La comunidad hebrea marroquí se ha visto reducida progresivamente y solo cuenta con unos 5.000 miembros La práctica de la religión topa con muchas dificultades
El éxodo de la población judía marroquí se siente en el barrio de Mellah, en Marraquech. Se levantó hace 500 años para reagrupar a esta comunidad y aislarla de los musulmanes con el fin de evitar conflictos. La judería sigue hoy en pie, y los comercios son los mismos, aunque mucho más deteriorados y sin apenas hebreos. Pocos se acuerdan de Moualy Abdallah Al-Ghalib Billan, quien mandó construir esta pequeña ciudad –tras la expulsión de los judíos de España– rodeada de una imponente muralla con solo dos puertas de acceso.
Mellah parece haberse estancado en el tiempo. Estrechas callejuelas sin asfaltar sobre las que hay que caminar sin levantar la vista del suelo por los inesperados agujeros. Los edificios son altos, pintados en colores cálidos, y las paredes, la mayoría descascarilladas, dan la apariencia de un viejo barrio histórico que nunca ha sido renovado. Está literalmente abandonado comparado con la cuidada Medina de Marraquech. Solo hay que ver las montañas de basura acumuladas en las faldas de las casas y cerca de las alcantarillas donde merodean felices los gatos.
«Cuando era niño, al caer la noche los soldados marroquíes cerraban las puertas de este barrio para no mezclarnos con los musulmanes», recuerda Halioua Mouchi. Sentado en su pequeño comercio de tejidos, prepara la especia para el té. Declina hablar del pasado y casi del presente. El conflicto de Oriente Próximo tiene consecuencias sociales para los judíos de cualquier parte del mundo. «Paz y paz, eso es lo que queremos. Siempre he convivido con los musulmanes con respeto, pero lo que está pasando en Israel crea tensión entre nosotros», se lamenta Mouchi, comerciante desde que era un niño, siguiendo la estela de su familia. Ahora tiene 51 años, y desde la partida de gran parte de la población judía de Marruecos tras la creación del Estado de Israel en 1948, la práctica de su religión y sus costumbres se lleva a cabo con dificultad.
La sinagoga de Mellah no tiene rabino para los 150 judíos que aún permanecen en este barrio y sus alrededores. «Nunca salimos fuera a comer porque nosotros solo podemos tomar lo que lleve etiqueta kósher», explica la esposa de Mouchi, Esther Pérez.
Kósher significa apto o puro en hebreo; ningún producto puede ser ingerido si no está garantizado que respeta los preceptos religiosos del judaísmo. Peréz ha tenido que enviar a sus hijos a una universidad europea, en una residencia judía, para que la práctica de la religión no se vea resentida. Sin embargo, reconoce cierta impureza en su ropa. Lleva pantalones, una camisa estrecha y el pelo descubierto. «Las mujeres hebreas están obligadas a llevar faldas por debajo de las rodillas y una especie de peluca», comenta entre risas.
Las cifras
La familia Mouchi, pese a la presión sionista, nunca tuvo la intención de instalarse en Jerusalén. «Solo vamos de vacaciones», explica. Según David Toledano, secretario general de la comunidad hebrea de Rabat, «antes de los años 40, la población judía marroquí era de 280.000. Después de la creación del Estado de Israel, más de 90.000 se marcharon a la tierra prometida por la Torá; la segunda ola se produjo con la independencia de Marruecos en 1956». Ahora quedan unos 5.000 judíos.
Tres tenderetes más abajo, se alza otro comercio de tejidos que desde hace 40 años regenta Hananya Azoulay. Lleva la kipá (un pequeño gorro) y su mujer, Esther, también ortodoxa, luce falda larga y una peluca que le cubre el pelo. «Somos pocos, apenas quedan comerciantes, la mayoría están retirados o se han ido de Marruecos. Los que ves aquí son todos musulmanes», comenta Esther, que prefiere no dar el apellido. Se queda con la vista puesta sobre el cuaderno y decide no continuar con la entrevista. Por miedo. Sus hijos acaban de marcharse a Europa y EEUU para enseñar el hebreo en las escuelas. Son los últimos judíos emigrados.