenvuelve su vida son ineficaces, porque por encima de su voluntad y de su inteligencia el destino seguirá el trazado de unos rígidos raíles forjados por fuerzas indiferentes al veredicto de la mayoría de los electores. En este punto no puede el votante desencantado evitar pensar en los últimos acontecimientos políticos que en el contexto europeo protagoniza Grecia, convertida en un país incapacitado que transita de una punta a otra del continente en humillante actitud de pedigüeño; ¿no es degradante para quienes –ironías de la historia– alumbraron la idea de la democracia? A todo esto no quiere pensar que el trato que recibe la nación helena es una demostración de poder de quienes en sus carnes quieren lograr un efecto ejemplarizante que disuada a otros votantes europeos a los que puedan tentar ciertas ínfulas de rebeldía (¿o debería reconocer sin más el chantaje del miedo, sentimiento invencible con el que se desactiva toda pulsión de libertad?).
Recuerda el votante desencantado, pues tiene ya suficiente edad para que su memoria pueda ofrecerle perspectiva histórica, las primeras elecciones en las que participó hace un par largo de décadas, cuando tenía todo el sentido hablar de ideales, y el sentimiento que motivaba a ir a las urnas era el de la ilusión. Se sobrentendía que la política era una actividad transformadora a partir de las ideas. Hoy palpa el miedo en muchos de sus conciudadanos; los mismos que identifican a los políticos con meros gestores, cuya tarea consiste en administrar el país como se administra una empresa, y en la cual los ideales no son sino un lastre del que más vale librarse dado que no cotizan en bolsa y ponen en serio riesgo la esforzada contención de los índices de la prima de riesgo. Aquí se las podría dar de ingenioso y hacer el chiste –si no tuviera maldita la gracia– de que algunos (demasiados) de nuestros próceres son todos fieles acólitos de Marx, de Groucho Marx… Ya saben: yo tengo mis principios, pero si no les gustan tengo otros (burdo paragmatismo). Lo que no impide que, en la práctica, muestren una escasa sensibilidad hacia el principio de la laicidad en el sentido profundo de lo que es: una forma racional de mantener las creencias y principios propios conservando siempre una sana dosis de escepticismo que impida que prosperen los fanatismos, no sólo religiosos, sino también políticos. Quiere decirse que lo mismo atenta contra ese principio imprescindible para la convivencia cívica y democrática las idolatrías de lo trascendente propias de las religiones, como las de lo inmanente, sean las que tienen por objeto el libre mercado o las identidades nacionales.
Se pregunta entonces el votante desencantado qué sentido tiene el grotesco espectáculo de las campañas electorales, cuya contemplación le hace plantearse seriamente si no se habrá extinguido hasta el más mínimo hálito de sana vergüenza del alma de nuestros políticos. ¿Para qué se financian turbiamente los partidos y derrochan a manos llenas las subvenciones que reciben del erario público? ¿Para poner en pie esas concentraciones pseudocívicas llamadas mítines, donde los oradores hablan a los asistentes como si fueran oligofrénicos, con el mismo tono de voz que los dignísimos subastadores de pescado no tienen más remedio que adoptar para vender su mercancía en la lonja? ¿Para inundar los espacios públicos con carteles en los que se reproducen rostros mil y una veces vistos en el hipermercado de las pantallas, rostros retocados y adornados con los innumerables afeites del artificio mediático, de modo que comunican de todo menos honestidad? Recursos propagandísticos todos que podían tener sentido hace décadas en sociedades iletradas y carentes de medios de comunicación potentes, pero que en la era de internet han caído en palmaria obsolescencia. ¿Y dónde están los programas de los partidos, dónde sus proyectos explicados al detalle más allá de esas declaraciones de intenciones de trazo grueso que son sus eslóganes?; ¿cuáles son los argumentos con los que los defienden expuestos públicamente al escrutinio de los especialistas neutrales?; ¿para cuándo debates rigurosos y racionales entre los candidatos a salvo de trapacerías y falacias, en lugar de los simulacros televisados de la misma patética naturaleza que esos espectáculos de lucha libre en los que los combatientes gesticulan histriónicamente, aparentan golpearse con gran aparato gimnástico, pero en ningún momento pretenden de verdad hacerse daño? ¿Tienen miedo a exponerse en cualquiera de las ágoras de que dispone nuestra sociedad a las preguntas directas y sin censura que les puedan plantear aquéllos a los que dicen servir? ¿Es que no crece esta democracia? ¿Acaso sufre una de esas enfermedades raras de naturaleza degenerativa que, conforme pasa el tiempo, en vez de ganar en vigor el organismo que la padece, se anquilosa y atrofia aproximándose asintóticamente hasta un estado similar al de las momias? Quizá seamos nosotros, los votantes mismos, el virus que carcome su sistema inmunitario. Es posible que no tengamos el temple preciso para ser implacables con quienes nos defraudan. Puede que nuestra inteligencia se halle ofuscada por el interés particular y cortoplacista, o por la irracional fidelidad al grupo y a su líder, y que nuestro buen juicio haya fenecido a causa de la agresión inmisericorde de las burdas mentiras convertidas en verdad por la machacona repetición mediática. Y así –merced al triunfo implacable de la neolengua de la política institucional que hemos hecho nuestra de forma inconscientemente cómplice– las manifestaciones ciudadanas han devenido en revoluciones, y éstas en actos terroristas, al tiempo que cualquier brote de pensamiento utópico es sinónimo de anatema.
Abrumado por sus reflexiones en cascada el votante desencantado dirige sus pasos hacia el bar más cercano, donde poder anestesiar su conciencia de elector con los espirituosos vapores de cualquier mejunje alcohólico. Apresurado el paso y al volver la última esquina para alcanzar su destino, le para en seco un nuevo dardo aforístico rotulado en la pared: <<vota a nadie; nadie lo hará mejor>>.
Tiene la fuerte tentación el votante desencantado de pensar que hay más probabilidades de hallar destellos de lucidez en las mugrientas fachadas de su ciudad que en muchos foros políticos, en los que la mediocridad impera y todo atisbo de inteligencia es mero espejismo.
José María Agüera Lorente. Catedrático de Filosofía