Hoy empieza a ser verdad la eutanasia en este país. Hoy empieza el fin de las cadenas perpetuas en cuerpos cárcel, entre barrotes de carne propia, en celdas erigidas por sectarios que siguen creyendo que pueden imponer sus ideas sobre la vida y la muerte cuando hace tiempo que dejaron de mandar de esa manera. Hoy empezamos a ser seriamente más libres. Hoy parece un día cualquiera, pero no lo es.
En estos tiempos de libertades ridículas, reflexionar sobre esta conquista es más necesario que nunca. La libertad de morir hace que vivir sea más bonito. Saber de antemano que, salvo accidente, podremos irnos como soñamos es una conquista tan valiosa como sufrida.
Porque: ¿cuántos se vieron obligados a marcharse solos y con fármacos clandestinos para no poner en peligro a los que estaban dispuestos a ayudarles a ser libres en serio? ¿A cuántos se condenó a sufrimientos infinitos solo porque ya no podían matarse solos y no tenían a quienes estuvieran dispuestos a hacerlo por ellos? ¿Tanto cuesta entender el agravio comparativo que supone que quien pueda suicidarse lo haga y quien ya no pueda lo tenga prohibido? ¿Hay alguna crueldad más inútil que condenar a alguien a torturas constantes indefinidas cuando no cree que tengan premio, que valgan la pena, que tengan ningún sentido?¿A los que estaban y siguen en contra de este derecho supremo no les pesa la culpa por tanto dolor infringido? ¿Qué libertad de pensamiento era esa que en un Estado laico obligaba a vivir por encima de las posibilidades del vivo? ¿Cómo va a decidir otro cuánto es el dolor aceptable, si los umbrales del dolor son tan distintos como íntimos?
Hay tantos interrogantes a este respecto y, sin embargo, es tan rotunda la afirmación que dice vive y deja vivir y que por fin aquí dirá lo mismo sobre morirse. Saber vivir es una lección que aprendemos o no a lo largo de la vida y saber morir se acaba de convertir en España en algo planificable, para cuando vivir deje de tener sentido. Ya no tendremos que improvisar el final, saltando por encima de mil obstáculos peregrinos, para simplemente poder despedirnos como cada uno haya decidido. Muere y deja morir, será un nuevo dicho.
Todos los que hemos sido testigos de agonías insufribles, los que hemos rezado a los vivos para que el martirio terminase, somos conscientes de la magnitud de la victoria social que hoy se impone por ley como derecho superior: el derecho a morir dignamente por encima del derecho a imponer creencias y credos. ¿Acaso hay derecho más fundamental que este?
Para esta pregunta sí hay respuesta y la mayoría responde lo mismo. El 72% de los españoles católicos o no, según el CIS, se declaran a favor de esta libertad. Sin embargo, en contra de este inmenso quórum, PP y Vox han recurrido esta ley, de momento sin éxito, en los más altos tribunales. El Constitucional, por ahora, se ha negado a suspender cautelarmente la ley como Vox pedía. Pareciera que los conservadores de este país no se han dado cuenta de que ya no son quienes dictan cómo se vive, cómo se ama, ni cómo se muere.
Pero más allá de las pataletas de los que han perdido su facultad de imponer, hoy hay que acordarse de los que se nos fueron peleando por conseguir lo hoy conseguido. Acordémonos de todos esos que se marcharon retransmitiendo sus tristes finales para regalarnos mejorar los nuestros. Rememoremos a los que se despidieron haciendo de su despedida parte de la larga lucha de los que creemos más en lo humano que en lo divino, de los que pensamos que el mundo y la vida solo será mejor si con nuestros hechos lo conseguimos.
Tengamos presentes también a los que en actos supremos de amor y valentía ayudaron a los suyos a terminar con el tormento que les había tocado en suerte, en esa ruleta azarosa de la que todos tenemos números. En especial, me acuerdo de Ángel Hernández, que esperó junto a su mujer a esta ley que para ellos no llegó a tiempo. Ella repitió y repitió que “no quería dormirse, que quería morirse”. Lo declaró y lo requetedeclaró después de 30 años de lucha contra una esclerosis múltiple que ya le hacía la vida imposible. Acordaron grabar cómo se veían obligados a hacerlo solos en 2019. Ángel fue detenido. Según su relato, los policías que le arrestaron le decían: es la ley pero nosotros habríamos hecho lo mismo. Su caso se derivó a un juzgado de violencia de género, como mueca final de la justicia ultraconservadora española, desvirtuando lo primero y lo segundo.
Y no nos podemos olvidar del Doctor Montes. No lo conocí bien pero coincidí en algún plató de televisión y su humanidad, su sencillez, su perplejidad ante el circo televisivo me conmovieron aún más de lo que su historia ya me había conmovido. Siendo jefe de urgencias del Hospital de Leganés, la Comunidad de Madrid le acusó de haber sedado ilegalmente hasta la muerte a casi 100 personas. Lo convirtieron en “El Doctor Muerte” los largos años que duró la cruzada. Hace tiempo que intentan convencernos de que no hay buenos ni malos pero haberlos, haylos. Y somos mayoría.
El doctor Montes era de los buenos, lo mejor. Alguien capaz de jugarse la carrera que amaba, su libertad, su integridad y hasta su seguridad por ayudar a morir dignamente a quién no tenía otra salida. Lo hizo siempre dentro de la legalidad impuesta, como sentenciaron los jueces después de años de persecución judicial. Miguel Ángel Rodríguez, el hoy jefe de gabinete de Díaz Ayuso, lo llamó “nazi” dos veces en televisión. Años después tuvo que pagarle 30.000 euros de indemnización, cuando le ganó en los tribunales. Sin embargo, el doctor Montes perdió su demanda para demostrar que Manuel Lamela, el entonces consejero de Sanidad, había presentado aquella ignominiosa denuncia contra él sabiéndola falsa. La denuncia de Lamela y los suyos, que no fue a ninguna parte, sí sirvió para que muchos murieran aquellos largos años pagando con sufrimiento gratuito que los médicos no se atrevieran a sedarles por miedo a correr la misma suerte que Montes, que fue retirado del servicio.
Sobre la muerte de este doctor excepcional, que se fue inesperadamente en 2018, tal vez no podamos evitar preguntarnos si no lo mató de un infarto a los 69 años la intolerancia ya descrita y los seis años de batalla encarnizada en los tribunales y en todas partes por cómo fue señalado.
Escrito y recordado todo esto, solo me queda celebrar que España por fin entre a formar parte del selecto club de los libres en serio. La eutanasia solo es legal en Holanda, Bélgica, Luxemburgo y Canadá. El suicidio asistido está permitido en Suiza y en algunos estados de EEUU y Australia.
A partir de hoy unas 4.000 personas al año, el 1% de todas las muertes registradas, morirán mejor gracias a esta conquista, según la Asociación “Derecho a Morir Dignamente”. Así que alegrémonos por ellos y seamos conscientes de que, moleste a quien moleste, en España ya podemos vivir sin miedo a la mala muerte.