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Los peligros del laicismo

La verdadera laicización, en todo caso, sigue pendiente a un lado y a otro del mediterráneo.

Podemos decir que son dos los procesos, entrelazados pero diferentes, que confluyen en eso que los europeos llamamos “laicismo”. Por un lado tenemos una combinación trabajosa de esfuerzos sociales e intelectuales -¡desde Espartaco!- orientados a liberar las ideas de justicia y de derecho de la autoridad de un dios. Ese esfuerzo cristaliza en el siglo XVIII en las Declaraciones de Derechos Humanos, cuyo valor fundamental, más allá de su contenido específico, es el reconocimiento de la razón humana como fuente de decisión moral y de los seres humanos concretos como sujetos de derechos inalienables. A partir de ese momento, a la pretensión religiosa de que esas ideas de justicia y de derecho se pueden encontrar también, si se las busca, en el Libro Sagrado, responde el “laicismo” diciendo que, si se las busca, también pueden encontrarse en el Libro Sagrado las ideas contrarias y que, por lo tanto, la única manera de representarse con claridad una y otras es separarlas de todo fundamento divino.

A los ateos, este triunfo del “laicismo” nos llevó a concebir la esperanza de una extinción de la religión en la vida social. Nada más ingenuo. Hoy sabemos que la Biblia ha resistido los implacables progresos tecnológicos, y los no menos implacables retrocesos políticos, mucho mejor que las películas de  Bergman o el Estatuto de los Trabajadores. Por lo demás, si nuestros diputados de la derecha llevan al Parlamento algo más que sus intereses de clase, lo extraen sin duda de Escribá de Balaguer o de las encíclicas del Papa; y en el voto de los ciudadanos siguen incidiendo mucho más las declaraciones del Obispado que la divisa -libertad, igualdad, fraternidad- de la revolución francesa.

La otra vertiente del “laicismo” tiene que ver con la lenta y también inconclusa liberación del Estado de la presión de las instituciones religiosas. En Francia, el país laico por excelencia, sólo en 1905, más de un siglo después de la revolución, una famosa ley estableció la separación entre Estado e Iglesia o, más exactamente, la igualdad entre todos los credos y religiones. Porque lo que “laicismo” significa en realidad es precisamente eso: el fin del monopolio de una iglesia o una secta y la afirmación de la libertad religiosa extramuros de la instituciones soberanas. El Estado sólo reconoce sus propias instituciones y, fuera de ellas, la libertad privada de todos los ciudadanos por igual. Las creencias y los delirios de los humanos podrán entrar en el Parlamento, pero no hablar, y mucho menos gobernar, como portavoces de una iglesia concreta.

La confusión entre estas dos vertientes -la igualdad entre los hombres y la igualdad entre los credos- ha conducido paradójicamente a la sacralización religiosa del laicismo. En sentido estricto, no hay ninguna diferencia entre intentar imponer una religión desde las instituciones o intentar abolir la religión desde las instituciones. Cuando la Francia laica criminaliza el velo o el niqab traiciona sus propios principios; el laicismo que persigue una religión concreta es tan poco laico -tan racista e irracional- como la secta que trata de prohibir todas las otras sectas o de impedir el ateísmo. ¿Y qué queda de él cuando, invocando los derechos humanos, bombardea e invade otros países?

Alguien podrá decir que todos los males del mundo árabe en las últimas décadas proceden de la religión. Es verdad que la zona vive varias guerras al mismo tiempo y una de ellas es inter-religiosa y otra pro-religiosa. Y es verdad que los intereses energéticos estadounidenses, tras la segunda guerra mundial, permitieron a Arabia Saudí difundir el wahabismo, una versión particularmente retrógrada y fanática del islam. Pero con no menos fundamento podríamos decir -podrían decirlo muchas de sus víctimas- que todos los males del mundo árabe en las últimas décadas proceden del laicismo. De Saddam Hussein a Ben Ali, de Gadafi a la familia Al-Assad, de Moubarak a Buteflika, un pretendido laicismo -que no lo era- ha servido durante años y años para legitimar la represión, la tortura, el empobrecimiento y el crimen. Mientras Arabia Saudí corta manos y lapida, tratando de imponer el wahabismo, toda una serie de regímenes dictatoriales se han dedicado a perseguir -con racismo afrancesado, pero en sus propios países- la religión de la mayoría. No es extraño que para esta mayoría el “laicismo” se asocie a la violación de los derechos humanos, las clases ricas y el colonialismo occidental. Pero hay que añadir que para esta mayoría, antes de la llamada “primavera árabe”, la religión era más una fuente de resignación que de movilización.

Las revoluciones árabes proporcionaron la sorpresa inicial de un levantamiento popular de musulmanes, sí, pero estrictamente laico. Después, el establecimiento previsible, en Egipto y en Túnez, de gobiernos islamistas moderados. Podemos decir que, en el peor de los casos, estos levantamientos deberían asegurar la normalización política que ha sido violentamente interrumpida por las dictaduras; es decir, la visibilidad institucional de esa mayoría reprimida durante décadas. Los peligros son dos: un islamismo que aprovecha a la manera leninista -mientras una parte de la izquierda mira hacia otro lado- la agonía siria y la confrontación general; y un falso laicismo que, en un déjà vu inquietante, reproduce los viejos clichés y se deja tentar por los viejos métodos.

La verdadera laicización, en todo caso, sigue pendiente a un lado y a otro del mediterráneo. Porque si laicismo quiere decir liberación del Estado de las presiones de las instituciones religiosas, la más religiosa, y la más determinante, no es ni el Vaticano ni la sharia ni el republicanismo chovinista afrancesado sino el mercado.

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  • Santiago Alba Rico
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