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Los repatriadores de los comandos: nueva entrega de las crónicas de Emmanuel Carrère desde el juicio por los atentados de París

Capítulo 29

¿Es fácil memorizar un número como el 0032-486-977-742? Discutieron al respecto en el último interrogatorio de Mohammed Amri, uno de los tres residentes en Molenbeek que repatriaron a Salah Abdeslam la noche del 13 de noviembre. Abdeslam se había ido para explosionarse sin teléfono, no lo necesitas para volar por los aires. Cuando desistió y empezó a buscar un medio de regresar entró en una tienda, en alguna parte entre el distrito 18 y la periferia del sur, para comprar un móvil que evidentemente no contenía su lista de contactos. Si pudo llamar a Mohammed Amri fue porque se sabía su número de memoria. ¿Por qué lo sabía de memoria, cuando desde la aparición de los móviles los usuarios memorizan muy pocos números, y muchos de ellos ninguno? Según la fiscalía, porque eran íntimos, un hecho que perjudica a Amri. Según él y sus abogados, porque es fácil de recordar. Es subjetivo.

Lo cierto es que Mohammed Amri recibe a las 22.30, en el Samu social de Molenbeek, donde trabaja, una llamada de Abdeslam que le dice que está en Francia, que se ha metido en un “rollo chunguísimo” y que necesita ayuda. No lo sabe todavía, pero “ahí empieza mi pesadilla”, dirá Amri. Abdeslam llora en el teléfono, aunque no es la clase de chico propenso a llorar. No dice qué es concretamente el “rollo chunguísimo” —avería, accidente, una pelea—, tampoco dice dónde está, solo que está en Francia, y cuando Amri, esa noche, un poco más tarde, se entera de que en París ha habido unos atentados horribles, no los relaciona con Abdeslam. La fiscalía lo duda y piensa que se desplazó con conocimiento de causa para salvar a un combatiente del Estado Islámico, la defensa le describe como un buen chico ingenuo que no deja en la estacada a un amigo en apuros.

Todo el mundo sabe que un buen amigo es uno al que puedes llamarle a las 4 de la madrugada porque has cometido una estupidez y él se presenta con la alfombra dentro del maletero del coche para enrollar el cadáver. Amri es de esos amigos. No puede ir ahora mismo, pero piensa en su compañero Hamza Attou, un camello endeble que trafica en el famoso café Les Béguines, donde se reúne toda la banda. Attou no tiene coche ni carné de conducir; el carné es una nimiedad, el coche, en cambio, es imprescindible. Abdeslam llama cada cinco minutos, insiste, llora. Al final, Amri y Attou emprenden el viaje en el Golf de Amri. Viajan escuchando música, tan emporrados como lo están de la mañana a la noche. Si optamos por creerles no hablaron de los atentados. Attou se entera por el cajero de la gasolinera donde paran para repostar de las turbulencias que ha habido en París, pero no se percata de nada más porque no se interesa por la actualidad. Por otra parte, los dos juran que no sabían que iban a París. Abdeslam les ha dado una dirección en Chatillon, escriben “Chatillon” en el GPS sin saber que se encuentra en una banlieue cercana a París, podría haber sido en cualquier otro lugar del extrarradio.

5.30 de la mañana: localizan a Abdeslam en las quimbambas, al pie de un edificio de viviendas sociales. Está muy mal, sudoroso, respira fuerte y suelta al instante que les ha mentido, que lo “chunguísimo” era eso: estos gigantescos atentados. Su hermano Brahim tenía que explosionarse, no sabe si lo habrá hecho, él también debía inmolarse, era el décimo miembro del comando, hay que volver, volver cuanto antes a Bruselas. Por fumados que estén los otros dos, caen desde las nubes a ese estado de trance, de fiebre y de pánico del que ambos hablan de una forma convincente. El fiscal y los abogados de las partes civiles les bombardean con preguntas racionales, sin prestar atención a la evidencia de que no actúan racionalmente.

