¿Qué era un auto de fe? ¿Dónde se celebraban? ¿Cómo se desarrollaban? ¿Cuándo y por qué desaparecieron? ¿Cómo eran los autos de fe en Cuenca y cuándo se celebraron?
¿Qué era un auto de fe? ¿Cuántos tipos había? ¿Dónde se celebraban? ¿Qué dificultades había? ¿Cómo se desarrollaban? ¿Cuándo y por qué desaparecieron? ¿Qué eran las Relaciones? ¿Cómo eran los autos de fe en Cuenca y cuándo se celebraron? Respondemos a estas y otras preguntas en el espacio El Archivo de la Historia que coordina Miguel Jiménez Monteserín y que emitimos los jueves cada quince días en Hoy por Hoy Cuenca, y que en esta ocasión dedicamos a los autos de fe de la Inquisiciónque en la ciudad de Cuenca se celebraban en la plaza Mayor frente a la actual fachada del convento de las Petras.
MIGUEL JIMÉNEZ MONTESERÍN. Entre las pruebas que avalan el éxito histórico alcanzado en su cometido por el tribunal del Santo Oficio de España se halla con toda seguridad la de su definitiva identificación universal con la ceremonia empleada para hacer públicas sus sentencias. Confirma la eficacia de tales métodos publicitarios que la impronta de su huella social haya quedado grabada de modo indeleble en la cultura vulgar, hasta el punto de que mucho más que el tan denostado secreto procesal y a un paso del supuesto monopolio de la Inquisición en el empleo del tormento como procedimiento judicial para la verificación de confesiones y testimonios, el auto de fe, con harta frecuencia confundido con la posterior ejecución en la hoguera de las penas capitales impuestas a los delincuentes relapsos o reincidentes aparecidos en él, se ha convertido para muchos extranjeros, y en bastantes casos también para ciertos hispanos poco versados en las cosas de nuestro pasado, en confuso sinónimo de actuación inquisitorial:
Ernst Shäfer, uno de los primeros historiadores extranjeros que estudió el Santo Oficio hispano a partir de documentos de archivo, vio necesario aclarar a principios del siglo XX que, “Es uno de los errores más corrientes el que la ejecución de los herejes que debían ser quemados tenía lugar en la misma plaza y durante la celebración del auto de fe en presencia de las muchedumbres reunidas. En realidad, sucedía ésta después de terminado el auto de fe, en un lugar destinado para esto fuera de las puertas de la ciudad, en el llamado Quemadero.”
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Un espectáculo de masas
Tuvo el auto una gran popularidad entre las masas, como espectáculo destinado a ellas, mientras la Inquisición apoyó sin fisuras al sistema político hispano que denominamos Monarquía Católica. Reside a nuestro juicio la fortuna del método en que el auto proporcionó lugar y circunstancia adecuados para introducir en las conciencias de los súbditos del monarca hispano y de sus vecinos, lo incuestionable de la eterna victoria sobre el error de la verdad religiosa en que se sustentaba su programa político, en cuya irrefutable prueba eran reiteradas tales ceremonias que intentaban expresar lo unánime del compromiso social en favor del catolicismo.
El éxito del procedimiento inquisitorial se pondría finalmente de manifiesto al convertirse en invencible pavor frente a su autoridad imponente, tutora de conciencias, bienes y famas. Recurso puesto además al servicio de un sistema político, valida del cual, la Monarquía perseguía ante todo integrar, sometiéndolos, cuantos fragmentos operativos de poder rival pudieran hallarse en las diferentes instancias, más o menos estructuradas u orgánicas, que en cada momento daban expresión a la realidad social de cada uno de los reinos integrantes de la Corona hispana.
Si el resultado de la actuación del tribunal de la fe quedaba patente en el castigo público de los delincuentes que le eran propios escenificado en el auto, tal proceder en nada era ajeno a la práctica común de otros tribunales durante el Antiguo Régimen en toda Europa.
Si bien un espíritu tan lúcido y sereno como Michel de Montaigne, (1533-1592), deploraba la crueldad de las ejecuciones capitales en que se prodigaban los sufrimientos al reo todavía vivo, consideraba en cambio enormemente aleccionadoras para el pueblo las actuaciones «destructivas», realizadas luego de la ejecución capital, sobre el cuerpo del supliciado:
«Yo aconsejaría que estos ejemplos de rigor, por medio de los cuales se quiere tener al pueblo sometido, se realizaran sobre los cuerpos de los criminales: porque verlos privar de sepultura, verlos cocer y hacer cuartos, llegaría tanto al vulgo como las penas que se hace sufrir a los vivos, aunque sea pequeño su efecto como dice Dios: Matan el cuerpo y después no pueden hacer otra cosa [Lc. 12, 4].
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Dimensión teatral
Lo peculiar del Auto de Fe venía de su condición religiosa, que convertía en estricta liturgia sagrada la proclamación pública de las sentencias, objeto de rituales laicos diferentes cuando aquellas habían emanado de otros fueros. El contexto de diferentes etiquetas ceremoniales de que el auto se vio rodeado a lo largo del tiempo tiene que ver asimismo con la presentación formal que acompañó en cada época a la exhibición pública del poder monárquico y al apoyo más o menos explícito que, por mor de las diferentes circunstancias históricas, requirió éste, en cada momento, a los jerarcas de la Iglesia española.
