En una reciente entrevista al semanario católico Tertio decía el papa Francisco que «todas las religiones tienen grupos fundamentalistas. Todas. Nosotros también». Una sincera afirmación que podemos comprobar en la posición de algunos obispos ante los laicos. Unos, creo que los menos, llegan a afirmar, como el obispo de Córdoba, que los laicos «son una aberración, quieren arrancar la fe y borrar a Dios»; otros como el obispo de Valencia, aunque tienen presente la frase evangélica de «dad a Dios lo que es de Dios€» afirma que con la laicidad «se está poniendo en tela de juicio€ la libertad religiosa» y se pretende que la Iglesia «calle sus creencias€con ataques y descalificaciones». Nada más lejos de la realidad.
Otros obispos, en cambio, como Juan Pablo II, ante la conferencia episcopal francesa, rememoraba el centenario de la ley francesa de separación de la Iglesia y el Estado (aquella ley de 1905 donde se decía que «la Republica no reconoce, no paga ni subsidia religión alguna») recordándoles «la necesidad de una justa separación de poderes» y que ya en el Vaticano II se dejó bien claro que «la Iglesia no está llamada a gestionar el ámbito temporal».
Francisco, en Rio de Janeiro, veía beneficiosa la laicidad del Estado y en la entrevista ya citada a Tertio afirmaba que «en general el Estado laico es bueno. Es mejor que un Estado confesional, porque los Estados confesionales terminan mal».
Los laicos, por su parte, coinciden en que el Estado laico es bueno y afirman reiteradamente que su pretensión es conseguir que España sea un Estado en el que, como dice su Constitución, ninguna religión tenga carácter estatal. El laico no va contra ninguna religión, de hecho muchos creyentes son laicos, no analiza ni critica sus creencias ni su liturgia ni nada de ellas. Respeta al máximo todas las religiones. Solo insiste, una y otra vez en que no se mezcle con el Estado.
Un laico admite que la Iglesia enseñe religión a los que forman parte de ella, pero no en las escuelas públicas sino en la iglesia. No desea que el Estado pague a los más de 1.5000 profesores de religión que son elegidos y despedidos por la Iglesia y que nos cuestan a todos más de 600 millones de euros cada año. Un laico no quiere que representantes del Estado estén presentes en actos religiosos. Sean ministros, alcaldes o representantes de las fuerzas armadas. Un laico no está de acuerdo en que haya capellanes en los hospitales, en el ejército, las prisiones y en los barcos. Y mucho menos que en la universidad haya capilla y capellán. Capellanes que son pagados por el Estado con un coste superior a los 30 millones de euros anuales.
Un laico no soporta que la Iglesia no pague los impuestos como el resto de la población. Puede comprender que estén exentos los lugares de culto, pero no que también lo estén los negocios inmobiliarios y de toda clase que tiene la Iglesia en nuestro país. Especialmente el no pago del IBI, que todos pagamos, perjudica seriamente a los ayuntamientos.
Un laico no puede estar de acuerdo con que las ayudas directas e indirectas a la Iglesia le supongan más de diez mil millones de euros anuales al Estado. Dinero que afecta a toda la población creyente o no. Según el barómetro del CIS en 2017, los no católicos en España son más de 12 millones de ciudadanos que participaban con su dinero en todo lo que recibe la Iglesia.
Estamos seguros que llegará un día en que la relación entre el Estado y las religiones sea la de respeto mutuo. El laico respetará al creyente y estos aplicaran la frase evangélica, citada por el obispo de Valencia, «mi Reino no es de este mundo». Que así sea.