Sí, si hubieran sido ciudadanos responsables le habrían dicho a Abdeslam: “Sal de este coche ahora mismo, queremos ayudar a un amigo en apuros, no proteger a un terrorista”. O se habrían dado a la fuga cuando él fue a los aseos de la gasolinera. O habrían llamado a la policía. Se lo habrían pensado dos veces si hubieran conocido la diferencia penal entre el encubrimiento de un malhechor (no demasiado grave) y la asociación de malhechores con fines terroristas (hasta 30 años de reclusión). Por desgracia no estaban en condiciones de pensárselo. Amri repite continuamente que estaba “anquilosado” y el adjetivo, forzosamente, es afectado, da la impresión de que se lo han soplado sus abogados, pero yo pienso que describe perfectamente su estado. Y además, como dice Attou: “Cuando Salah ha dicho que estaba quemado, yo, que soy un camello, ya sé de qué habla”. El trayecto de ida había sido nebuloso pero tranquilo, el de vuelta es una pesadilla. Abdeslam dormita en el asiento trasero, con la capucha puesta. Hubo un momento en que Amri le habría dicho: “No está bien lo que habéis hecho”, y él le habría respondido: “Cierra el pico, de la religión no sabes una palabra”.

Una vez en Bruselas, la única obsesión de Amri es largarse, volver a su casa, posar la cabeza en la almohada y contar que no ha pasado nada y que todo solo ha sido un mal sueño. Abdeslam necesita cambiarse de ropa, cortarse el pelo, que un último conductor le lleve al piso franco donde espera encontrar a los demás, temeroso, y con razón, por cómo le recibirán. Attou llama a su amigo Ali Oulkadi, que se presenta sin pensar en algo malo, supone que es para un trapicheo, el fundamento de sus relaciones. Aun así, a Oulkadi le sorprende encontrar a Attou y a Amri en el café con Abdeslam, que esta vez también dice cosas bastante confusas de las que no es difícil deducir que está implicado en los atentados de los que ahora habla todo el mundo. Sin embargo, Oulkadi dice que “en ningún momento pensé que estaba ayudando a un terrorista. Para mí un terrorista es Bin Laden. A Abdeslam no lo vi como un terrorista, sino como a un chico del barrio, siempre majo, sonriente, así que pensé que tenía que estar en un aprieto, que se había metido en algo que le superaba”. Le ayudará en la recta final. Le llevará unos kilómetros más lejos. Amri, por su lado, vuelve a casa, su mujer le prepara unos huevos, él come, intenta dormir, no duerme, le detienen a las 15.30, a Attou a las 16 horas, a Oulkadi una semana más tarde. De esta semana conserva un recuerdo borroso, pero en el que persiste el remordimiento de no haber ido a la comisaría como una y otra vez pensaba hacer, postergando de hora en hora el momento de hacerlo.

Amri está encarcelado desde entonces. Los otros dos comparecen en libertad al cabo de dos años y medio de prisión preventiva. Asisten a las audiencias delante del banquillo, los vemos llegar por la mañana y marcharse al final de la tarde. Muchos, incluidos algunos de las partes civiles, compadecen a estos tres pobres diablos y hasta empatizan con ellos. He descrito en una crónica anterior sus difíciles condiciones de vida, lejos de sus casas, durante este año de juicio. Al final de su último interrogatorio, Oulkadi se vuelve hacia Abdeslam: “Te guardo rencor, Salah”, dijo, “toda la culpa es tuya. Me han roto la vida, mi familia está hundida, mi padre ha perdido la mitad de su peso, me veo obligado a decirle a mi hija que he encontrado trabajo en Francia porque no me atrevo a confesarle lo que hago allí, y todo esto por tu culpa y por culpa de tu hermano. Yo no había pedido nada, no tengo nada que ver con todo esto, por lo que en ningún momento me comparo con las víctimas, lo único que digo es que no merezco lo que me ha sucedido. Y agradezco a todos los que aquí me hablan, a todas las personas para las que no soy solamente un acusado del 13 de noviembre, sino Ali a secas”. La evidente sinceridad de Oulkadi conmovió a todo el mundo. A la salida de la sesión, muchos le rodeamos para decirle que había aprobado su examen oral, que éramos optimistas y nos alegrábamos por él. Al día siguiente, cuando llegó el turno de Abdeslam, pidió perdón a los tres, y así como las disculpas que dirigió a las víctimas me parecieron calculadas, creí sinceras las que dirigió a sus amigos de Molenbeek, a los que les ha destrozado la vida.

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