La dimensión formal y plástica que, como una fiesta más del poder establecido, alcanzó el auto de fe en un momento determinado, el del barroco seiscientista en concreto, facilitó la fijación de su estereotipo en el exterior. Semejantes a sí mismos como ceremonias litúrgicas que al cabo eran, a los ojos de los europeos que leían relatos de viajeros o tenían acceso a las estampas que divulgaban su imagen fueron todavía menos cambiantes, contribuyendo sin más al sostenimiento del tópico de la sanguinaria brutalidad inquisitorial que finalmente inspiraba los juicios críticos elaborados por diferentes autores para denostar selectivamente los procedimientos del Santo Oficio hispano.
De todos modos, el auto de fe no era una especialidad hispana, ni en cuanto al nacimiento, ni tampoco en su calidad de ceremonia pública expiatoria, preliminar al castigo de delitos cometidos en el ámbito penal sacro o profano. Su origen, como el del propio Santo Oficio, era medieval y su ritual mismo había quedado fijado ya por los dominicos cuando estos frailes actuaban contra los herejes cátaros y valdenses por el sur de Francia en el siglo XIV. La excepcionalidad jurisdiccional sobre los delitos heréticos otorgada a los inquisidores por el sumo pontífice, usurpando la ordinaria que por tradicional derecho propio pertenecía al resto de los obispos en sus diócesis, fundamento procesal de la institución, ha de considerarse una muestra más del programa centralizador del gobierno de la cristiandad puesto en marcha por el papado a partir del siglo XII, el cual alcanzaría al cabo un desarrollo muy destacado en la actividad de la curia aviñonesa durante el XIV. Fue en ella también donde, para refuerzo del poder pontificio en su ámbito territorial propio, evolucionó el procedimiento judicial y fue perfilado el inquisitivo en aras del restablecimiento del orden moral y de la rectitud en la creencia postulados.
A medida que el tribunal del Santo Oficio se fue convirtiendo en una institución cuya actuación extrañaba cada vez menos a la mayoría de los españoles, los espectáculos publicitarios que la rodeaban pasaron a integrarse periódicamente en la vida de ciudades y aldeas. Edictos y autos interrumpían su monótona rutina diaria del mismo modo que las ceremonias esplendorosas del culto previstas por el calendario a fecha fija, las celebraciones festivas extraordinarias, laicas o religiosas, e igual que las demás crueles manifestaciones de rigor punitivo con que eran castigados los delincuentes de derecho común.
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Distintos tipos de auto de fe
El paso del tiempo fijaría definitivamente la fisonomía de tales autos, y cabría así distinguir entre auto general, celebrado «con gran número de reos de todas clases», y auto particular, en el que salían tan sólo «algunos reos, sin aparato ni solemnidad». El auto singular afectaba a un reo único y se celebraba unas veces en la plaza pública y otras en el interior de una iglesia. El autillo era el auto singular celebrado en el interior de las salas de tribunal, donde cabía distinguir aún que fuese a puertas abiertas o a puertas cerradas, y en este último caso que asistiesen a él un número fijo de personas de fuera del tribunal o tan sólo quienes trabajaban a su servicio.
Durante las visitas del distrito, era frecuente hasta el siglo XVII que condenasen los inquisidores los delitos menores, para los que no era necesaria la reconciliación, con ciertas penas, casi siempre pecuniarias, a las que acompañaba la penitencia pública. Cumplían aquella los reos oyendo la misa mayor que se decía un domingo en la iglesia del pueblo donde residía el inquisidor, expuestos a la afrenta social, descalzos, de pie, descubiertos, desceñidos y con una vela en la mano. También en las sedes de los tribunales tenían lugar estas prácticas, pero cuando se trataba de delitos importantes se procuró siempre que las reconciliaciones tuviesen ordinariamente al auto como escenario, aunque no fuera éste general y se celebrase en el interior de una iglesia, cuyo espacio habría de excluirse siempre que hubiese alguna sentencia que implicase la ejecución capital tras la entrega del reo a las autoridades civiles.
Las Instrucciones con que gobernaba el tribunal desde 1561, al referirse al auto, dejaban al arbitrio de los inquisidores de cada distrito la fijación de su fecha, la cual, eliminadas las vacilaciones de la práctica anterior, debía ya coincidir invariablemente con un día festivo. En cuanto a la hora, se les recomendaba comenzar pronto:
“Acuérdese el día del Auto y notifíquese a los Cabildos de la Iglesia y Ciudad.
Estando los processos de los presos votados y las sentencias ordenadas, los inquisidores acordarán el día feriado que se deve hazer el auto de la fe, el qual se notifique a los cabildos de la yglesia y ciudad y adonde aya audiencia [al] presidente y oydores, los quales sean combidados para que lo acompañen, según la costumbre de cada parte. Y procuren los inquisidores que se haga a tal hora que la execución de los relaxados se haga de día por evitar inconvenientes.”
