En el Twitter de José Ramón Fernández (@jramonfernandez) podemos asistir a la narración del nacimiento de un bulo no intencionado. Muy resumidamente: el tuitero @jmlloreda1 escribe el 9 de abril: “Dejareis de ser héroes cuando la gente no tenga miedo. Dejareis de ser héroes cuando a los políticos les interese. Ahora sois carne de cañón, por eso os llaman héroes” (se refiere a los sanitarios que están en primera línea contra el coronavirus). Fernández le responde: “Senderos de gloria. Stanley Kubrick”. Como él mismo indica, no quería decir que esa frase apareciera en esa película, sino que la frase se la había recordado. Pues bien, días después circula el meme de que esa frase pertenece a esa película (en el hilo del tuit viene desarrollado).
El hilo el tuit es interesantísimo: en él se mencionan otros bulos similares con falsas citas y atribuciones, y se comenta lo fácil que es generar un bulo (incluso sin quererlo) y cuán fácilmente se creen en vez de comprobarlos.
Quisiera pararme un poco en este punto: qué fácil es generar un bulo y propagarlo, y que nadie se tome la molestia de comprobar si es un bulo o no, sino que, simplemente, se lo crea. En realidad, lo extraño sería lo contrario. Intentaré explicarme. Varios tuiteros reconocen en el hilo que ellos mismos retuitearon la falsa cita porque simplemente se la creyeron sin comprobarlo. Pero es que eso que hicieron es totalmente normal. Una frase así cuadra con la película Senderos de gloria. Distinto sería si la frase fuera “Sayonara, baby”. En ese caso, sí sería normal que algo hiciera click en nuestra cabeza y nos preguntáramos: ¿de verdad el coronel Dax dice eso en la película?
Quienes nos dedicamos a la divulgación científica, del pensamiento crítico y el escepticismo, a veces caemos en cierta obsesión por la exactitud y el rigor. Que la mayoría de la gente no se cuestione si esa frase sale o no en la película Senderos de gloria no es prueba de credulidad generalizada ni de ausencia de pensamiento crítico. Simplemente es prueba de humanidad: un ser humano no se cuestiona sistemáticamente todo lo que parece verdadero o normal, un robot tal vez sí. Los seres humanos no utilizamos el método científico rigurosamente en nuestro día a día, ni falta que hace. No podemos cuestionarnos todo constantemente. Si lo hiciéramos, nos volveríamos locos, imagínese: “La persona que veo todas las mañanas junto a mí en mi cama, ¿es mi pareja o es un actor haciéndose pasar por mi pareja como en la película El show de Truman?”. Y así con todo. De hecho, nuestro cerebro necesita no cuestionarse todo, precisamente, para cuestionarse solo algunas cosas que merecen la pena poner en cuestión. De la misma forma que los semáforos nos ayudan a no tener que estar pendientes de si es prudente cruzar o no (simplemente si está en verde pasamos y si está en rojo paramos, sin más) y eso nos permite concentrarnos en otras cosas de la conducción.
Pensemos en la famosa frase “Afirmaciones extraordinarias requieren pruebas extraordinarias”, por cierto, atribuida tanto a David Hume como a Marzello Truzzi o a Carl Sagan. Leída a la inversa, para las afirmaciones ordinarias no hacen falta muchas pruebas para creerlas (y en negativo: quien niega una afirmación ordinaria es quien tiene la carga de la prueba). Atribuir esa cita a la película de Kubrick no es una afirmación extraordinaria: parece perfectamente normal. Bien es cierto que es errónea, igual que es cierto que la ciencia avanza cuestionando lo que parece normal. Ejemplo típico: Galileo puso en cuestión lo que parecía de lo más normal, que la Tierra esté quieta. O Darwin al afirmar nuestro parentesco con los demás animales. Pero aquí también hay que tener cuidado, porque podemos caer en el sesgo de selección de la información o de confirmación: Galileo o Darwin cuestionaron lo que parecería normal en su época y tuvieron éxito, pero pensemos que la inmensa mayoría de quienes cuestionan lo que parece normal, o se dan cuenta de que efectivamente es así sin más, o son locos (recordemos que los terraplanistas cuestionan que la Tierra sea esférica).
Nuestro cerebro funciona bastante bien en el día a día aceptando como real y normal lo que parece real y normal porque durante miles de años de evolución nos ha ido bien así. Eso no es credulidad: credulidad sería creer sin más lo que incluso a simple vista no parece normal (que una virgen dé a luz o que un muerto resucite, que el agua tenga memoria, o que seres extraterrestres mucho más inteligentes que nosotros vengan aquí a hacer círculos en los sembrados, por ejemplo).
