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Fragmento de la portada del número extraordinario de «Las Dominicales» sobre la persecución a Rosario de Acuña.

Luchando por la libertad de conciencia

​Descargo de responsabilidad

Esta publicación expresa la posición de su autor o del medio del que la recolectamos, sin que suponga que el Observatorio del Laicismo o Europa Laica compartan lo expresado en la misma. Europa Laica expresa sus posiciones a través de sus:

El Observatorio recoge toda la documentación que detecta relacionada con el laicismo, independientemente de la posición o puntos de vista que refleje. Es parte de nuestra labor observar todos los debates y lo que se defiende por las diferentes partes que intervengan en los mismos.

Desde 1884 a 1891 hizo una activa campaña desde las páginas del semanario «Las Dominicales del librepensamiento»

Aprovechando el nuevo escenario que se abre para la prensa tras la llegada al poder del Partido Liberal de Sagasta, el primer domingo de febrero de 1883 salió a la calle «Las Dominicales del Librepensamiento», un semanario que tenía por bandera la defensa de la libertad de conciencia y que terminó por aglutinar a buena parte de quienes en España se oponían al pensamiento único, al clericalismo reinante. Después de varios meses de haberse convertido en lectora habitual de aquellas hojas que cada semana analizaba con sumo interés y atención, Rosario de Acuña decide involucrarse activamente en el proyecto:

«¡Defender la libertad de pensamiento sin contar con la mujer! ¡Regenerar la sociedad y afirmar las conquistas de los siglos sin contar con la mujer! ¡Imposible! […] Ni por lo que soy, ni por lo que deseo, pretendo usurpar misiones: […] yo me contentaré con combatir a los enemigos, sean los que fueren, del hogar, de la virtud femenina, de la ilustración de la mujer, de la dignificación de la compañera del hombre.»

Inició la que bien pudiéramos denominar «campaña de Las Dominicales» a finales del ochenta y cuatro, cuando el periódico publica su carta de adhesión, y la dio por finalizada en 1891, cumpliendo así un deseo previamente anunciado de «retirarse del trabajo activo de la inteligencia» a «la crítica edad de cuarenta». Esa debió de ser la razón que la llevó a preparar por entonces su última batalla: «El padre Juan», un drama al servicio de la propaganda librepensadora, cuyo estreno tuvo lugar meses después de que su autora hubiera cumplido la cuarta década de su vida. Tras los coletazos del escándalo que se produce cuando la autoridad gubernativa suspende la representación de la obra, su firma prácticamente desaparece del semanario.

A lo largo de estos siete años Rosario se entrega a la tarea de combatir a los enemigos de la ilustración de la mujer, de la dignificación de la compañera del hombre, y el semanario se convierte en el instrumento más eficaz de la campaña. Sus escritos, que son recibidos con entusiasmo por quienes, de una u otra forma, se oponen al imperio del pensamiento único, aportan ilusión y fecundo sustrato ideológico a los suyos. Su palabra es seguida con expectación por un creciente número de mujeres, como bien prueban las adhesiones y cartas de agradecimiento que fueron publicadas en el periódico.

Proceden de los lugares más diversos, pues su voz se desparrama por la geografía patria alcanzando localidades pequeñas y recónditos rincones; en cualquier lugar donde se encuentre un corresponsal de «Las Dominicales», hasta allí llegarán sus palabras, su testimonio, las noticias de su lucha, la última hora de su campaña… En las páginas del semanario aparecerá todo cuanto con ella tenga que ver: las colaboraciones que envía a sus directores, las conferencias que pronuncia, los escritos que se publican en otros periódicos, las noticias de sus viajes, las reacciones que provoca su presencia en los lugares que visita, las persecuciones, los insultos, las denuncias…

A la hora de buscar posibles aliadas en aquel desigual enfrentamiento, eran escasas las opciones, pues apenas unas pocas habían conseguido desembarazarse del férreo control clerical y solo algunas habían logrado fraguar algún tipo de colaboración entre ellas. Tal era el caso del movimiento espiritista que se había formado en torno al semanario La Luz del Porvenir, fundado por Amalia Domingo Soler en 1879. Escrito por mujeres y dirigido a las mujeres, sus páginas estuvieron siempre abiertas a cuanto tuviera que ver con la defensa de los derechos de la mujer, el librepensamiento y el laicismo. Desde los inicios de su campaña, Rosario encontró en aquel círculo un fiel aliado y la revista se convirtió en altavoz de su palabra, reproduciendo con prontitud los escritos publicados en «Las Dominicales». No obstante, había otro grupo que para su empeño tenía un mayor valor estratégico: la masonería, institución que vivía por entonces una etapa de apertura a la presencia de la mujer, con logias integradas exclusivamente por mujeres (las llamadas «logias de adopción») o con logias mixtas, con los mismos títulos, ritos y derechos que el hombre. Aquel parece ser un sólido bastión estratégico. Tras su ceremonia de iniciación en la logia alicantina Constante Alona que tuvo lugar en febrero de 1886, Rosario participa en actos institucionales de la masonería, al tiempo que mantiene contactos con algunos de sus más destacados representantes.