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Las dificultades de los autos
Ccon el fin de estimular el celo de los jueces en el despacho de los procesos, cada vez que durante el siglo XVI celebraba auto un tribunal de distrito y llegaba al consejo la relación correspondiente de lo actuado en él, con noticia puntual del carácter y culpas de los reos, sentencias y penas que les habían sido infligidas, solía proponer éste al inquisidor General se remitiese una ayuda de costa extraordinaria, o propina, que gratificara el trabajo realizado por los jueces locales y el resto de miembros del tribunal en cuestión:
La celebración de un auto planteaba numerosos problemas a los jueces de cada tribunal. Dado que se trataba de una ceremonia religiosa solemne, había de contarse primero con las autoridades diocesanas. Asistentes obligados a la ceremonia eran, según la instrucción, además del obispo y una porción destacada de los miembros del cabildo catedral, los representantes de la justicia real, corregidor, regidores, integrantes del concejo de la ciudad, así como los jueces de la Audiencia, allí donde la hubiese. Su presencia destacada tenía como fin ratificar de modo visible a los ojos del pueblo que presenciaba el acto la ofensiva unánime con que los diferentes poderes se oponían a la herejía, cuyos seguidores, en diferente grado, iban a mostrarse definitivamente derrotados en aquel espectáculo. A cargo del ayuntamiento de la ciudad solía hallarse en ocasiones la construcción del cadalso y tablado sobre el que se realizarían las ceremonias pertinentes, lo que provocaba a veces reticencias, cuando no negativas, por parte de sus regidores, quienes alegaban con frecuencia para eludir el gasto la penuria de que solían adolecer la inmensa mayoría de las arcas municipales. No faltaban tampoco las diferencias protocolarias con prelados, canónigos y religiosos, ni menos con los representantes de la justicia real, corregidores, tenientes o alguaciles, previas unas veces al momento del auto a causa de rivalidades jurisdiccionales, y otras nacidas a raíz del acto mismo, por cuestiones de preeminencia jerárquica en las que se mezclaban problemas de autoridad y rango, reveladores a la vez de conflictos muy anteriores al preciso enfrentamiento suscitado entonces. No era asunto baladí que en un auto estuviese presente o no la justicia laica. En los siglos modernos la autoridad regia reclamaba en exclusiva para sus representantes la aplicación de los castigos aflictivos sentenciados por los jueces, cualquiera fuese la jurisdicción, eclesiástica o señorial de que dependiera la actuación de éstos. La pena capital exigía sin excepción que la pronunciara el juez civil y era por ello imprescindible su presencia en los autos cuando había en ellos sentencias de relajación. Una vez en manos de las autoridades laicas, la legislación del reino preveía la inmediata condena a muerte de los reos.
No hay que olvidar, por otra parte, que a las justicias laicas competía además mantener el orden en un acto, muchas veces cargado de tensiones emocionales, al que solían concurrir auténticas multitudes fanatizadas.
La dificultad principal para la celebración de un auto general estribaba sobre todo en los gastos extraordinarios a que el tribunal debía hacer frente. El paso del tiempo y la evolución consiguiente de las circunstancias históricas españolas, responsables de la creciente importancia persuasiva cobrada por el tribunal de la fe, fueron haciendo cada vez más suntuosa la ceremonia, consistente en la proclamación pública, más o menos solemne, de las sentencias pronunciadas por los inquisidores en el curso de una concreta ceremonia litúrgica prevista desde antiguo para devolver al seno de la Iglesia a los herejes apartados de él por su desvío de la creencia ortodoxa.
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¿Dónde se celebraban?
Teniendo presente siempre la buscada ejemplaridad espectacular del rito punitivo, durante las postrimerías del siglo XV y primera mitad del XVI, los primeros autos, más o menos masivos según de grande fuese la eficacia de la ofensiva procesal llevada a cabo en cada distrito, fueron celebrados unas veces en plazas y otras en iglesias, conforme en cada tribunal se iban sustanciando los procesos. Luego, a medida que el siglo XVI avanzaba y España cobraba su particular fisonomía como Estado beligerante en el campo católico y contrarreformista, evolucionó el sentido de tales ceremonias al hacerse más imponentes y mejor vertebradas escenográficamente desde el punto de vista ideológico. Pasaron éstas a ser elementos sustanciales de la representación en la retaguardia del poder católico, en cuya defensa se combatía en tantos frentes abiertos fuera de los límites de la Península. El propósito de subrayar ostentosamente la victoria sobre la herejía y la ejemplaridad de los castigos infligidos a los sectarios protestantes, implícito a aquellas ceremonias magníficas, requería retener por bastante tiempo en las cárceles a los reos de delitos importantes, los cuales no siempre contaban con medios de fortuna personales de que sustentarse. Conviene también tener en cuenta que el hacinamiento de los encausados, sobrevenido en determinados momentos de especial crudeza en la persecución de determinados grupos religiosos, obligaría también a despachar con celeridad las causas para evitar que las enfermedades se cebasen en la población reclusa en las cárceles inquisitoriales. A fines del siglo XVI decían al Consejo de la Inquisición los inquisidores de Cuenca:
“Por otras tenemos representado a Vuestra Señoría la necesidad que hay de despachar las causas pendientes, así por la poca salud de los presos y graves enfermedades que padecen algunos dellos y mucha instancia por su despacho, como por la mucha costa que se sigue al fisco con tan poca hacienda como esta Inquisición tiene (…)”
“Para celebrar Auto Público de la Fe están todas las cosas necesarias aparejadas y no resta más de la licencia de Vuestra Señoría (…) para que se pueda publicar y celebrar con la brevedad que hubiere lugar, porque la requieren las enfermedades de los presos, que con los caloires del tiempo se van aumentando, y no hay hacienda de qué sustentarlos.”
Por otro lado, la traza misma del cadalso, cada vez mayor y más amplio, mejor adornado de tapices, alfombras y colgaduras, que se hacía preciso comprar o alquilar, las luces que iluminaban el altar y llevaban en sus manos los familiares, las vestiduras de reos y estatuas, las capillas de música que actuaban, los acompañantes clérigos, religiosos y laicos a quienes era necesario dar de comer cuando no remunerar o agasajar, todo contribuía a disparar peligrosamente los gastos y a desequilibrar aún más la permanentemente frágil economía de los diferentes tribunales.
