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Los obispos pierden la razón (de nuevo)

El católico no paga ni un euro más al fisco que ateos, protestantes, musulmanes, judíos o mormones

Los obispos también tienen un problema con la decisión del Tribunal Supremo de dar por buena la sentencia de la Audiencia Nacional que negó el 25 de mayo de 2015 el derecho de las iglesias protestantes a contar con su propia equis en el impreso del IRPF. Ha sido un pleito por vulneración de derechos fundamentales: a la igualdad ante la ley, en primer lugar, y contra la discriminación por razones religiosas. Los obispos llevan décadas afirmando, por activa y por pasiva, que no tienen (ni quieren) más privilegios fiscales que el resto de las confesiones religiosas, e incluso que los partidos políticos y los sindicatos. Los jueces les desmienten. Figurar en el IRPF es privilegio exclusivo de la Iglesia católica “en virtud de los acuerdos entre el Estado español y el Estado de la Santa Sede”, proclaman.

Sentencias de este tipo afectan al prestigio de la Iglesia católica, por los suelos según las encuestas, porque dejan al descubierto muchas falsedades. Decir que la Iglesia católica no está en la Ley de los Presupuestos del Estado —como suele proclamar el portavoz episcopal— es sencillamente un despropósito. Los ciudadanos comprueban cada año cómo lo está, en varias partidas, y que, además, se ha colado, solo ella, en el impreso de Hacienda sobre el IRPF. Es el fisco episcopal. En el Imperio romano, el fisco (fiscus, en latín) era un canasto en el que se separaba, de los impuestos generales, una parte para los fastos del emperador y su corte. A esa porción se la conocía como el fiscus imperial. De aquel cesto se derivan hoy vocablos como carga fiscal o fiscalidad.

Rizan también el rizo de las confusiones cuando los obispos se empeñan en afirmar que sus privilegios —cuando aceptan tenerlos— proceden de leyes ordinarias y comunes, y no de un concordato firmado en Roma en dos tandas (1976 y 1979) por un ministro democristiano, Marcelino Oreja, que “actuó más como súbdito del Vaticano que de España”. Así se le acusó entonces desde el PSOE. Los obispos suelen enfadarse por llamar concordato a lo que el pacto de 1976 decidió llamar Acuerdo. Se comprende el eufemismo. La fórmula del Concordato se ensució por los últimos firmados en Roma: con Napoleón III —“un pacto entre el prostíbulo y la sacristía”, lo calificó Lamennais—; con Isabel II en plena furia católica contra aquella pobre reina —“un pacto entre canallas”, según el historiador William J. Callahan—; con Mussolini para recuperar para el Papa el rango de Jefe de Estado; con Hitler, para asegurarse una inmunidad poco martirial; y, sobre todo, por el infame Concordato de 1953 con Franco, que consagró el nacionalcatolicismo de cruzada.

Tampoco es cierto que las demás religiones tengan el mismo sistema fiscal que la romana. Peor aún, lo tienen prohibido en los acuerdos firmados con el Estado por los protestantes, los judíos y los musulmanes, tres de las seis confesiones consideradas de “notorio arraigo”. Si reciben dinero de Hacienda lo es en forma de subvenciones “para proyectos educativos, culturales o de integración social”, como unas ONGs, con la prohibición expresa de destinar ese dinero a salarios de clérigos o a culto, lo hacen los obispos sin pudor: en torno a 250 millones cada año, ingresados por Hacienda en una cuenta de la Conferencia Episcopal Española (CEE).

Peor aún. Cuando la CEE negoció con el Gobierno de Felipe González a partir de 1983 el sistema de la equis en el IRPF, los obispos acordaron que sería provisional, a la espera de encontrar ellos mismos el modo de autofinanciarse, de acuerdo con lo firmado en el Acuerdo sobre Asuntos Económicos de 1979. “La Iglesia católica declara su propósito de lograr por sí misma los recursos suficientes para la atención de sus necesidades”, dice su artículo 2.4. Este fue el argumento del Gobierno González para negar años más tarde el mismo derecho al resto de confesiones. El privilegio fiscal de la Iglesia católica “se va a acabar”, se les dijo.

La propaganda del episcopado católico afirma que su iglesia solo recibe lo que le pagan sus fieles en el IRPF. Es otra verdad que miente. El católico no paga impuestos para su Iglesia. Lo que hace en su IRPF es pedir a Hacienda que un 0,7% de su cuota se entregue al episcopado. No paga ni un euro más al fisco que ateos, protestantes, musulmanes, judíos o mormones. Curiosamente, esta es la idea fuerza en la publicidad episcopal: “Ni pagas más, ni te devuelven menos”. Ellos mismos se desmienten.

Los obispos dicen la verdad en esto porque llevan siglos padeciendo la proverbial tacañería del español para con su Iglesia. Ni ha prosperado la idea de lo que se llamó, sin razón, el impuesto religioso, ni están interesados en autofinanciarse. La fórmula que se ha consolidado es la llamada “asignación tributaria”. Dotación, asignación, impuestos… La realidad es que, eufemismos aparte, quien paga los salarios de obispos y sacerdotes es Hacienda.

¿Qué ocurriría si el católico tuviera que pagar en España a Hacienda un 0,7% más que los demás contribuyentes para el sostenimiento de su Iglesia? Sabemos lo que sucede en Alemania. Desde 2009 han abandonado esa confesión medio millón de feligreses para no tener que pagar el impuesto eclesiástico. En Alemania, con 25 millones de católicos —el 31% de la población—, ese impuesto es obligatorio para quien confiesa pertenecer a una religión. Quien no lo paga queda excomulgado, con la suspensión de sus derechos: presencia de sacerdote en ceremonias sociales, entierros, etc. La misma reglamentación sirve para los protestantes, que son mayoría.

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