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Los ‘gulags para musulmanes’ en los que China ha internado a millones de personas

La ONU ha confirmado que aproximadamente el 10% de la población de Xinjiang está internada en campos de reeducación. El Gobierno de Pekín ha pasado de negarlo a justificarlo

Habíamos oído los rumores. Historias, aquí y allá, de personas que habían sido llevadas a campos de internamiento en Xinjiang, la gigantesca provincia de China occidental donde habita la mayoría de la población musulmana del país. En algunos casos, incluso, el testimonio de alguien que había pasado por los campos. Pero parecía un elemento más, no demasiado sorprendente, en el historial constante de violaciones de derechos humanos del régimen chino. Lo que nadie había previsto era su escala.

La semana pasada, Gay McDougall, vicepresidenta del comité de la ONU para la eliminación de la discriminación racial, aseguró tener informaciones creíbles de que “más de un millón de musulmanes uigures están detenidos en ‘centros contra el extremismo’ en Xinjiang, y que hay estimaciones de que otros dos millones han sido enviados a la fuerza a campos de reeducación. En abril, una comisión del Congreso de EEUU sobre China lo denominó “la mayor encarcelación masiva de una minoría hoy día”, pese a que aún se desconocía el verdadero alcance del fenómeno. Dado que hay unos 11 millones de uigures en Xinjiang, las cifras de la ONU implican que más de un 10% de la población se encuentra confinada en uno de estos centros.

Los campos son denominados oficialmente “Centros de Transformación de Educación Concentrada”. China, Como señala el académico Adrian Zenz, uno de los que ha estudiado el fenómeno en mayor profundidad, abolió el sistema de reeducación en todo el país en 2013, pero parece haberlo reintroducido para una parte de su población: los musulmanes.

Aunque la iniciativa data de 2014, cuando el Gobierno chino decretó una “guerra popular contra el terror”, la tendencia se aceleró a finales de 2016 tras la llegada a Xinjiang de Chen Quanguo, nombrado nuevo jefe del Partido Comunista Chino en la región, anteriormente responsable de aplastar la disidencia en el Tíbet. La región tiene una importancia estratégica para Pekín: con un tamaño como la mitad de la India y fronteras con ocho países, supone una pieza clave en la iniciativa One Belt One Road, el macroproyecto de infraestructuras para estimular el comercio y la exportación de bienes chinos a todo el mundo. Además, aloja las mayores reservas de gas natural y carbón del país.

Pero Xinjiang es también una de las provincias más levantiscas de toda China: fue anexionada tan sólo en 1949, tras una breve existencia como estado independiente, la denominada República del Turkestán Oriental. En aquella, época, los chinos han, la etnia mayoritaria en China, suponían apenas un 5% del total de la población. Hoy, tras décadas de ingeniería demográfica e incentivación de la inmigración interna, las cifras están más cercanas a la mitad. Los uigures se quejan de la discriminación y los intentos de suprimir su identidad étnica y religiosa, que a menudo llevan a la marginación de la comunidad musulmana.

Retratos de Mao, Lenin y Marx en una tienda de antigüedades en Kashgar, en marzo de 2017. (Reuters)
Retratos de Mao, Lenin y Marx en una tienda de antigüedades en Kashgar, en marzo de 2017. (Reuters)

Políticas de asimilación

Con esos elementos, no es de extrañar que sea la provincia más conflictiva de todo el país. Según un análisis del grupo activista China Human Rights Defenders, a partir de los datos del propio Gobierno chino, el 21% de todos los arrestos criminales en China en 2017 tuvieron lugar en Xinjiang, pese a que sólo aloja al 1,5% de la población del país. Estas detenciones, además, se multiplicaron por 8 respecto al año anterior, pasando de 27.404 a 227.882.

Pero lo más estremecedor es que estos datos no incluyen a la población enviada a los campos, cuyo sistema funciona al margen del aparato judicial común: la mayoría de los detenidos lo son de forma arbitraria, a menudo sin cargos, sin necesidad de avisar a sus familias y sin fecha de liberación. “Hemos hablado con algunas personas que han pasado por los campos, pero por ahora no hay indicación de que los uigures hayan sido liberados en cifras significativas”, señala Peter Irwin, portavoz del Congreso Mundial Uigur, la principal organización en el exilio de esta minoría, con sede en Múnich. “El Gobierno chino ha incrementado una serie de políticas contra la identidad uigur como técnica de asimilación, y ese parece ser el motivo principal para establecer estos campos”, dice a El Confidencial.

Los testimonios hablan de individuos hacinados en condiciones penosas, obligados a cantar las alabanzas del Partido Comunista y renegar de su fe musulmana, y a ver películas de reeducación durante horas. “El Gobierno chino se encuentra implicado en una operación masiva de lavado de cerebro que requiere de la detención de cientos de miles de personas, de forma arbitraria, fuera de cualquier marco legal, para someterlos a un adoctrinamiento político intenso, con la esperanza de que eso les convertirá en una entidad política más leal y cumplidora”, afirma Nicholas Bequelin, responsable de Amnistía Internacional para Asia, en una entrevista con The Intercept.

