Robert A. Levy indica que en el caso de las vacunas contra el COVID-19 la teoría de derechos resulta difícil de aplicar y que, por lo tanto, conviene tener en cuenta preguntas importantes antes de embarcarse en un programa que coarta la autonomía personal.
“Tu derecho a golpear termina donde empieza mi nariz”. Esa cita, atribuida a varias fuentes, es una máxima —ahora invocada en conexión con los mandatos de vacunarse contra el COVID. He aquí la controversia: si la vacuna no provoca una herida apreciable, ¿todavía puede negarse a ser inyectado, a pesar de que podría provocarlos riesgos significativos a otros?
Es una cuestión difícil. Incluso aquellos que se resisten a la intervención estatal en cuestiones privadas, respaldarán normas que prohíben que algunas personas violen los derechos de otras.
Ordinariamente, esas reglas prohíben o limitan las actividades que inducen daños. Ocasionalmente, sin embargo, los partidarios del gobierno limitado aceptarán ordenes de participar en actividades benignas (incluso cuando no es libre de costos) si no hacerlo podría provocar perjuicios a transeúntes inocentes. Los requisitos de seguridad para las plantas de energía nuclear serían un ejemplo, o los controles obligatorios de contaminación.
Castigar los actos agresivos que ya han causado daño es una función rutinaria del estado. Pero es más complicado cuando el estado impone una conducta que podría minimizar o aliviar daños en el futuro. Esa es una área del derecho —la peligrosidad—donde la teoría de derechos es difícil de aplicar. ¿Cuánto riesgo incrementado tengo que soportar antes de que su potencial fracaso de actuar pueda ser rectificado? Cuando la teoría de derechos no provee una guía adecuada, los defensores de la libertad muchas veces recurren a las compensaciones utilitarias y de costo-beneficio. En el contexto de la vacuna, aquí hay algunos factores relevantes.
Primero, ¿qué tan seguro es el acto ordenado? Al momento de escribir esto, casi 170 millones de estadounidenses han sido totalmente vacunados contra el COVID-19. Según los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades (CDCs), la vacuna —bajo el escrutinio más intenso en la historia estadounidense— es notablemente segura. Los eventos adversos son raros y los efectos a largo plazo son extremadamente improbables. Además, las ordenes de vacunación no son nada nuevo. Wyoming, un estado indiscutiblemente conservador, requiere la vacunación contra 12 enfermedades si un niño desea asistir a colegios público o privado o a alguna institución de cuidados infantiles, o participar en actividades sancionadas por una escuela.
Segundo, ¿cuál es la magnitud o frecuencia del daño que podría darse sin una orden? Tres grupos están en riesgo: las personas que, por varias razones, no pueden ser vacunados y están por lo tanto expuestos a la transmisión, principalmente de otros que no están vacunados. Las personas en estados como Texas y Florida que están esperando servicios médicos que no están disponibles porque los hospitales, los equipos y el personal están abrumados con casos de COVID. Y las personas que deben tomar precauciones en contra de, o que han sido afligidos por, la nueva variante Delta. Más vacunaciones hubiesen desacelerado la transmisión y por lo tanto permitido menos oportunidades para que el virus mute.
Significativamente, basado en datos de 40 estados, las personas totalmente vacunadas constituyen tan solo 0,2 a 6 por ciento de las muertes por COVID, y 0,1 a 5 por ciento de las hospitalizaciones.
Tercero, ¿podemos estar seguros que una orden de vacunación remediará el problema? Dicho de otra manera, ¿no hemos visto numerosos casos en los que la vacuna no ha sido eficaz contra la transmisión? Si, pero la razón clave por la cual los casos en los que la vacuna no fue eficaz están creciendo como proporción del total de casos es que hemos vacunado un porcentaje más alto de la población. Más importante, como señalamos anteriormente, las personas que están totalmente vacunadas son mucho menos proclives a ser hospitalizadas o morir por una infección.
Cuarto, ¿hay remedios que son menos invasivos que la obligación de vacunarse? Tal vez las pruebas periódicas sean la respuesta. Pero muchas, cuando no la mayoría, de las personas encontrarían que esa alternativa es mucho más engorrosa que un pinchazo rápido y libre de costo en el brazo. Tal vez deberíamos simplemente usar mascarillas y mantener el distanciamiento social. Pero el consenso es que la vacuna todavía sería necesaria, y mucho más eficaz. Tal vez la inmunidad natural de haber contraído la enfermedad es más fuerte que la inmunidad inducida por la vacuna. Pero la mayoría de los estudios dicen lo contrario.
Tal vez una orden de vacunación puede estar limitada geográficamente o demográficamente. Esa es una consideración obvia, que sugiere que los funcionarios locales deberían tener suficiente discreción para establecer la envergadura de cualquier mandato. O tal vez las vacunaciones deberían seguir siendo opcionales, pero con acceso restringido a ciertas actividades para los no vacunados. Esa noción —la de un “pasaporte” de vacunación— tiene el respaldo de 82 por ciento de los estadounidenses, según una encuesta reciente.
Finalmente, ¿qué preocupaciones periféricas deben ser abordadas antes de implementar inyecciones obligatorias? ¿Cuál será el proceso de cumplimiento, y el castigo para quienes no cumplan? ¿Habrá requisitos de reportar? ¿Rastreo de datos? ¿Explotarán los intereses especiales—siendo las empresas farmacéuticas un ejemplo— el poder de mercado conferido por el estado? ¿Utilizarán los políticos la próxima crisis para justificar todavía más los decretos invasivos?
Estas son preguntas importantes, que deberían ser examinadas antes de embarcarse en un programa que coarta la autonomía personal. Aún así, estamos en medio de una emergencia de salud, lo cual significa que las reglas adecuadamente modificadas, diseñadas con aplicación selectiva y de tiempo limitado podrían estar justificadas.