Mientras Mali favorece el cultivo del algodón para nutrir un flujo de exportación fundamental para las arcas del país, los agricultores se enfrentan al endeudamiento y la inseguridad alimentaria.
Drissa camina enfurruñado entre sus campos de algodón. Hoy ha vuelto a discutir con otro de sus hermanos sobre qué deberían plantar el año que viene en cuatro de las seis hectáreas de cultivo que poseen al sur de Mali, en la región de Sikasso. Es otro año más donde los tres hermanos no se ponen de acuerdo. Finalmente saldrá lo que Drissa decida porque él es el hermano mayor y, desde la muerte de su padre a causa de un cáncer de próstata, también es el jefe de la familia. Y su palabra es la ley. Pero los hermanos discuten la ley aunque la tradición no lo vea con buenos ojos porque “la juventud de hoy es ambiciosa”, en opinión de Drissa, “y ya no saben contentarse con lo que Dios les ha dado”. Mientras caminamos, nos entretenemos estudiando la cosecha de este año y acariciamos las flores amarillentas que comienzan a brotar, antes de que muten y se conviertan en la codiciada sustancia por la que Drissa y sus hermanos riñen cada año.
En Mali existe un jugoso negocio relacionado con el cultivo y la venta de algodón (el país exporta unos 50 millones de dólares anuales a China, India, Tailandia e Indonesia), mientras los órganos del Estado, a sabiendas del beneficio que les reporta, ofrecen aparentes facilidades a los agricultores para que escojan sembrar algodón en lugar de otros cultivos. Es por eso por lo que el algodón es el único producto que se paga por adelantado a los agricultores de Mali; si un poblado de Sikasso garantiza a la compañía textil maliense conocida como CMDT que el año que entra será capaz de cosechar un número determinado de toneladas, la CMDT adelanta el pago como prueba de confianza a la garantía del poblado. Se establece una deuda. Pero —y es un pero importante— el agricultor no tiene que preocuparse de devolver el crédito hasta que termine la cosecha.
Si consigue el algodón comprometido, todo habrá salido tal y como Drissa planeaba: con el crédito que le concede la CMDT (de propiedad estatal), podrá además comprar maíz y cacahuetes para cultivar en el resto de sus tierras, podrá comprar arroz para alimentar a sus hijos y sobrinos, quizás incluso sea capaz de regatear una cabra nueva con su vecino… es evidente que Drissa prefiere plantar algodón porque así alivia su maltrecha economía y obtiene los medios para superar un año más, antes de volver a sentarse a discutir con sus hermanos.
En Mali existe un jugoso negocio relacionado con el cultivo y la venta de algodón. Los órganos del Estado, a sabiendas del beneficio que les reporta, ofrecen aparentes facilidades a los agricultores para que escojan sembrar algodón en lugar de otros cultivos
En este marco, el motivo que lleva a cultivar algodón a muchos cabeza de familia, es la posibilidad de sobrevivir un año más. Aunque el algodón no se come, está claro. El maíz, el arroz, la leche y los cacahuetes constituyen los principales alimentos, en la región de Sikasso, mientras, es común que la carne se consuma en determinados momentos: se come carne de pollo, cuando estos están suficientemente crecidos, carne de cabrita o cordero en algunas celebraciones religiosas o eventos familiares, y carne de vaca o de carnero en los acontecimientos religiosos más importantes, en especial cuando se realiza un sacrificio con estos últimos animales. Tener carne suficiente para los sacrificios y para abastecer al hogar, es una fuente de respeto necesaria para las familias.
La familia de Drissa tiene algunos animales pero, según asegura él mismo “una familia que tenga carne no significa que sea rica”. No solo porque depende de la calidad de esa carne y de que no esté enferma. Su propia familia tiene gallinas desde que su padre las compró hace quince años, cuando los tiempos eran mejores, los hijos solo han sido lo suficientemente previsores como para agarrarse a ellas y exprimirlas de la manera adecuada. Y lo mismo pasa con las tres cabritas que tienen, una de ellas enferma, y dos ovejas viejas que estaban embarazadas por segunda vez en lo que va de año.