Como paradigma de cuanto va dicho pueden servir lo averiguado para el Santo Oficio toledano. A medida que el auto general se vuelve más suntuoso desciende el número de los celebrados, no precisamente por falta de reos que castigar, sino a causa del brutal crecimiento de los costos de cada uno que, de una vez para la siguiente, superaban con mucho los conocidos índices de inflación soportados por la economía española durante los siglos XVI y XVII. En Toledo solían celebrarse dos autos por año antes del siglo XVI, cifra que va descendiendo con el transcurso de la centuria, hasta llegar a la «crisis de 1580», a partir de la cual, se produce reducción, apenas compensada por la grandiosidad de los famosos autos de 1632 y 1680, celebrados en Madrid y donde el aporte de reos provenientes de las cárceles toledanas fue apenas significativo en el conjunto.
La lenta desaparición
Esto significó en general que la ostentosa ceremonia barroca iría desapareciendo paulatinamente a partir del siglo XVII. Moderando su aparato de apoyo externo debió finalmente recluirse en el ámbito de ciertos templos, unas veces parroquiales y otras pertenecientes a órdenes religiosas, de entre las que destacaban la de los dominicos. Allí los autos particulares, celebrados de nuevo según el ritmo que imponían la dinámica procesal, cada vez más abreviada, y las necesidades económicas de los tribunales, desplegaron mejor su estilo litúrgico originario, en tanto retenían algunos de los nuevos rasgos de edificante solemnidad barroca que se les habían ido antes incorporando, pero todo ello con un costo bastante menor. En 1689 otorgaría la Suprema una carta acordada, donde ordenaba cesase la solemnidad externa de los autos generales cuando hubiese reos que debieran ser relajados al brazo seglar.
A medida que durante el siglo XVIII decaía la actividad de los diferentes tribunales, cedía lógicamente el número de sus actuaciones públicas. Escasos los encausados, lo eran también los autos, que a lo sumo consistían algunas veces en la lectura pública en una iglesia de la sentencia de un reo singular, la cual sólo en rarísimas ocasiones fue de muerte. Ocurrió entonces, sin embargo, un curioso hecho. Justo en proporción inversa a la manifiesta reducción de la actividad procesal, cuando además dejaron de celebrarse los autos en las plazas públicas para retornar al interior de los templos, se incrementó la aparición de relaciones impresas de autos.
Las Relaciones
Quizás se proponían con ello los inquisidores divulgar mediante el escrito, para garantía de una autoridad social por devaluada menos efectiva cada vez, unas actuaciones cuya drástica disminución en calidad y número de delitos procesados mostraba a todas luces la creciente debilidad social y política del Santo Oficio. La búsqueda de publicidad coincidía además con una iniciativa editorial más o menos independiente en la medida que un mercado de la información iba constituyéndose. El consejo de la Suprema decidió centralizar en 1724 la autorización de publicar listas de sentenciados, privando de la atribución de difundir tales noticias a los tribunales de distrito.
El auto, según decimos, era una ceremonia harto compleja de suyo. Litúrgica en sus elementos formales básicos, dotada de un irrenunciable componente didáctico, cuya primera expresión era el sermón que invariablemente la acompañaba. Poseía además una gran virtualidad pedagógica merced a la variable teatralidad con que fuesen promulgadas las sentencias.
Las razones por las que el auto evolucionó han de buscarse en el contexto de los diferentes frentes anti heréticos en los que el Santo Oficio hispano bregó a lo largo de los tres siglos largos de su existencia. En sus primeros tiempos, la lucha contra los criptojudíos, un enemigo interno al que se pretendía desenmascarar aislándolo, pareció requerir tan sólo para vencerlo de manera eficaz de la complicidad de los elementos sociales comprometidos en un proyecto político de excluyente unidad de fe que tan solo afectaba a los reinos hispanos. Otra cosa sería en cambio el inopinado descubrimiento en 1557 y 1558 de la existencia de conventículos luteranos en dos núcleos urbanos del relieve económico y político de Sevilla y Valladolid, a los que se hallaban peligrosamente ligadas personas de categoría social destacada, Permitía ello suponer que el interior de la Península Ibérica se encontraba también amenazado por la misma herejía que ya había escindido definitivamente a la cristiandad europea.
Para conjurar el miedo al enemigo agazapado nada mejor que mostrar con toda suerte de medios escénicos el rigor de los castigos aplicados sin vacilación a los disidentes desenmascarados. Se procuró en primer lugar desarrollar, mediante un despliegue importante de ellos, los recursos escenográficos que ya se venían empleando para convertir el público castigo de los delitos en saludables ejemplos sociales. Luego ampliarían su eco, difundiendo sus pormenores, los testimonios escritos de tales autos. Terminarían estos desarrollando un particular género literario, destinado a la publicidad, que llegaría a hacerse un hueco propio entre los primeros ejemplares de los diversos medios divulgativos populares que, con diferentes motivos, fueron puestos en circulación durante el Barroco.
