Los ataques empujan a miles de personas a campos de desplazados y empeoran lacras como la malnutrición infantil
En la pantalla del móvil aparece la imagen de un niño degollado. “Lo han matado como se mata a los animales”, nos dice Ahmed mientras sostiene el teléfono en la penumbra de la tienda construida con adobe y lonas. El niño yace en el suelo medio cubierto con una manta verde. La parte del cuello seccionada deja a la vista una masa negra con manchas de sangre seca. Aparenta tener entre ocho y diez años. “Mataron a muchos más, incluso a bebés”, añade el hombre, “por eso nos fuimos de Mopti”, una ciudad a unos 600 kilómetros al noreste de Bamako. Cuenta su historia en el campo de desplazados, donde viven más de 1.000 personas, uno de los 12 que hay en los alrededores de la capital maliense. A estos asentamientos siguen llegando sin cesar víctimas del conflicto que desde hace ya más de diez años sufre el país africano.
El más grande de estos campos, a unos 14 kilómetros del centro de Bamako, se alza sobre un basurero. Este acoge a más de 3.700 personas, 650 familias, pero esta cifra va en aumento. “Hace unos días llegaron dos familias más huyendo de la violencia”, explica el coordinador local elegido por los desplazados, que se identifica con su nombre de pila, Bakar. A su alrededor, se erigen cientos de chabolas, de plásticos y palos, asentadas sobre la tierra misma. Es temporada de lluvias y sus habitantes viven y duermen en un barrizal. La paradoja es que este lugar proporciona a estas personas lo que a menudo es su único medio de vida: la basura de la ciudad, que las mujeres desplazadas se dedican a recoger y vender.
“La inmensa mayoría de estos desplazados procede de la región de Mopti, donde son atacados por los grupos yihadistas y por otros grupos, estos de base étnica”, continúa Bakar, sentado en el chamizo que sirve de aula a los niños que viven en el basurero. Mopti, en la encrucijada de caminos que divide el norte y el sur de Malí, era un destino turístico antes de que la violencia ahuyentara a los visitantes. La región de Mopti es hoy la que deplora más ataques terroristas en el país, junto con Gao y Menaka.
En 2022, Malí ha “recuperado su lugar como epicentro de la crisis” en el Sahel, según la ONG ACLED. La lacra del yihadismo en toda la región —y particularmente en Malí— constituye una de las principales amenazas para la seguridad europea. Solo entre el uno de abril y el 30 de junio de 2022, 317 civiles murieron por el conflicto, de acuerdo con la misión de Naciones Unidas en el país (MINUSMA). Los principales responsables de esta violencia son los grupos terroristas asociados al Estado Islámico en el Sahel o Al Qaeda, pero no son los únicos. También las diversas milicias y grupos de autodefensa y los enfrentamientos entre grupos étnicos catalizados por la identificación de algunos de ellos, como los peul, con el yihadismo, han obligado a huir de sus casas a cientos de miles de malienses. En abril, Malí, con 20 millones de habitantes, tenía ya a más de 370.000 desplazados, alertó Naciones Unidas.
Tras dos golpes de Estado militares sucesivos, en 2020 y 2021, a esta multiplicidad de verdugos se han sumado los mercenarios rusos del Grupo Wagner llegados al país de la mano de la junta militar que preside el coronel Assimi Goïta. Estos soldados a sueldo han protagonizado masacres como la de Moura, donde militares malienses y rusos masacraron a más de 300 civiles por la sospecha de que habían colaborado con los grupos terroristas. La presencia en Malí de estos mercenarios considerados el brazo paramilitar del Kremlin y la cercanía del régimen maliense con Moscú han llevado a Francia y la Unión Europea a retirar este verano sendas misiones militares destinadas a apoyar al Ejército del país: la francesa Barkhane y la europea Takuba.
Zona Roja
“Mira el mapa. Solo Bamako está en zona verde, el resto del país es zona roja. No se puede ir”, dice Batian, un consultor que trabaja en temas de seguridad para diversas organizaciones internacionales. Y zanja: “Si vais a Kayes cambiad cada día de hotel y no permanezcáis más de una o dos noches allí”.
El viaje al lugar que merece esta advertencia, la ciudad de Kayes, forma parte de un proyecto del Instituto de Derechos Humanos de Cataluña con la colaboración de la Escuela de Cultura de la Paz, financiado por la Agencia Catalana de Cooperación al Desarrollo (ACCD). La llegada en avión —por carretera ya no es seguro llegar, dice Batian— a la localidad evidencia el contexto al que se refiere el consultor. Una vez se aterriza en la que fuera capital del país, cerca de la frontera con Senegal, se observa a soldados armados con fusiles Kaláshnikov en los accesos a la pista. El piloto no detiene los motores mientras los pasajeros descienden. “Suerte y cuidaos”, dice el personal de vuelo ucranio de la compañía aérea a los dos únicos blancos del vuelo. El 2 de junio, dos trabajadores de Cruz Roja, uno local y el otro holandés, fueron asesinados en un ataque en la región.
El aeropuerto está en medio de la nada, expuesto a un posible ataque como el que, el 22 de julio, tuvo como blanco la base militar de Kati, a 15 kilómetros de la capital. La Katiba Macina, un grupo afiliado a Al Qaeda, atentó ese día con dos coches bomba en el acuartelamiento donde reside el presidente de Malí; o el de los 42 soldados malienses que perecieron en otro atentado en Tessit el ocho de agosto.
Los incidentes son constantes y cada vez más próximos. En Kayes, solo se pueden visitar los proyectos de cooperación situados en la urbe. Las autoridades no permiten a los visitantes salir de los límites de la ciudad. Dos de estos proyectos los gestiona la ONG Acción contra el Hambre y su fin es luchar contra la malnutrición. Esa lacra, ya antes crónica en Malí, se ha extendido al amparo de la violencia.
Los proyectos de la ONG tienen como sede un centro de salud y un ala del hospital Fousseyni Daou. Ambos ofrecen la misma estampa de mujeres con niños que aguardan que los sanitarios evalúen si están malnutridos y les pongan tratamiento. Algunos tienen el pelo y la piel amarillentos. La doctora Sira, a cargo de uno de estos proyectos —que también declina revelar su nombre completo— explica que la causa es la malnutrición.
Unicef calcula que el 27,1% de los niños menores de 5 años en Malí, 1,2 millones, sufre inseguridad alimentaria. De ellos, 300.000 están gravemente malnutridos. El 34,3 % de la mortalidad infantil de menores de cinco años en el país se asocia con la malnutrición, pero, quienes sobreviven, afrontan un futuro incierto por la huella que deja una alimentación deficiente en la infancia. La primera, el retraso en el crecimiento, no solo físico sino también del desarrollo cognitivo. Si no se tratan a tiempo, estas secuelas pueden ser irreversibles.
El conflicto en Malí ha hecho mucho más difícil la lucha contra la escasez de alimentos y la pobreza extrema que sufre el 42,7% de la población del país. La malnutrición tiene también mucho que ver con la carencia de agua potable, las pésimas condiciones higiénicas para preparar la comida de los niños y la alta prevalencia de enfermedades cuyo pronóstico es peor en menores de corta edad, como la malaria, la diarrea, el sarampión y las infecciones respiratorias.
“Hay un problema de acceso [a los alimentos] y de conocimiento; el primero, marcado por la situación de seguridad, el segundo, por falta de unos buenos hábitos higiénicos”, lamenta el doctor Samud, responsable nutricional de las autoridades en la región. Y concluye: “la solución es concienciar a la población, pero para ello hay que garantizar su seguridad”.