Siete u ocho patos zanquean entre las chozas, menos una pata que permanece atada a una pequeña estaca porque tiene patitos. Impulsados por su naturaleza irremediable, los patitos no se separan nunca de la madre atada y permanecen así atados sin necesidad de cuerdas. “Carne fácil”, dice Foussi, el hermano más joven, cuando me encuentra mirando con curiosidad el mecanismo que utilizan para controlarlos. Y añade: “no como el algodón”. Es Foussi quien me explica que otro problema que encuentran al algodón es que no lo pueden comer, y, en su opinión, cuando se planta algo en la tierra propia tiene que ser comestible en previsión de malos tiempos. El mismo Drissa ha mencionado que les gustaría un poco más de carne para cumplir más holgadamente con los sacrificios, pero no quiere oír hablar de buscar la comida en los campos. “En los campos uno o busca comida o dinero, y el que sólo busca comida acaba quedándose sin dinero”, afirma Drissa.
¿Y qué ocurre cuando un poblado garantiza a la CMDT una cosecha que luego, a causa de, por ejemplo, las escasas lluvias de ese año, no consigue? ¿Cómo pagan de vuelta el crédito que recibieron si no les alcanza con el algodón? Es en este momento que sale a la luz otra de las reticencias de los hermanos. Y es el propio Drissa quién lo explica a regañadientes, como molesto por dar voz a sus irrespetuosos parientes: “En los pocos años donde no puedes devolver el crédito, que también son pocos, ya te digo, la CMDT cuenta a su disposición con unos jóvenes que convocan al jefe del pueblo y le obligan a mediar entre ellos y el poblado qué precio van a pagar por el crédito vencido, que suele cobrarse en especie”. Si tienes ovejas, negocian unas condiciones con el jefe del poblado y te las quitan. Si tienes maíz guardado para cultivar al año siguiente y librarte así de las cadenas del algodón, se lo llevan. Si tienes cacahuetes, flores de hibisco, patatas, todo se lo arrebatan hasta que devuelvan el crédito. Nadie en el poblado de Drissa quiere vivir una situación así porque nadie controla realmente el valor de lo que negocian los “jóvenes” de CMDT con el jefe, que buenamente puede superar el montante del crédito recibido. La vulnerabilidad que produce el algodón es evidente.
Otra de las críticas que profieren los hermanos está relacionada con el dinero que cobran por el algodón. E incluso Drissa debe darles la razón en esto. El kilo de algodón (que comenzó a pagarse a unos 100 francos CFA en 1993) se paga hoy al agricultor maliense por 200-250 francos CFA, lo cual equivaldría a poco más de 30 céntimos el kilo. Esto significa que una familia tendría que recoger diez kilos de algodón (¡diez kilos de suave y liviano algodón!) para ganar tres euros. Y Drissa reconoce que “recoger el algodón es algo muy duro y doloroso para las manos y para la espalda, pero recoger cincuenta kilos en una jornada es todavía más duro”. Cuando llega el momento de cosechar, pone a toda su familia a trabajar, incluso a los más pequeños, ansiosos como están por completar la tarea y cerciorarse de que podrán devolver el crédito.
La familia de Drissa recogió el año pasado cuatro toneladas de algodón que les reportaron 1.200 euros para el resto del año. Esto significa que toda la familia (14 personas) tuvo que sobrevivir durante un año entero con 1.200 euros
La familia de Drissa recogió el año pasado cuatro toneladas de algodón que les reportaron 1.200 euros para el resto del año. Esto significa que toda la familia (tres hermanos, sus tres esposas y un total de siete niños) tuvo que sobrevivir durante un año entero con 1.200 euros, el maíz y los cacahuetes que plantaron en las dos hectáreas que no eran para vender y la carne mencionada más arriba. Es decir, y en palabras del propio Drissa: sobrevivieron con una miseria. El resto del año lo cubrieron arando los campos de otros y buscando trabajos de día. Y sin embargo, para perplejidad de muchos agricultores malienses, la CMDT se embolsa 3.500 francos CFA (unos 5 euros) por cada kilo de algodón que venden a las textiles internacionales. Así, la CMDT ingresó el año pasado 21.300 euros sólo gracias al algodón de la familia de Drissa.
Teniendo en cuenta que una camiseta estándar de algodón de Zara cuesta 20 euros y que está fabricada con 100 gramos del producto, descubrimos que Zara gana 200 euros por cada kilo de algodón. El algodón salta entre intermediarios sin perder su palidez, multiplicando su precio a cotas vertiginosas que van desde los 30 céntimos de Drissa a los 200 euros de Zara, pasando por los 5 euros paupérrimos de la CMDT y los previsibles gastos de manufactura y envío. En definitiva, las cuatro toneladas de algodón de la familia de Drissa se venderán al consumidor final por un precio mínimo de 800.000 euros. Drissa no lo sabe pero nació tocándole la lotería.
