‘Frente al papa sobrado de arrogancia fundamentalista, debemos seguir el ejemplo de personas como Luis Montes, ese gran defensor de la muerte digna’
Luis Montes Mieza, el admirable médico que durante nueve años presidió la asociación Derecho a Morir Dignamente (DMD), murió el 19 de abril de 2018. Me lo puedo imaginar el día anterior escandalizándose, aunque no sorprendiéndose, al saber que el papa Francisco acababa de declarar, ante un doloroso caso relacionado con la eutanasia, que “El único dueño de la vida, desde el inicio hasta el fin natural, es Dios». Por ser el Creador, es Él quien debe decidir, entre otras cosas, el final de nuestros días.
El papa negaba, con esta simple frase (con esta frase simple), nada menos que el derecho humano a decidir sobre la propia vida y la propia muerte. Decir que Dios es el dueño de la vida de todos los humanos (creyentes o no en él) es una atrocidad, es la madre de todas las indignidades. Negar que seamos dueños de nuestra vida es negar nuestra autonomía moral y, por tanto –siguiendo a Kant– pisotear el fundamento de nuestra dignidad humana. Según la religión católica, ese Dios-Puto Amo quiere que con nuestras vidas cumplamos su Santa Voluntad (adecuadamente interpretada por el papa y el resto de la Iglesia), y condena especialmente (y si es posible, castiga con crueldad, clérigos mediante) que las personas hagan un uso libre, acaso poco santo, de sus cuerpos. De ahí la oposición católica al matrimonio homosexual, al uso de preservativos, al aborto, etc.
Me temo que ese papel de Dios-Dictador, unido al de Dios-Hacedor del universo, según el cual nada ocurre en la naturaleza sin su consentimiento o su Voluntad activa, lo debe colocar, a los ojos de los creyentes más lúcidos, en situaciones comprometidas. Deben aceptar que un suicidio es inadmisible porque ofende a Dios, mientras que Este consiente (o quiere) tantas catástrofes naturales con víctimas mortales. Que un aborto voluntario (de voluntad humana) es un crimen abominable porque se opone a la Voluntad de Dios, mientras que Este provoca o da el visto bueno cada año a decenas de millones de abortos espontáneos, que suceden porque Dios –cual Megacriminal Abominable o Supremo Verdugo Prenatal– quiere, a menudo contra la voluntad humana. Que no hay que usar condones aunque eso produzca incontables muertes y sufrimientos por el sida, pues parece que a Dios le place que, cuando follemos, lo hagamos a pelo (y en modo hetero), porque le jode que jodamos por gusto, sin posibilidad de generar más y más vidas humanas que domeñar.
Todo esto no es nada nuevo, pues ya el Dios bíblico aparece como un ser sanguinario, misógino, caprichoso, execrable: lo que se dice un Perlas. Confieso que yo (por cierto, bautizado de bebé por la Iglesia católica), de creer en la existencia de Dios, dejaría de ser ateo para convertirme en… antiteo.
Aunque el Dios-Gran Jefe, su corte y sus hazañas (léase, a menudo, faenas) sean insostenibles intelectualmente, e ignominiosos, que cada cual crea y adore lo que se le antoje, faltaría más. Lo que no debe admitirse es la pretensión de imponer las creencias religiosas o sus infames derivaciones (leyes contra las libertades individuales, privilegios económicos y de todo tipo a las iglesias…) al conjunto de la población, ni el abuso mental –y a veces físico– que supone el adoctrinamiento religioso (vale decir, anticientífico y en buena parte inmoral) de la infancia. Tampoco puede aceptarse, por cierto, que se castigue a quien trine contra Dios-Trino y su doctrina, o a quien blasfeme libremente contra el Dios-Capo y lo que lo rodea: ¡qué menos!, en una sociedad sana, rica en insumisos (incluidos los coños). O a quien se ría de las creencias religiosas; ya saben lo que dijo aquel: “si no quieres que me ría de tus creencias, no tengas creencias tan graciosas”.
Lo que merece respeto no son las creencias, sino el derecho de los creyentes a sostenerlas y proclamarlas. Quienes no tienen este derecho son las autoridades y cargos públicos en el desempeño de sus funciones: esos alcaldes procesionarios, jueces lamecirios, policías adorafantasmas, militares trepaaltares y reyes de capirote.
Frente a estas autoridades escasas de autoridad moral (y de luces racionalistas), y frente al papa sobrado de arrogancia fundamentalista, debemos seguir el ejemplo de personas como Luis Montes, ese gran defensor de la muerte digna como final de una vida no menos digna, una vida y una muerte sin Amo ni amo ajeno. Creo que él aprobaría esta corrección radical a la atroz sentencia del papa: “La única dueña de la vida de cada persona, incluido su final, debe ser la propia persona”.
Juan Antonio Aguilera Mochón
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