La ampulosa literatura empleada por los diferentes autores de las Relaciones de los autos de fe desarrollará más tarde, con el ánimo de facilitar su comprensión, las claves plásticas de la retórica, hecha también espectáculo efímero, durante la fiesta de la victoria de la fe sobre el error. Por ello, todo menos casual sería que el nacimiento de tal especie dentro del género coincidiese con el proceso de implantación de la Contrarreforma en España, si se considera el pródigo empleo de recursos visuales y escénicos de que sus promotores se valieron al efecto, desarrollando ceremonias litúrgicas anteriores y potenciando el valor instructivo de una peculiar estética teatral y efectista, plasmada finalmente en el complejo fenómeno cultural del Barroco.
Teniendo en cuenta su fundamental dimensión propagandística, el auto como ceremonia resulta pues inseparable de los relatos de su celebración, dado que, como auténticos medios de adoctrinamiento de masas, los papeles impresos subrayaban su sentido, ayudando a una más cabal comprensión posterior de tales ritos, tanto a los espectadores visuales que los habían seguido, como a los imaginarios de entonces y ahora.
“Un Auto de Fe escribió,
pero yo por fe no creo,
lo que en el escrito leo,
porque vi lo que decís.
Y en esto si lo advertís,
mayor renombre ganáis,
cuando a tantos ojos dais,
lo que sólo Cuenca vio,
no por el oído, no,
que eso es fe, si lo miráis.
Será, pues, demostración
libre de oscuros antojos,
pues hacéis plato a los ojos,
que alimenta la razón.”
Así se elogiaba a la relación publicada del auto de fe celebrado en Cuenca en 1654. Considerados en su doble dimensión ceremonial y literaria, los autos de fe constituyen una muestra excelente de la instrumentación política de los recursos festivos y plásticos que tiene lugar durante el Barroco con vistas a la implicación persuasiva de los súbditos en los valores que servían de sustento a la Monarquía Católica.
Autos de fe y propaganda religiosa
La propaganda, sea cual sea su vehículo, tiene como misión difundir consignas entre la masa mediante la divulgación de símbolos cargados de significado. Con la ayuda de los instrumentos técnicos y recursos plásticos existentes en cada época, procuran sus promotores especializados variar el comportamiento de quienes la reciben, procurando reforzar unas veces o modificar otras los patrones sociales vigentes, empleando para ello variados recursos, entre los que no falta en bastantes ocasiones el del temor, concreto o difuso. Se procura simplificar los problemas que se presentan a la consideración de las gentes, divulgando entre ellas estereotipos axiológicos, positivos o negativos, fácilmente asequibles, capaces por sí de suscitar emotivamente la adhesión o la repulsa previstas, en función de las conveniencias e intereses de los grupos dominantes. Teniendo esto presente, hechas además todas las salvedades pertinentes, hemos de considerar, pues, al de las relaciones de autos como un género de marcada dimensión popular, bastante próximo al de otras producciones literarias coetáneas de parecido corte cronístico destinadas al consumo de un amplio público lector, directo o a la escucha. Partimos de que se trata de una literatura propagandística y oficiosa, crónica escueta unas veces de los méritos de las sentencias públicas pronunciadas por el tribunal, acompañada otras de un ampuloso comentario apologético o edificante, en que se da cuenta de los pormenores de la ceremonia. Se asimilan con ello estas relaciones a las de festejos públicos. Sin embargo, dado que su peculiaridad consiste en dar cuenta de los delitos/crímenes cometidos contra la fe, entre los que destacan como los más graves, en holgada proporción, los de judaísmo, mahometismo o luteranismo sobre los de errada opinión dogmática o moral, así como del castigo infligido a cada delincuente de los enumerados, que en algún caso comportaba la ejecución capital asimismo descrita, creemos posible emparentar de algún modo además tales relaciones con la ínfima literatura contenida en los pliegos de cordel. Y ello en la medida en que en algunos de estos se tenían en consideración temas paralelos a los de los folletos de los autos, tratándose en ambos casos de impresos de escasa entidad material y reducido costo, accesibles por tanto a bastantes bolsillos. No es posible resumir aquí el sentido profundo de esta subliteratura popular de tan profundo arraigo, pero ateniéndonos a los análisis hechos del tema, encontramos que el modo de afrontar en los pliegos los asuntos religiosos y las ejecuciones de criminales presenta ciertas similitudes con la estructura discursiva de los autos, abstracción hecha de la superior calidad literaria presente de ordinario en éstos.
El hecho de que las relaciones den cuenta de castigos públicos aplicados en nombre de Dios a herejes bien calificados para la repulsa popular, nos aproxima al castigo divino como frecuente colofón de las atroces transgresiones criminales que muchos pliegos relatan. El temor individual de cara a la violencia social, la aparatosidad y la truculencia tremenda presentan diferentes versiones en ambos géneros de documentos, en los que se mezcla con harta frecuencia el fanatismo religioso con la morbosidad que siempre ofrece lo criminal, proponiéndose en la mayoría de los casos desenlaces edificantes, aunque también aquí difieran los matices de los discursos empleados, puesto que la simpatía generada a veces por el bandido marginal entre los lectores de pliegos, paliada al final muchas veces por su muerte integradora y «edificante», carecía en bastantes ocasiones de paralelo complemento en los autos, mucho mejor planeados desde el seno mismo de la ortodoxia institucional y a su estrecho dictado para generar la repulsa popular frente a desviación heterodoxa.