Sus hermanos insisten en convencerle de que plante maíz, un producto mucho más fácil de cultivar gracias al fértil terreno que poseen, y que además se vende a 450 francos CFA el kilo. Si cultivasen maíz no tendrían que recurrir a las deudas, ni temerían cada año que los jóvenes de la CMDT fueran a por su crédito. El maíz se vende caro, eso es todo lo que le dicen. Pero Drissa se niega.
¿Por qué? Él asegura que nunca podrían plantar tanto maíz como para venderlo, ganar el dinero suficiente con que mantenerse durante un año y además guardar una generosa reserva que les permita cultivarlo de nuevo. Cambiar la cosecha necesitaría de dos tandas de siembra (o más) para ser productiva y hacerles ganar dinero, y Drissa está convencido de que la familia no tendría dinero para aguantar ese tiempo. Si plantasen maíz, tendrían que vender igualmente toda la cosecha para sobrevivir y esto les llevaría de vuelta al algodón al año siguiente.
Es la odiosa pescadilla que se muerde la cola. Sin dinero, en la familia no pueden plantar maíz, pero, paradoja, sin maíz nunca podrán ganar dinero. Entonces plantan algodón y siguen sin dinero. Drissa tiene casi cincuenta años y acepta su destino sin pataletas.
Hay un cuarto hermano del que apenas se habla en casa, que es el penúltimo contando por abajo. Por lo que dicen estos de él, tiene pinta de que era un hombre joven, robusto y apasionado, un recuerdo bello que hace varios años que se marchó del poblado. Drissa asegura que se marchó en 2018, pero otro de sus hermanos le discute que fue en 2017. Cuesta que me hablen de él. Hasta que no llevamos varios días recorriendo los cultivos y discutiendo precios y posibilidades, Drissa no se atreve a contarme el mayor daño que ha provocado el cultivo de algodón a su familia.
Fue a su hermano. Aunque no era el mayor de los cuatro, ni el segundo mayor, siempre fue el que tenía más confianza con Drissa y el que menos reparos ponía a la hora de plantarle cara en lo relacionado con el algodón, o con cualquier conflicto que pudiera surgir. En 2017 o 2018 discutieron sobre el algodón por enésima vez y el tercer hermano, Mohammed, el desaparecido, decidió saltarse todas las normas de la familia y salir del poblado en busca de otro negocio que le reportara el dinero que pensaba que merecía. Todos en Mali saben que el yihadismo es hoy una fuente de ingresos muy tentadora a raíz del tráfico de drogas y personas y de los beneficios que pueden obtenerse gracias a los rescates de los secuestros, como lo sabía Mohammed. El rescate de un europeo oscila entre los tres y los seis millones de euros en Mali, donde un europeo despistado sale mucho más rentable que cuatro duras toneladas de algodón.
En Mali el yihadismo es hoy una fuente de ingresos muy tentadora a raíz del tráfico de drogas y personas y de los beneficios que pueden obtenerse gracias a los rescates de los secuestros
Mohammed nació agricultor de algodón pero hoy es yihadista. Sus hermanos me juran que no es una mala persona, ni un fundamentalista religioso. Pero su arado es un Kalashnikov y, aunque sigue siendo blanca como el algodón, la cocaína que ayuda a transportar en dirección a Mali desde Burkina Faso (o desde Mali hacia Argelia, en los detalles dudan) con el JNIM, el Grupo de Apoyo al Islam y a los Musulmanes, paga infinitamente mejor que los abusos de la CMDT.
De esta forma se crea un yihadista en este rincón del mundo. Basta con investigar algo tan inocente y tan terrible como el cultivo de algodón. Mohammed es el hijo pródigo que no regresó antes de que muriera el padre, un hermano perdido que se suma a tantos otros malienses, burkineses y nigerinos que acuden a métodos de financiación más generosos y, por qué no decirlo: injustos para otros que no sean él.
Cierro con el testimonio temperamental de Abdou, otro de los hermanos de Drissa:
“¡Es un crimen, ya te lo he dicho, un crimen! ¡Doscientos francos por un kilo de algodón! ¿Y tú sabes lo que se tarda en recoger diez kilos de algodón? ¡Un crimen, ya te lo he dicho!”