El origen de muchos bulos puede ser como el del ejemplo que hemos mencionado: simples errores de atribución pero sin mayores consecuencias. Muchas frases atribuidas a personalidades históricas seguramente no sean correctas, pero no pasa nada: las podrían haber dicho perfectamente. Que Voltaire dijera o no aquello de: “No estoy de acuerdo con lo que dice, pero daría mi vida por que pudiera decirlo”, es irrelevante. Creer que lo dijo no nos da una imagen desfigurada de quién fue Voltaire. Otra cosa es que se atribuyan frases que tergiversen la realidad, por ejemplo (me lo invento): “Putos ingleses, los mataba a todos” (Gandhi). Creer que Gandhi dijo eso nos daría una imagen totalmente falsa de quién era Gandhi. Es el caso de la tan famosa como falsa frase del 10%: “Solo usamos el 10% de nuestro cerebro”. Atribuida a Einstein y a otros, el caso es más grave, porque lo que dice la frase es falso (no usamos solo el 10% del cerebro) y aquí la falsa atribución viene a ser una falacia de autoridad: si Einstein dijo eso es que será verdad.
Esta historia de la falsa cita me ha hecho pensar en la reconstrucción que hacemos del pasado y que acaba figurando como “Historia oficial”. Pienso en lo que hoy en día sabemos de personajes de la antigüedad como los filósofos antiguos. Las fuentes de información sobre muchos de ellos son muy fragmentarias y tardías, recogidas por escrito después de siglos de transmisión oral. Pensemos, por ejemplo, que una gran parte de lo que sabemos de muchos filósofos antiguos es gracias a Diógenes Laercio (siglo III) que en su Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres, recopila lo que se “sabía” de ellos en su época. Entrecomillo porque allí nos habla de filósofos que vivieron hasta casi mil años antes que él (los presocráticos, por ejemplo). ¿Cuántas citas o incluso teorías de estos filósofos no serán erróneas con los criterios actuales o producto de confusiones como las de la falsa cita de Kubrick?
Lo anterior es también aplicable a los textos bíblicos. Centrándonos en los evangelios (tanto canónicos como apócrifos) todos ellos están plagados de bulos, tanto inocentes como el de Kubrick, como otros claramente inventados. Vamos a terminar hablando un poco de estos y de la pseudoepigrafía y volvemos a los bulos actuales al final.
Los evangelios se escribieron tardíamente con respecto a la época en la que vivió Jesús de Nazaret, por lo menos varias décadas después, y por autores que no lo conocieron en vida. Y, además, en lugares bastante distantes de dónde él vivió. Las fuentes con las que los compusieron eran orales, aparte de su propia imaginación. Eso explicaría multitud de contradicciones entre unos evangelios y otros (incluso entre los canónicos). Basta comparar las dos líneas genealógicas distintas que aparecen al principio de los evangelios de Mateo y de Lucas, por ejemplo. O la muerte de Judas: en el evangelio de Mateo 27, 5 se nos dice que Judas tiró las monedas de la traición al templo y que después se ahorcó, pero en los Hechos de los Apóstoles leemos que con el dinero de esa traición compró un terreno y que allí se despeñó reventándose las entrañas (Hechos 1, 18). Obviamente, o pasó una cosa o la otra, pero no las dos a la vez.
Si comparamos los evangelios llamados sinópticos (de Mateo, Marcos y Lucas) observamos muchos paralelismos entre ellos. Pero llama la atención el evangelio de Mateo por sus exageraciones con respecto a los pasajes paralelos con los otros dos. Si Marcos o Lucas hablan de la curación de un endemoniado, Mateo dice que eran dos, etc. Llegando al extremo de inventar que en el mismo momento de la muerte de Jesús en la cruz hubo un eclipse, un terremoto y una resurrección múltiple de muchos muertos (Mateo 27: 45, 51-53). Curiosamente, los pasajes paralelos de Marcos o Lucas no mencionan esos “hechos” tan extraordinarios como para pasar desapercibidos y sin mención alguna de haber ocurrido realmente.
Los propios evangelios no fueron escritos por los autores que llevan de nombre, lo mismo que la gran mayoría de los textos bíblicos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. Por ejemplo, los cinco primeros libros del Antiguo Testamento, conocidos como Pentateuco (Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio), no fueron escritos por Moisés aunque la tradición se los atribuye. Aunque solo sea por el “pequeño detalle” de que en uno de ellos se narra su muerte, su entierro y lo que pasó después (Deuteronomio, 34). Lo mismo puede decirse de los libros atribuidos a los profetas, o las cartas apostólicas. Fueron escritos por otras personas como si los hubieran escrito los profetas o apóstoles a quienes se les atribuyen.
