El secretario y portavoz de la Conferencia Episcopal, monseñor Martínez Camino, anticipó que la visita del Papa sería un negocio espiritual y económico. Faltan todavía datos para evaluar los resultados en relación con las pretensiones asignadas a la estancia de Su Santidad Benedicto XVI en Santiago de Compostela y en Barcelona. Pero el proyecto del viaje y la configuración de sus etapas sabemos que estuvo precedido de fuertes pugnas en la Curia entre facciones de diferente orientación pastoral y política. Claro que sucede, como ha reconocido Felipe González en sus declaraciones a Juan José Millás aparecidas el domingo día 7 en el diario EL PAÍS, que "en las luchas de poder las relaciones son subterráneas: las cuatro quintas partes, como en el iceberg
[en realidad la física asegura que las nueve décimas partes], no se ven". Enseguida añade que "hay excepciones, como la del Vaticano, donde todo es subterráneo".
En otros viajes recientes Benedicto XVI ha pedido perdón a las víctimas de la pederastia y se ha encontrado con ellas. Llegados aquí, se impone hacer un reconocimiento al Papa, felizmente reinante, por su coraje para reconocer y extirpar esa lacra. Buena prueba de ello fue su decisión respecto al padre Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, quien, en medio de sus abusos y desmanes, gozó de la predilección de Juan Pablo II. Las denuncias a Maciel empezaron a finales de los años cuarenta y continuaron con reiteración sin ser oídas, mientras menudeaban las generosidades económicas del pervertido y, por ejemplo, sus hijos naturales recibían la primera comunión de manos del anterior Pontífice. Es cierto que todos estos escándalos estaban mucho más difundidos y habían prendido con fuerza en algunas diócesis de Estados Unidos y también que solo saltaron a la opinión pública a raíz del desencuentro de Juan Pablo II con Washington y su enviado Vernon Walters cuando el Papa se negó a bendecir la segunda guerra de Irak. Pero ya sabemos que Dios escribe derecho con renglones torcidos.
En la visita a España hay que distinguir dos mensajes, el del comentario hecho a los periodistas que le acompañaban desde Roma en el avión, y el de las medidas palabras del rito oficial. El primero es el que ha armado el taco, el que ha puesto la plaza boca abajo, por decirlo en términos taurinos. La queja del Papa le ha llevado a considerar comparable el laicismo actual con el anticlericalismo de los años treinta cuando la II República. Pero los desbordamientos del odio, del todo inaceptables, no surgieron del vacío del laboratorio, sino a partir de unas actitudes y condiciones ambientales de presión y temperatura y en presencia de determinados catalizadores. Luego, como ha dicho un buen amigo mío, que cristaliza en la derecha civilizada, el Ejército de Franco devolvió su posición hegemónica a la Iglesia pronta a bendecir la Guerra Civil como Cruzada. En los 40 años de nacional-catolicismo que siguieron la Iglesia triunfante se abstuvo de presentar objeciones a los abusos, venganzas, fusilamientos, censuras y demás humillaciones infligidas por el régimen a los vencidos. Vale que la Iglesia procediera a canonizar a los mártires de su Fe, pero sigue faltando un "rogamos que disculpen las molestias" dirigido a quienes fueron asesinados sin otro delito que sus propias y distintas convicciones.
En cuanto al mensaje de las intervenciones oficiales del Papa, conviene releer la conversación que mantuvieron el 19 de enero de 2004 en la Academia Católica de Baviera el filósofo Jürgen Habermas y el teólogo Joseph Ratzinger (Fondo de Cultura Económica. México, 2008). Dice Habermas que "cada religión es en su origen una imagen del mundo o comprehensive doctrine también en el sentido de que reclama ser la autoridad que estructure totalmente una forma de vida". Añade que "los ciudadanos, en tanto que actúan en su papel de ciudadanos del Estado, no pueden negar por principio a los conceptos religiosos su potencial de verdad, ni pueden negar a los conciudadanos creyentes su derecho a realizar aportaciones en lenguaje religioso a las discusiones públicas". Ratzinger reconoce, por su parte, que "en la religión hay patologías altamente peligrosas pero que también hay patologías de la razón". Por eso, sostiene la necesidad de "una correlación de razón y fe, de razón y religión, que están llamadas a depurarse y regenerarse recíprocamente, que se necesitan mutuamente, y deben reconocerlo". Y concluye que "los dos agentes principales en esa correlación son la fe cristiana y la racionalidad occidental laica y que esto se puede y se debe decir sin caer en un falso eurocentrismo". Continuará.