Fragmento de la portada del número extraordinario de «Las Dominicales» sobre la persecución a Rosario de Acuña.
Fragmento de la portada del número extraordinario de «Las Dominicales» sobre la persecución a Rosario de Acuña.

Acostumbrada a recorrer el suelo patrio a lomos de un caballo, las expediciones que realizó durante aquella campaña debieron de resultar muy útiles a sus propósitos, en tanto en cuanto le permitían conocer de primera mano los efectos que surtían las batallas que entablaba, al tiempo que ponía en evidencia las secuelas del fanatismo que se encontraba a su paso. Gracias a las comunicaciones que envió al semanario, conocemos con cierto detalle la que realizó en 1887 por León, Asturias y Galicia. Su llegada a las localidades que visita no pasa desapercibida para nadie: quienes ansían el triunfo de la libertad de conciencia, la agasajan; quienes la ven como una atea, una enemiga de la religión católica («la única de la Nación española»), la rechazan, la insultan, la amenazan, la denuncian. Ejemplos de este dispar recibimiento –evidencia de los efectos de su campaña– los encontramos en algunos de sus escritos de entonces, como en «Mis últimas jornadas» donde nos da cuenta de las peripecias que le acontecen por tierras orensanas (un jinete la persigue, es vigilada por una pareja de la Guardia Civil, hay una denuncia contra ella, es interrogada por el juez de primera instancia de Barco de Valdeorras…). El eco de sus escritos, el rumor de su campaña de «Las Dominicales», ha llegado a aquellas tierras y su presencia, ciertamente, no pasa desapercibida.

Puesto que tan solo contaba con su palabra como única arma, no desaprovecha tribuna propicia para intentar romper las ataduras que someten a la mujer. El Fomento de las Artes, una «sociedad de artesanos, artistas, industriales y de todos aquellos que puedan contribuir a la emancipación de las clases trabajadoras», era en los años ochenta un activo centro de educación popular. Allí pronuncia Rosario en 1888 dos conferencias, las dos centradas en la llamada «cuestión de la mujer»: en enero, la que lleva por título «Los convencionalismos»; tres meses después, la titulada «Consecuencias de la degeneración femenina».

Aunque las dos tuvieron el mismo tratamiento por parte de los directores del semanario (publicaron el contenido íntegro de las mismas en dos números extraordinarios), la segunda fue la que alcanzó una mayor repercusión, pues hubo algunos periódicos que se mostraron un tanto airados. La Unión Católica trata a la conferenciante como una enferma: » ¡Qué difícil y qué triste es tener que ocuparse en los delirios y en las producciones patológicas de una mujer!». Lo que sigue es del mismo tenor: tacha de pornográfica parte de la conferencia y pone en duda el estado intelectual y moral de la conferenciante. El asunto terminará en los juzgados.

Persecuciones, insultos, querellas, problemas con la correspondencia que no siempre llega a su destino (en otras ocasiones lo hace con evidentes señales de registro)… El primero de noviembre de 1890 cumplirá cuarenta años, «la crítica edad de los cuarenta», el momento elegido para «retirarse del trabajo activo de la inteligencia», ocasión propicia para preparar algo especial, su despedida. Nada mejor para una dramaturga como ella que utilizar el escenario teatral para oponer la luz del librepensamiento contra la oscuridad del clericalismo; al joven Ramón de Monforte (rico, republicano y librepensador) contra el viejo padre Juan (un sombrío franciscano que domina las conciencias del pueblo y responsable último del asesinato del idealista y desinteresado protagonista): el teatro al servicio de la apología de la libertad de conciencia. Tras no pocos esfuerzos, el viernes 3 de abril de 1891 se alza el telón del madrileño teatro Alhambra para presentar en sociedad «El padre Juan», drama en tres actos y en prosa. A la mañana siguiente el gobernador de Madrid suspendía las representaciones de la obra. La batalla se salda con sombras y luces: descalabro económico (ella había corrido con todos los gastos de producción, alquiler del teatro, vestuario, decorados…) y reconfortante cierre de filas en torno a su persona por parte de quienes ansían una patria libre del pesado yugo de la superstición y el fanatismo.

Aquella fue la última batalla de la campaña de «Las Dominicales». Tras recuperarse de unas fiebres palúdicas que la llevaron al borde de la muerte, busca un lugar cerca del océano en el cual iniciar una nueva etapa en su vida. Unos años más tarde de aquel estreno en el teatro Alhambra la encontramos en una pequeña localidad de Cantabria, en las proximidades del mar, regentando una granja avícola. Tiempo después elegirá un apartado lugar del litoral gijonés para pasar los últimos años de su vida.

Por mucho que ansiara alejarse del ajetreo urbano, por mucho que quisiera disfrutar de la Naturaleza, nada de lo que pasaba a su alrededor le era indiferente y sus entrañas se revolvían ante las injusticias, ante el sufrimiento de los más desfavorecidos. Por mucho que se alejara del campo de batalla, la suya fue la vida de una luchadora, cierto es, pero solo en una ocasión decidió enfundar la armadura; tan solo en una ocasión quiso voluntariamente acudir al «campo de glorioso combate» para luchar contra el oscurantismo reinante, responsable de que buena parte de sus semejantes penaran en brazos de la miseria: ese fue el tiempo de la «campaña de Las Dominicales».

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