El monstruoso comportamiento del padre de las niñas Anna y Olivia, con la terrorífica y exclusiva intención de que su muerte y desaparición pudieran hacer infeliz a su madre durante toda su vida, reclama imponderable multitud de reflexiones de signo diverso. Desde mi condición de comentarista de la actualidad informativa ético- religiosa, me decido a redactar estas sugerencias:
Por fin, y casi mayoritariamente, la Iglesia católica aún en sus grados jerárquicos y en alguna que otra homilía o sermón, no se ha privado de condenar hechos tan luctuosos, con dolor y lágrimas, al igual que lo ha hecho, y lo sigue haciendo el pueblo, y no solo por el caso concreto de referencia, sino de tantos otros con idéntica relevancia, tal y como aparecen en los noticiarios de casi todos los días, con o sin previas denuncias de ellos, dado que estas significan poca cosa a la hora del hipotético descenso del números de mujeres sufridoras de los malos tratos.
“La maté porque era mía”, y “yo hago y haré con mis hijas lo que me parezca, porque para eso son mías”, son “argumentos” dramáticos que avalan y hasta en los que se apoyan quienes creen definir y justificar de alguna manera sus comportamientos. Eso no obstante, se trata de “argumentos” a los que será imprescindible buscarles su origen “educador”, aún cuando la tarea resulte extremadamente dolorosa y hasta aberrante, para explicar de alguna manera conductas tan irracionales, inhumanas y desnaturalizadas.
Y en este contexto no hay más remedio que apuntar a la influencia, decisiva a veces, que tuvo, y sigue teniendo la llamada “educación religiosa” en la relación Iglesia-hombre y mujer. Para ludibrio y vergüenza de propios y extraños, la reacción “pastoral” reflejada en los medios de comunicación con protagonista de un sacerdote que aseguraba fundamentar su doctrina en la de la Iglesia “de toda la vida”, resulta ser no solo sospechosa, sino digna de reflexión y absoluto y global arrepentimiento .
“A lo bestia”, fundamentalista, sin ninguna clase de consideración y respeto por los sufridores que éramos-y debiéramos ser- todos, ofendiendo a la humanidad, el sacerdote en cuestión, en sus primeras declaraciones, se sentía actuar de “vocero” de la Iglesia, en la formulación generalizada de su doctrina “oficial”, sacramental, y con sumisión total al hombre y consideración “religiosa” a la indisolubilidad del sacramento del matrimonio, por aquello de lo que “Dios ha unido que no lo separe el hombre”, y muchos menos si él o ella-o los dos- son y ejercen de “adúlteros”.
Y es que la Iglesia, aún con gratas referencias a los notables esfuerzos de algunos de sus miembros, también jerárquicos, sigue siendo machista, aún con alardes de serlo. Así como suena, y sin que tal terminología pueda edulcorarse con otros términos académicos.
Para la Iglesia, “hombre” ya desde su misma creación por Dioses solo y fundamentalmente “varón”. No es “ser humano” y, por tanto, “hombre-varón” y mujer. Adoctrinamiento frontal como este determinan la super-valoración del sexo masculino y la infravaloración del femenino, “pecado” por su condición y naturaleza, impura, sumisa, esclava, propiedad del hombre del que dependerá a perpetuidad como esposo, padre, hermano, hijo y de cuya condición de “persona” -que no de “cosa”- se discutirá con aportaciones de la teología escolástica y de la misma filosofía.
A la Iglesia, y más a la jerárquica, no se le puede negar veracidad en el “lloriqueo” con ocasión de las nefastas noticias de las muertes que engrosa el martirologio de los malos tratos. Pero a la Iglesia se puede y debe exigírsele que termine de una “santa” vez, con cualquier gesto, doctrina, y comportamiento que incluya la más leve e insignificante marginación por el hecho de ser mujer.
La Liturgia, el Derecho Canónico, la doctrina de algunos de los “Santos Padres”, papas, obispos, curas y algunos laicos, demandan regeneración y “borrón y cuenta nueva” en su proclamación, nada parecida al testimonio de vida dado y encarnado en Jesús en los evangelios. Es inmantenible en los mismos toda discriminación por razones de sexo y menos dentro de la Iglesia , que automáticamente tendría que cuestionarse si es Iglesia y si además, es católica.
Dejen los lloriqueos jerárquicos para otra ocasión y afronten cuanto antes el problema de la relación Iglesia- hombre y mujer, si todavía les da tiempo a no perderlas del todo, tal y como aconteció con los obreros y los intelectuales.
En la Iglesia, y fuera de ella, la mujer es mucho más importante que la liturgia, que el Derecho Canónico, y que los curas y los obispos.