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Libertad y laicismo

Periódicamente se aviva en México, en materia de laicismo, algo que no llega siquiera a una discusión más o menos formal porque los términos de referencia de que se parte son equívocos o por lo menos confusos.

Cuando se produce un cierto tipo de crítica a dislates como los formulados por ejemplo por el obispo Onésimo Cepeda en relación con el laicismo, la reacción a ella suele dar un salto cuántico para llegar a la conclusión de que lo que se quiere, como observaba bien Jorge Traslosheros el sábado pasado en estas páginas, es callar a los representantes eclesiásticos. Nada más lejos de esa pretensión.

La existencia de un estado laico y la libertad de expresión son dos cosas diferentes, aunque el ejercicio de ésta, al menos en el contexto de las creencias, es plenamente posible gracias justamente al primero.

El laicismo, como se ha repetido hasta el cansancio, garantiza la convivencia civilizada de distintas culturas y el respeto a la pluralidad de credos y ha sido, sin duda, uno de los pilares esenciales en la formación de las naciones occidentales.

Ha permitido que puedan coexistir, en una misma comunidad política y social, creyentes de cualquier signo al lado de quienes no practican ninguna confesión religiosa, o, simplemente, no creen. Y es, en suma, la mejor manera que tienen el individuo, la familia y la sociedad de defender su independencia y su libertad de conciencia, principios que el estado tiene la obligación de garantizar para todos y en todos los ámbitos.

La libertad de expresión, por su parte, tiene que ver ciertamente con la posibilidad de que, dentro de la ley, todo ciudadano, y los miembros del clero lo son, puedan decir lo que les venga en gana, pero en este caso va más allá de ese supuesto básico.

Como ocurre con cualquiera que tenga un liderazgo social, sus opiniones no son intrascendentes, tienen una repercusión y una influencia, más o menos relevantes, sobre un universo cuyo pensamiento y, eventualmente, su conducta, puede nutrirse en alguna medida con las reflexiones de aquellos en quienes ha depositado una confianza, en este caso espiritual o religiosa.

Si la jerarquía eclesiástica trivializa o vulgariza, por protagonismo, por interés o por complicidades políticas, como suele hacerlo, acontecimientos, temas o instituciones, no sólo pervierte el examen razonado de la realidad sino que lesiona la posibilidad de construir un debate inteligente, informado y de altura de los asuntos públicos —la economía, la seguridad o la demografía, por citar algunos— cuya comprensión es esencial para entender colectivamente en dónde estamos y hacia dónde ir.

En estos casos, el lugar común de que “toda opinión es respetable”, como dice bien Savater, es una “menuda tontería… es la negación absoluta de la razón y del progreso”.

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