A este fenómeno se le conoce como pseudoepigrafía: escribir un libro como si lo hubiera hecho otro (con más prestigio y autoridad) y hacerlo pasar por suyo. Pero ¿por qué? Para entenderlo hay que dejar de lado nuestra mentalidad moderna y pensar como los antiguos. No era pura falsificación en muchos casos. En aquella época no existía el mismo concepto de individuo ni de autoría. La idea en la cabeza de quienes hacían eso era más o menos esta: escribían (seguramente con buena intención) lo que, según ellos, habría escrito el profeta o evangelista de turno. Veían la obra como una obra colaborativa en la que simplemente corregían o añadían lo que el “autor” hubiera escrito si hubiera podido. Atribuírselo a él era para dotarlo de su prestigio y autoridad. Me imagino al verdadero autor del evangelio de Marcos, por ejemplo, recordando todo lo que ha oído de Jesús de Nazaret y diciéndose: “Si yo fuera Marcos, ¿qué habría escrito?”, y poniéndose a escribirlo. También me imagino al de Mateo echándole más dramatismo: “Voy a poner un eclipse aquí que queda muy bien, para que se note que era un momento especial” (incluso puede que pensara: “Seguro que hubo un eclipse en este momento tan especial, voy a ponerlo”). De hecho, sabemos que los copistas medievales, a través de los cuales nos han llegado los textos antiguos, también los “corregían” de la misma forma. El famoso texto flaviano que contiene uno de los pasajes más antiguos sobre Jesús de Nazaret también fue “corregido” de la misma manera.
Salvando las distancias y las diferencias, es algo parecido a la novela histórica: si están bien hechas, lo que narran no es literalmente cierto, pero podría haberlo sido. Es decir, no narran nada que no pudiera haber sido así, ni desvirtúan el contexto general en el que insertan la historia concreta, al revés, nos dan información veraz de ese contexto (y, además, de forma más amena que un libro de texto). Aunque en este caso, los textos bíblicos serían más parecidos a la película de El laberinto del Fauno (Guillermo del Toro) que a la novela La voz dormida (Dulce Chacón). El problema que tenemos con los textos bíblicos es que las licencias y exageraciones de sus autores (o mentiras sin más) se han tomado como ciertas y literales, mientras que Guillermo del Toro no pretende hacernos creer que en la guerra civil española había faunos y otros seres fantásticos al lado de falangistas y maquis. Por cierto, la investigación actual sobre mitología viene a decir que en el pasado, la gente tampoco se creía literalmente los mitos que se transmitían oralmente en la época. Eran conscientes de que lo importante era la moraleja del mito, y precisamente por eso los mitos contenían milagros y exageraciones tan evidentes. Eran como una señal de eso mismo: atiende al mensaje profundo, no te quedes en lo fantástico. El problema viene cuando los mitos (orales) se escriben y se convierten en textos sagrados que se toman como la palabra literal de Dios. Y ahí tenemos a los creacionistas negando la teoría de la evolución de las especies, por ejemplo.
Retomando los bulos actuales, muchos de ellos también tienen ese formato o creo que sus creadores piensan de una manera parecida. Por ejemplo, los bulos en los que se toman imágenes de disturbios en otros sitios y se hacen pasar por imágenes de disturbios en Catalunya, o de ataúdes de otros países y se hacen pasar por ataúdes en España de fallecidos por la COVID-19. Si bien son literalmente falsos, su autor verdadero es como si dijera: este disturbio tal cual no ha ocurrido en Catalunya pero ha habido otros parecidos a este; en España ha muerto mucha gente y el gobierno nos lo oculta, y voy a expresarlo con esta imagen. De ahí que aunque se desmonte la literalidad del bulo su mensaje profundo siga afectando. Esos bulos no van dirigidos a la razón sino a las emociones: no tratan de transmitir lo que literalmente está pasando sino lo que podría pasar (según lo que piensan quienes lo hacen, claro está). Y eso activa las emociones de quienes los reciben y los comparten. No lo hacen tanto porque crean que literalmente está pasando eso (puede que sí) sino sobre todo porque sienten o comparten el sentimiento de que algo así puede pasar. El problema es que, en muchos casos, es pura paranoia: el autor inventa un bulo porque sinceramente cree algo, cuando en realidad está sinceramente equivocado. Y entonces es cuando sí se tergiversa la realidad. Obviamente, también hay casos de mentiras puras y duras.
Afortunadamente, hoy día contamos con recursos como Newtral o Maldita que se encargan de analizar los bulos. La única pega es la misma que se le puede hacer al escepticismo organizado: que durante mucho ha invertido demasiado esfuerzo en demostrar que tal o cual pseudociencia es falsa y no tanto en intentar comprender por qué, a pesar de ser así, tanta gente las sigue creyendo. Y la respuesta no es la mera ignorancia o falta de información. Pero eso lo hemos intentado explicar en otro sitio: “Aprendiendo de la pseudociencia” (también aquí).
Andrés Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria.