El multiculturalismo, hoy tan en boga, se presta en ciertos casos a peligrosos malentendidos. Malentendidos que pueden legitimar violaciones a los derechos humanos, o también el avasallamiento de la laicidad.
¿En qué casos? Cuando los valores fundantes de la convivencia pluralista y la civilidad democrática son arrojados a la trituradora del relativismo cognitivo y moral, cuando las libertades fundamentales son rebajadas al estatus de meros constructos ideológicos de la cultura occidental moderna.
Un multiculturalismo a ultranza, llevado hasta sus últimas consecuencias lógicas, supone irremediablemente la claudicación de la ética humanista y del pluralismo democrático. Si el multiculturalismo consiste en respetar el derecho de las minorías étnicas de un Estado a conservar –por ejemplo– su idioma, su arquitectura y ornamentación, sus atuendos, sus artes plásticas, sus artesanías, su música y sus danzas, sus tradiciones orales y su gastronomía, bienvenido sea. ¿Pero qué sucede cuando en nombre de determinadas creencias socialmente aceptadas (nazismo, yihad, sionismo, manifest destiny, etcétera) se violan los derechos humanos más elementales? Pienso en la Shoá, en el genocidio armenio, en la destrucción de Hiroshima y Nagasaki con bombas atómicas, en la Masacre de Nanking, en los gulags de la Rusia estalinista, en la política belicista y segregacionista de Israel contra el pueblo palestino, en la lapidación y la hiyab islámicas, en la ablación del clítoris en África central, en la prohibición de enseñar la teoría de la evolución en algunos lugares de EEUU, en los testigos de Jehová que se rehúsan terminantemente a que sus hijos reciban transfusiones de sangre aun cuando está en juego su vida, en las niñas de China que son obligadas a tener pies de loto, etcétera.
Ciertas variantes extremas del multiculturalismo entran en contradicción inexorable y ostensiblemente con el ideario humanista y universalista del laicismo. Puede que en estos tiempos posmodernos suene políticamente incorrecto decirlo, pero creo que hay que decirlo. El concepto de multiculturalismo debe ser problematizado, porque su absolutización entraña peligros enormes para la convivencia humana pacífica y fraterna. Hay que bregar por una ética universalista centrada en los derechos humanos, por más que a algunos les parezca que esa pretensión es una trampa eurocéntrica. Si los dogmas religiosos prevalecen sobre el humanismo laico, si el fanatismo ahoga al librepensamiento, el panorama a futuro de la humanidad será harto complicado.
Insisto: aunque en este siglo XXI suene antipático, hay que señalar sin pelos en la lengua que, si la lógica del multiculturalismo es llevada hasta sus últimas consecuencias (aceptación acrítica de todas y cada una de las manifestaciones culturales que existen en el mundo, sin ningún criterio metaétnico de discernimiento racional, a contramano de los ideales éticos universales del humanismo secular), muchas violaciones de derechos humanos quedarían avaladas, ya que esas violaciones se inscriben en antiguas culturas que las dotan profusamente de significación y sentido, y que las vuelven, no sólo legítimas sino incluso necesarias y obligatorias. El racismo blanco en el Sur de EEUU y en las comunidades bóers de Sudáfrica tiene profundas raíces histórico-culturales en el mito bíblico de la maldición de Caín; el antisemitismo abreva en un manantial lleno de antiguas creencias pseudo justificatorias (el estigma neotestamentario del “deicidio”, los libelos de sangre, los apócrifos “Protocolos de los sabios de Sión”, etcétera).
Si nos remontamos atrás en el tiempo, constatamos lo mismo: la Inquisición española torturó y ejecutó a un sinnúmero de herejes en nombre de sofisticadísimas razones teológicas; en Mesoamérica, los aztecas sacrificaban miles de vidas humanas al año movilizados por su compleja cosmovisión (mito del Nahui Ollin o Quinto Sol); durante la Segunda Guerra Mundial, los japoneses invadieron numerosos países de Asia y Oceanía en cumplimiento de sagrados deberes para con su Tenno o “soberano celestial”; en Camboya, los jemeres rojos desarrollaron un genocidio de enormes proporciones movidos por su peculiar ideología nacionalista… En síntesis, toda práctica social, independientemente de la opinión o valoración moral que tengamos de ella, se inscribe en un contexto cultural que la explica acabadamente, que la hace perfectamente inteligible, que la dota de significación y sentido. Todas las violaciones de derechos humanos socialmente motivadas pueden ser objeto de una thick description o “descripción densa” (Clifford Geertz,) que las vuelva completamente diáfanas, lógicas y previsibles desde una perspectiva historiográfica o etnográfica “Emic” (Marvin Harris), es decir, asumiendo el punto de vista del propio agente individual o colectivo que las perpetra. La segregación racial, la discriminación sexista, la intolerancia religiosa y otras prácticas conculcadoras nunca acontecen en un vacío ideológico. Siempre hay semiosis en ellas.
Ahora bien: el imperativo ético-intelectual de comprender profundamente la alteridad en sus propios términos axiológicos no implica necesariamente su aceptación total, su convalidación en bloque. El respeto de la diversidad cultural no debe ser un cheque en blanco. El multiculturalismo debiera operar dentro de los límites que impone la necesidad de garantizar la vigencia irrestricta de los derechos humanos. Al menos para quien escribe estas líneas, ese desideratum ético-ecuménico de raigambre iluminista resulta irrenunciable.
(*) Historiador-ensayista. Integrante del Encuentro Laicista de Mendoza.