La reacción china ante estas alegaciones ha ido variando con el tiempo: de negar su existencia ante la aparición de los primeros informes a dar una explicación parcial, asegurando que los campos son parte de una “campaña especial contra los crímenes extremistas y terroristas”, y negando que allí se violen los derechos humanos. Mientras tanto, el Ministerio de Exteriores chino acusa a los críticos de “fuerzas antichinas con motivos ocultos”, al tiempo que el Global Times, un diario en inglés vinculado al Gobierno chino, asegura que esta campaña es lo que ha impedido que Xinjiang “se convirtiese en la Siria o la Libia de China”.

En junio, un documento académico de la escuela del Partido Comunista en Xinjiang que reseñaba los resultados de una investigación con antiguos internos de estos campos señalaba que, si bien al principio la mayoría de los 588 participantes en la encuesta desconocía cuál había sido su delito o por qué habían sido enviados a reeducación, en el momento de ser puestos en libertad casi todos –el 98,8% por ciento- habían cobrado conciencia de sus “errores”, según informa un artículo de la agencia Associated Press. La iniciativa, de hecho, se considera tan exitosa que Pekín sigue ofreciendo contratos a empresas constructoras para edificar nuevos campos.

Policías chinos patrullan frente a la Gran Mezquita de Kashgar. (Reuters)
Policías chinos patrullan frente a la Gran Mezquita de Kashgar. (Reuters)

El estigma del terrorismo

Tras los atentados del 11-S, China fue uno de los primeros países en subirse al carro de la “guerra contra el terrorismo” decretada por la Administración Bush, asegurando que la insurgencia musulmana local, el Movimiento Islámico del Turkestán Oriental (ETIM), tenía vínculos con Al Qaeda. Pekín aprovechó la coyuntura para incrementar la represión en Xinjiang.

En 2009, tras el linchamiento de varios trabajadores emigrantes uigures en la ciudad de Shaoguan, en el sur de China, la población uigur se lanzó a las calles de Urumqi, la capital de Xinjiang, provocando disturbios que dejaron 197 muertos y más de dos mil heridos. La revuelta de Urumqi fue un punto de inflexión: desde entonces, la región ha sido escenario de una progresiva militarización y extensión de la vigilancia, donde se han puesto a prueba muchas de las iniciativas de seguridad y control social desarrolladas por China en los últimos años.

“Lo que se ha dejado un poco fuera de los reportajes es que los campos han surgido a partir de muchos años de discriminación y represión sistemáticas contra la población uigur, que a menudo se quedan al margen de la historia”, dice Irwin. “Lo que es de importancia crítica recordar es que los uigures han hecho frente a una escalada gradual de las políticas dirigidas a erosionar la identidad uigur en términos de sus derechos linguísticos y su libertad religiosa durante décadas”, asegura.

Entre las medidas que se han adoptado en los últimos años está prohibir el idioma uigur en las escuelas de algunas prefecturas, la confiscación de libros religiosos –a menudo, incluyendo el Corán-, la demolición de edificios de culto (casi el 70% de las mezquitas tradicionales de Kashgar, la capital histórica de Xinjiang), la eliminación de la llamada a la oración a través de altavoces en algunos lugares, la prohibición de que las mujeres se cubran el rostro en público y de que los hombres se dejen crecer barbas “anormalmente largas”, de que los funcionarios ayunen en Ramadán, o de que los niños puedan acceder a las mezquitas. En consecuencia, la tensión se ha disparado: se han producido decenas de atentados contra miembros de las fuerzas de seguridad, y numerosos apuñalamientos de ciudadanos en toda China a manos de militantes uigures.

Por ello, las autoridades chinas consideran el extremismo islámico una de las principales amenazas a la seguridad del país. Los uigures, de hecho, no son las únicas víctimas de estas políticas: miembros de otras comunidades musulmanas, como los ‘oralman’, los chinos de origen kazajo, están siendo enviados también a estos campos, lo que ha generado tensiones con Kazajistán. Muchos observadores, además, temen que las políticas aplicadas en Xinjiang se extiendan a otras áreas de población musulmana, como la región de Ningxia o la provincia de Gansu.

“El Gobierno chino nunca vincula el terrorismo con ningún grupo étnico o religión”, afirmó una delegación china ante un panel de derechos humanos de la ONU el pasado fin de semana. No obstante, la delegación añadió, tajante: “Aquellos engañados por el extremismo religioso serán asistidos por el reasentamiento y la reeducación”. A Pekín, al parecer, no le tiembla el pulso en esta cuestión.

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