Nadie podía permanecer indiferente ante un espectáculo concebido para conmover desde el temor, comenzando por la expectación creada luego del anuncio del evento y el despliegue de las ceremonias preliminares más tarde. Siguiendo con la humillación pública de los herejes, al ponerse de manifiesto sus culpas; las penitencias sentenciadas, las ejecuciones, todo conduce de manera progresiva a un estado de tensión anímica extremo, así a los protagonistas pacientes como a los actores/directores y del que también los diferentes espectadores participan. La ceremonia absolutoria restablece por fin el orden roto y ayuda a mudar en alivio y contento la emocionada aflicción de quienes han visto desenmascarar el error propio y el ajeno y hallan cauce de purificación interior en la penitencia corporal impuesta, cuya compunción abre la puerta a la conversión humilde, subrayado todo ello con la unánime y explícita adhesión de los espectadores a la propuesta dogmática formulada por la palabra y el rito.
¿Cómo se desarrollaban?
Configurado el auto, según querían los tratadistas, como un remedo del Juicio Final divino, sus actos sucesivos iban proponiendo el paralelismo:
«Que en esto se parece el Auto de la Fe al del Juicio Universal, y se diferencia de los demás tribunales, que en los otros los procesos no se publican a todos, contentándose los jueces con que conste el delito al reo y a quien lo ha de juzgar y a los que han andado en hacellos. Pero en el de la Inquisición, como es tan justificado, para que conste no solo al reo, sino a todo el mundo, cuán justamente es castigado el delincuente y cuán justificada tienen la causa los jueces, así el proceso como la sentencia se lee delante de todos, a imitación de lo que hará el Redentor del mundo, cuando haga oficio de juez el día de la última cuenta.»
La procesión de la Cruz Verde y de la Cruz Blanca que lo preludiaba servía para definir sendos ámbitos sagrados, uno destinado al juicio y otro al castigo. Durante el breve tiempo de su instalación ceremonial, las dos cruces atraerían la atención de las gentes hacia una especie de centro cósmico en el que se manifestaría de manera circunstanciada el duelo eterno entre el bien y el mal.
La siguiente procesión de los penitentes, en medio de la expectación popular, equivaldría al llamamiento universal a juicio. En la lectura de las sentencias, ya sobre el tablado y en presencia de lo más cualificado de la sociedad terrena que asumía el papel de corte celestial, se dejaría ver la intervención del elemento diabólico perturbador de la vida de fe de los cristianos, frente al que se yergue quien ejerce el papel vicario de juez divino, para restaurar la armonía y el orden quebrantados en la Iglesia, ora mediante la absolución y asignación de saludables penitencias a los dóciles, ora sentenciando irremisibles castigos para los pertinaces y obstinados en sus errores y pecados. Por encima incluso de la propia expresividad representativa de la ceremonia, la narración impresa que la glosa se encuentra impregnada de la misma parateatralidad perceptible en tantos documentos similares redactados con ocasión de otras solemnidades coetáneas de parecida índole.
El auto general de fe, a un tiempo ceremonia punitiva y expiatoria, pero también espectáculo «educativo», puede ser analizado, además, atenta su peculiaridad, como una más de las fiestas públicas teatralmente «ejemplares» que se organizaron en la España barroca. Sobrecogedora ceremonia de masas, puntualmente programada con el fin de estimular la adhesión militante de éstas al credo católico y al orden político del absolutismo que lo defiende, mediante la persuasión retórica en su más amplio alcance. El temor en ella, además de reanimar tibiezas, subraya la unanimidad de creencias restaurada, tan solo rota de modo incidental por la proclamada desviación de los reos allí condenados.
Lo extraordinario de las solemnidades festivas, cualquiera fuese su género, implicaba generalmente a la mayoría de los habitantes del sitio donde se celebraban. Siendo ellas en suma una celebración del poder, sus organizadores establecían cuidadosamente todos los detalles, en la medida en que el componente de representación «teatral» prevalecía de manera absoluta sobre cualquier posible iniciativa espontánea, incluso del público asistente. Actores todos, cada acontecimiento festivo reproducía puntualmente la estricta distribución de funciones protagonistas u obedientes que a cada uno de sus miembros asignaba la sociedad estamental.
En el caso de los autos de fe, el especial clima que originaba en las ciudades la suspensión de actividades y trabajos, como circunstancia previa común a cualquier fiesta de excepción, se veía reforzado por la incertidumbre que, en torno a la calidad y cantidad de los reos que en él saldrían, imponía el impenetrable secreto de que sabían rodearse los procedimientos del Santo Oficio. La hipérbole literaria de los redactores de las Relaciones da cuenta de la expectación, buscada desde luego por sus organizadores, que los pregones de convocatoria del auto creaban entre el pueblo la víspera del acontecimiento.
Las principales ceremonias
Luego de haberlo comunicado protocolariamente a las autoridades, un aparatoso pregón anunciaba al pueblo la inmediata celebración del auto, asistiendo el tribunal con acompañamiento de tropa, familiares locales armados, clarines, atabales y chirimías. Para mayor lucimiento y por ser además precisa su intervención en la custodia de los reos, se procedía también a la convocatoria de los ministros y familiares del distrito. Esto equivalía de forma indirecta a que con ellos se desplazasen hasta la capital innumerables personas procedentes de diferentes lugares de un amplio entorno, ávidas de presenciar aquel espectáculo insólito capaz de romper por unos días la enojosa monotonía en que discurrían sus vidas.
