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Los límites de la educación religiosa · por Juan Pina

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El Observatorio recoge toda la documentación que detecta relacionada con el laicismo, independientemente de la posición o puntos de vista que refleje. Es parte de nuestra labor observar todos los debates y lo que se defiende por las diferentes partes que intervengan en los mismos.

Los hijos no son del Estado. De ninguna manera. En este principio básico estamos de acuerdo todos los demócratas y desde luego los liberales y libertarios. Ahora bien, ¿por qué no lo son? La respuesta obvia es “porque como seres humanos que son, no pueden ser propiedad: el ser humano es autopropiedad”. Si esto es así, se sigue inexorablemente que los hijos tampoco son, de ninguna manera, propiedad de sus padres. Los conservadores, celosos defensores de la capacidad de perpetuar las religiones mediante la enseñanza de padres a hijos, reclaman para los padres una tutela tan amplia que, mientras no haya consecuencias físicas, todo vale. Pero, claro, reclaman esto pensando en su propia religión, que mayoritariamente es, entre esos pensadores, la católica u otra fe cristiana. Las mismas personas se rasgan las vestiduras cuando ven los excesos a los que puede llevar el adoctrinamiento religioso más burdo y evidente en otras religiones. Y entonces reflexionan por caminos que los alejan aún más del paradigma de democracia liberal occidental. Y su reflexión les lleva a deshacer la igualdad de trato en función de la fe, porque concederán a los cristianos y quizá a los judíos esa libertad irrestricta de educación religiosa, pero se la negarán a otros grupos. Hasta los más sedicentes adalides de la libertad irrestricta de educación basada en creencias religiosas reconocen, cuando se debate con ellos, que es imposible no establecer límites. La cuestión es en qué punto situarlos. ¿Puede educarse a los niños para idolatrar a terroristas y aspirar a ponerse de mayores un cinturón de explosivos? Seguro que dirán que no todos los conservadores, señalando como un cáncer a una religión concreta que detestan, como si no hubiera también grupos terroristas cristianos como el africano Ejército de Liberación del Señor, y violencia religiosa hinduista o hasta budista (véase el etnocidio de Myanmar contra la etnia musulmana roghinya).

Pero sigamos. ¿Puede educarse a las niñas para someterse a la ablación del clítoris? Esto sucede en culturas musulmanas pero también cristianas en gran parte de África y de Oriente Medio. ¿Puede educarse a los niños inculcándoles que lo correcto es un trato normativo peor para las mujeres que para los hombres, en colisión con el marco civil, y por lo tanto prioritario? ¿Puede adoctrinárseles para que rechacen una transfusión en caso de accidente, o darle un poco de su sangre o médula a un hermanito? ¿Puede inducirse a los niños y niñas a retrasar por todos los medios el afloramiento natural de su sexualidad y del inicio de su vida íntima, rodeándolo de desinformación y tabúes? ¿Se les puede inculcar autodesprecio por tener una orientación sexual no mayoritaria, y llevarles a buscar “terapias” de conversión? Para encontrar estos casos no hace falta irse a religiones de reciente implantación en las sociedades occidentales: los tenemos por doquier en diversas iglesias cristianas. Tenemos también organizaciones cristianas en armas y con métodos de control social e inflitración en el poder político, como El Yunque.

¿Pueden unos padres miembros de una secta psicodestructiva educar? ¿Dónde deben estar las fronteras a la potestad parental en esta materia? Los menores de edad, por su incapacidad temporal de discernir, están sometidos a tutela hasta que alcanzan el pleno desarrollo de la razón. Es ésta, no las creencias incontrastables, la que nos hace humanos. Es su imperio por encima de todas las religiones lo que nos llevó en apenas tres siglos de la peste a los transplantes y del absolutismo a la Luna. Fue un proceso liberal-ilustrado y toca ahora a todos los demócratas defenderlo de quienes pretenden devolvernos a sociedades-convento infectadas de misticismo. La tutela no es propiedad. Los niños no son del Estado, por supuesto, pero tampoco son propiedad de sus padres. Igual que no pueden cortarles un brazo (ni el clítoris) ni dejarles morir exangües porque “Dios proveerá”, tampoco pueden ocasionarles daño psicológico mediante el adoctrinamiento religioso, ni convertirlos en terroristas ni en odiadores compulsivos de las personas y agrupaciones diferentes de la suya. La tutela deben ejercerla prioritariamente los padres y madres, por consenso entre ellos. Si éste no se da o la tutela se ejerce de manera nociva, interviene la Justicia y puede llegar a retirarla. ¿Puede oponerse a esto alguien en su sano juicio? ¿Es esa retirada solamente de aplicación cuando el daño es físico? No hay soluciones simples a una realidad tan compleja, pero como criterio principal hay que situar la primacía del interés civilmente considerado del menor, por encima del de los padres. Y como en toda situación de restricción de libertades, ésta debe ser la mínima posible, excepcional y reservada a casos tasados. Pero prima la libertad e integridad del niño, no las creencias de los padres. Es razonable temer la injerencia estatal, pero también la apropiación de la mente del menor por unos padres fanáticos de cualquier religión. La enseñanza religiosa no puede ser ilimitada.

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