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En agosto de 2022, Salman Rushdie se preparaba para dar una charla. El connotado escritor tenía que hablar ante numerosas personas. Cuando estaba todavía en los momentos preliminares, un hombre del anfiteatro se levantó y corrió hacia él. Así, con arma blanca en mano, lo agredió, hincándole su afilada hoja en varias ocasiones, lesionándolo seriamente, hasta que otra gente pudo frenar sus embates. Era la consecuencia, bastante tardía, de una condena que fue dictada en contra del referido autor. Pasa que, en 1988, cuando publicó la novela Los versos satánicos, hubo críticas, aun maldiciones, pues un personaje suyo tenía relación con Mahoma. Para los fanáticos del islam, no era una simple ofensa; el narrador debía ser eliminado. Fue lo que dispuso el ayatolá Jomeini, entonces líder espiritual y político de Irán, e intentó concretarse hace dos años.
Por el atentado contra Rushdie, que lo inspiró para escribir un reciente libro, Cuchillo, cuando pensamos en quienes, recurriendo a sus creencias religiosas, justifican la muerte del semejante, solemos evocar imágenes asociadas con el fundamentalismo de corte islámico. Tirar bombas, degollar bebés, secuestrar jóvenes, violarlas: todo tendría el beneplácito de su interpretación del texto sagrado que reivindican. Sin embargo, ese mismo alegato central, vale decir, el del mandato divino, fue responsable de quemar a Giordano Bruno, Thomas More y demás sujetos que osaron discordar con el catolicismo. No importan las contradicciones que se produzcan si, por ejemplo, resaltamos otras dimensiones de su código moral. Aun cuando se hable harto de amor, paz, deseo del más gozoso descanso eterno, es evidente que la violencia no se descarta para los sueños del creyente.
En nuestros días, asesinar por causas religiosas sigue pareciendo válido conforme al criterio de mucha gente. Pero cometeríamos un error si supusiéramos que únicamente ese motivo puede llevar a fulminar al prójimo. Lo destaco porque, con cierto aire de soberbia, alguien podría señalar que el problema se resuelve gracias a las ideas, al racionalismo. Dejando de creer y, por tanto, comenzando a pensar se iniciaría una imparable marcha hacia el progreso. Sin esos impulsos emotivos, sentimentales, peor aún apasionados, en teoría, imperarían las ideas para dicha de una sociedad civilizada. El punto es que, en la Francia de los jacobinos, revolucionarios racionalistas, hubo también sitio para guillotinar a quienes no compartían sus ideas. De manera que, sea por materia o espíritu, intelectualismo u ocultismo, se han encontrado móviles que llevan al aniquilamiento.
Efectivamente, los franceses encarcelaron y mataron al hijo de Luis XVI, un niño que apenas tenía diez años. Nada de igualdad, fraternidad ni, menos aún, aprecio por la reflexión crítica. Lo que había era una ceguera de carácter ideológico. No fue la única vez que se sufrió por ese fenómeno. Los bolcheviques, con su revolución comunista de Rusia, pusieron asimismo en evidencia el peligroso peso del radicalismo. Recurrieron a un discurso que, sin rigor, consideraban científico, siguiendo a Marx, para legitimar incontables atrocidades. Es más, todo el ideario del socialismo, en sus distintas versiones, incluyendo la de Sendero Luminoso, provocó millonarias muertes durante los últimos siglos. Se pretendía forzar al género humano a implementar esa utopía igualitaria. Como sea, con dioses o sin ellos, no desaparece la posibilidad de concebir motivaciones abstractas para liquidar al diferente.
Aunque su rumbo ya lo siento extraño, no me molesta que alguien crea en uno o variados dioses. Nunca sería partidario de quemar templos ni prohibir cultos. Mi reparo se presenta cuando procuran imponer esa creencia, llegándose a convocar al resto de los fieles para terminar con el que tiene otra cosmovisión. Para mí, la libertad de conciencia es básica si aspiramos a tener una convivencia aceptable. Por otro lado, si bien defiendo una ideología en particular, esto es, el liberalismo, no me inquieta que haya pluralismo de doctrinas, siempre y cuando éstas no convoquen a la transformación violenta del mundo. Puedo tomar un café con anarquistas o conservadores, verbigracia, sin que, bajo amenaza de fusilamiento, les exija cambiar su postura. Al final, nunca será inútil la reivindicación del escepticismo, una sensata vía para evitar estos pesares.