Tenía lugar después la entronización de la Cruz Verde en alguna iglesia señalada, unas veces por ser la parroquia a que pertenecía el tribunal y otras por tratarse de la de alguna comunidad de religiosos especialmente ligados al Santo Oficio, como era el caso de los frailes Predicadores. De ella partirían las procesiones que llevarían en triunfo las Cruces Verde y Blanca, esta última llamada de la «Zarza», por llevarse en ella simbólicamente algunos haces de leña con destino a la hoguera en que se consumirían los cuerpos, huesos y efigies de los herejes relajados al brazo seglar.
En la procesión de la Cruz Verde no había instrumento de aparato ni figura de pompa que se excusase: ricas andas doradas cubiertas de un palio cuajado de bordados para llevarla, acompañamiento de música instrumental y vocal, incienso, religiosos, soldados, autoridades y gentío expectante, componen un cuadro que sólo podrán evocar con alguna fidelidad quienes hayan asistido a las procesiones que durante la Semana Santa discurren por las calles de bastantes ciudades andaluzas, supervivientes del mismo contexto de espectacularización instructiva de la fe que se impuso durante la Contrarreforma.
A las salvas de pólvora que la tropa hacía, correspondían más tarde los gritos fervorosos de la muchedumbre en el momento cumbre de la entronización de la Cruz Verde, cubierta de un luctuoso velo negro, en su lugar del cadalso. El sitio escogido para instalar el tablado solía ser la plaza más céntrica e importante de la ciudad, escenario cotidiano de tratos y negocios y, a las veces, espacio también diputado para la fiesta cívica y religiosa, dotado a tal efecto de un adecuado mobiliario urbano de miradores y balconajes desde donde presenciar, además de las procesiones religiosas y corporativas, los diversos festejos y espectáculos de cañas, toros o teatro. La Plaza Mayor en Valladolid, Cuenca y Madrid, Zocodover en Toledo, la de San Francisco, a espaldas del Ayuntamiento en Sevilla, la de Bibarrambla en Granada, la de la Corredera en Córdoba, tendrían sus equivalentes en cada uno de las demás sedes de tribunal donde se celebraron autos generales.
El tinglado se alzaba unos dos metros sobre el suelo y su superficie, según las diferentes Relaciones, pudo oscilar entre los doscientos y los mil quinientos metros cuadrados. A ambos lados del plano principal unas veces, otras en una de los ángulos – dispuestas como en un enorme aparador, estaban las gradas donde, bien visibles, eran acomodados los presos, bajo la custodia de los familiares.
Cercanos, pero del todo independientes, ocupaban también allí sus puestos los diferentes invitados. En el centro, además del altar donde había sido colocada la Cruz Verde y en el que se celebraría la misa durante el auto, en lugar destacado había dos púlpitos desde donde se predicaba el Sermón de la Fe y eran leídas las sentencias, y en medio de ambos la plataforma donde, a la vista de todo el concurso de asistentes, cada preso escuchaba la suya. Sobre el ordenado conjunto dominaba el solio del tribunal local instalado ante su repostero heráldico, también ornado de emblemas a veces, sus sillas y su bufete.
El día del auto comenzaba pronto, incluso a veces los preparativos no dejaban tregua para el descanso, porque cuando, la víspera, se recogía la procesión de la Cruz Verde en el tribunal, casi de inmediato había de procederse a la organización del desfile de los penitenciados con que había de empezar la jornada ceremonial. En el altar del cadalso, hecho un ascua de luz, con arreglo a los cánones de la escenografía barroca tan amante de los contrastes, habían quedado los religiosos velando la Cruz Verde toda la noche, celebrando primero el oficio nocturno de Maitines y a continuación misas hasta el alba. La Cruz Blanca, defendida por un cuerpo de guardia, se fijaría en el Quemadero, dando pábulo a las hablillas y conjeturas de los curiosos el número de postes que, para recibir a los condenados a muerte, allí se hubiesen alzado ya.
Entretanto, en la sede del tribunal, procedían los inquisidores a comunicar a los condenados a relajación al brazo seglar su sentencia, señalando a cada uno dos religiosos para que, durante las horas que aún les restaban de vida, los alentasen y asistiesen espiritualmente y procurasen su arrepentimiento final, evitando que muriesen pertinaces e impenitentes.
Se repartía entonces el desayuno a los familiares y a los religiosos asistentes y a la vez iban vistiendo el sambenito los demás reos, puestos bajo la guarda de los familiares presentes. Finalmente, después de sonar el especial tañido que para la ocasión punteaban las campanas de la catedral o de la principal iglesia de la ciudad, se gobernaba la nueva procesión con tanta o más pompa y boato que la del día anterior. La abría la cruz alzada de la parroquia a que pertenecía el tribunal, cubierta de un velo negro, acompañada del clero revestido de sobrepellices y con luces en las manos. Seguían, porteadas sobre hastiles e identificada cada una con un rótulo en el que se leía el nombre y delito cometido, las estatuas de los encausados condenados a relajar ausentes o difuntos – las de estos llevaban además una caja con sus huesos – las cuales intentaban reproducir con alguna fidelidad su aspecto personal, empleándose, para hacer más verosímiles aquellos monigotes, caretas pintadas a propósito, pelucas y vestiduras auténticas.
En el cadalso, una vez se habían instalado las autoridades e invitados en las gradas adyacentes y antes de que llegasen los reos, daba comienzo la ceremonia litúrgica propiamente dicha con una misa rezada correspondiente a la festividad conmemorada aquél día. La celebración se interrumpía nada más dicho el Introito por el oficiante y esta suspensión se prolongaría durante las largas horas que consumirían la lectura de las sentencias, la abjuración y la absolución de los reconciliados.
