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Los Oficios de la Tiniebla. A esto lo llaman religiosidad popular

El ateísmo no existe; es sólo un invento de los creyentes para justificar el destino, la gracia elegida por su dios (el que sea) que los convierte en algo en mitad de un mundo que ni entienden ni pueden entender, cegados por tamaña falsedad. La excusa del respeto a las creencias no nos tiene que amedrentar; debemos aceptar como hechos biológicos el valor evolutivo de la creencia, el valor social (estructural) de la fe como ligazón de todo grupo social, pero la concreción de estas creencias más allá de su consciente utilidad emocional, no deja de ser una sarta de absurdos que no resisten la menor revisión intelectual.

Discutan cuanto quieran pero ser teísta o fideísta es creer, en nuestros días (hasta el XVII el Cielo era un lugar del Cosmos), en la existencia de otro mundo que no es éste, en la existencia de espíritus que deciden cuándo valen o no las leyes de la Física, creer alambicadas explicaciones de por qué lo que nos ocurre es bueno y merecido, de por qué la maldad del ser humano tiene que ser así y es inevitable y parte de un plan en el que todo tiene un sentido, y esto incluye la forma de una sociedad mundial que no es más que una gigante obra de teatro con un Autor, y, por supuesto, unos apuntadores que conocen esa Obra como el Autor mismo y pueden decidir su deriva en su nombre.

No hay algo así como “no creer”; sería un contradiós pedir que definiéramos nuestra posición a quienes no postulamos la existencia del Pato Donald, parece más apropiado que quienes defienden su actividad en la sociedad humana mostraran la evidencia de su existir. Yo respeto profundamente que cada cual haga su vida como quiera, pero debería estar prohibido por Ley que las creencias personales, muy legítimas, se pudieran imponer a los demás. No hay ninguna diferencia, ninguna, entre la magia y la religión, ésta se construye con un determinado prestigio social pero, esencialmente, la religión es una magia que abarca al Universo entero. Considerar la magia como parte de una concepción de la Naturaleza más tosca, menos profunda intelectualmente es la ceguera de la fe.

Absténgase esas jugadoras tramposas que están pensando que no creer es creer en algún sentido, que cada una tiene su creencia, quienes creen, quienes no… No discutimos gilipolleces sin entidad intelectual suficiente.

No tengo ninguna animadversión contra la religión personal de nadie, quiero insistir en ello. Lo que no entiendo es cómo éstos que reclaman respeto para sí lo hacen a la contra de quienes tenemos una existencia natural sin alusión a fuerzas extraterrestres, planes universales, o buscamos el trance o la espiritualidad en nuestra experiencia íntima. Cuando los creyentes se quejan de ser perseguidos (y ahora lo hacen con una naturalidad pasmosa), eso suele ser la primera pista de que la fe vuelve a tener una importancia omnímoda en las dinámicas sociales. Nuestros intelectuales ahora se emocionan viendo jugar al Atlético de Madrid, comiendo en sencillos restaurantes de 200 euros el cubierto, oyendo a Verdi (pero no a esos deshumanizados como Xenakis), o contemplando la madrugá en alguna esquina pintoresca en la que todo está en su sitio: la Concejala, el Alcalde, el empresario, Su Majestad, el pueblo en penitencia, la cantaora en el balcón y los estibadores bajo el paso portando el peso lacerante sobre sus cuellos, palcos palcos palcos, todo en su lugar.

A esto lo llaman religiosidad popular. El problema es que la Justicia popular es linchamiento; la Belleza popular es artesanía; el sexo popular es patriarcal; el orden social popular es clasista y racista; lo popular tiene siempre visos de razón, algo suena en el río que agua lleva, pero no existe la cirugía popular, la física popular, la ingeniería popular, la filología popular… más allá de tradiciones muy interesantes y significativas pero que no otorgan licencia para ejercer profesionalmente.

Si a alguien se le ocurre decir hoy eso del “opio del pueblo”, enseguida tendrá encima a la derecha (por definición) y, lo que es peor, a una izquierda que durante un tiempo ejercía esta reflexión como parte del diagnóstico y que hoy ha claudicado a los cantos de sirena de una sociedad que prefiere negar la evidencia y seguir ahondando en las diferencias sociales, que son económicas, éstas son palmarias, pero también culturales: la religiosidad popular es un espectáculo rentable y hermoso de observar para quienes tienen el fundamento de sus vidas enraizado en que nada cambie.

Esto es la Semana Santa. Yo acuso. Se me dirá que puestos de trabajo, inversión, dinero… Pero necesitamos varios ingredientes para que esto funcione (y cada cual más peligroso): fervor popular, clases que observen cómo se comportan (como animales expuestos) otras clases sociales, estructura económica basada en la posesión de los medios para explotar ese fervor popular y una masa enorme, sin fin casi, dispuesta a trabajar por la subsistencia para servir (literalmente) a la minoría que puede viajar, comer, dormir y follar sobre la miseria de los demás.

Hacer política de izquierdas es cambiar estas dinámicas; revertir, por medio de la igualdad de oportunidades y la educación, esta injusticia… hoy, nuestra izquierda sale con mantilla (no burka, claro), con traje cruzado e incienso engominado, casi bajo palio. Paso.

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