Lectura de las sentencias
Asumiendo el papel del Juez Supremo los inquisidores señalaban a las autoridades laicas quienes habían mostrado ser irremediablemente heréticos y por ser el de la herejía un delito meramente eclesiástico en el que a los jueces seculares cabía únicamente ejecutar, con arreglo al derecho civil, las penas en él previstas para castigar a los herejes, de inmediato y tras de un formal simulacro de sentencia, eran conducidos por la tropa a sus órdenes hasta el lugar dispuesto desde el día anterior para el suplicio de dichos reos relajados al brazo seglar.
Superado este tenso momento, proseguía la lectura de las distintas sentencias por el mismo orden en que habían desfilado los reos en la procesión que hasta el tablado les había traído. Llamados por el alguacil, dos familiares los conducían hasta el tabladillo eminente que les estaba preparado, donde solos y vestidos del atuendo infamante que anunciaba su delito, escuchaban su sentencia, más o menos por extenso, según el inquisidor presidente lo estimara oportuno, con el fin de que pudiesen realizarse las ejecuciones capitales antes del anochecer, sin que la expectación propia de estas restara asistentes al auto mismo. Los autores de la Relación que luego sería dada a la imprenta redactaban entonces de oído un resumen de cada una que hoy calificaríamos de periodístico y que, junto con el relato de las ejecuciones, constituiría sin duda el objeto de mayor interés para los lectores de aquel género de gacetillas.
En riguroso orden, definitivamente derrotados por los vigilantes guardianes de la fe, sosteniendo todavía encendidas en las manos las velas verdes que se les habían entregado, volvían los reos a sus cárceles, custodiados por los mismos familiares y alguaciles que hasta el tablado los condujeron. Al día siguiente culminaba la ceremonia de humillación ejemplar a que habían sido sometidos el día del auto con la ejecución de las penas públicas de vergüenza y azotes a que algunos habían sido condenados. Saldrían otros desterrados o cumplirían sus sentencias en las galeras del rey, sufriendo todos en suma un escarmiento tanto más saludable cuanto mayor fuese la humillación recibida, porque atacar a la soberbia que daba origen a la independencia de criterio significaba cortar la principal raíz de la herejía.
Los autos de fe en Cuenca
La celebración formal de los autos, paulatina e inexorable como la pesquisa que les precedía, y además el cadalso donde éstos tenían lugar, su puesta en escena y sus circunstancias, constituyó un motivo de reiterado tropiezo entre los sucesivos inquisidores, las autoridades de ambos cabildos, municipal y catedral y el obispo a las veces. El lugar elegido en la ciudad de Cuenca para proclamar las sentencias de la Inquisición en auto público fue casi siempre su Plaza Mayor. Quiere esto decir que los primeros autos de fe, celebrados en la plaza de Santa María o del mercado, a las puertas de la sey conquense, dispondrían de mucho menor espacio para quienes asistieran a ellos del que luego, tras los derribos y ampliaciones realizadas durante la primera mitad del Quinientos, tendría la más extensa de las plazas urbanas en la ciudad del Júcar. Símbolo de su presencia vigilante, por más que la tarea inquisitiva fuese callada, vendría a ser el cadalso, puesto en el testero norte de la plaza, en su costado más estrecho. Algo confusas las noticias, ya desde el principio debieron producirse tensiones entre el ayuntamiento y los inquisidores, por cuanto para bastantes de los regidores la presencia continua de aquella edificación, más o menos sólida, constituía una afrenta para el honor de los conquenses. En cambio, los jueces de la fe consideraban que aquella plataforma alentaría la advertencia antiherética entre las gentes, viniendo a ser a la vez un padrón permanente de su autoridad, estratégicamente situado bien cerca de las sedes del poder local laico y religioso.
Estos fueron los autos celebrados durante el siglo XVI, la mayoría de ellos en día festivo: 27 de julio de 1511 (domingo), 18 de abril de 1512 (domingo I después de Pascua), 16 de enero de 1513 (sábado), 28 de mayo de 1515 (lunes de Pentecostés), 25 de julio de 1516 (fiesta del apóstol Santiago), 2 de febrero de 1517 (Purificación de la Virgen), 31 de enero de 1518 (domingo), 6 de noviembre de 1519 (domingo), 3 de febrero de 1521 (domingo), 25 de marzo de 1523 (Anunciación a la Virgen), 27 de diciembre de 1526 (fiesta de San Juan Evangelista), 3 de febrero de 1528 (lunes), 6 de marzo de 1530 (domingo), 12 de enero de 1533 (domingo), 14 de junio de 1534 (domingo de Pentecostés), 16 de mayo de 1540 (domingo de Pentecostés), 26 de abril de 1545 (domingo), 9 de diciembre de 1548 (domingo), 25 de enero de 1551 (domingo), 19 de febrero de 1553 (domingo), 19 de abril de 1554 (jueves), 19 de julio de 1556 (domingo), 15 de mayo de 1558 (domingo), 16 de julio de 1559 (domingo), 21 de septiembre de 1561 (domingo), 14 de febrero de 1563 (domingo), 6 de noviembre de 1580 (domingo), 11 de marzo de 1582 (domingo), 6 de agosto de 1583 (fiesta de la Transfiguración de Jesús), 12 de agosto de 1590 (domingo). Con todo, fue el auto celebrado el 29 de junio de 1654 el más conocido gracias a las dos relaciones impresas, en prosa y verso, que dieron cuenta de él.