Nuestra carta fundamental consagra la libertad de conciencia y de religión, en forma individual o asociada; no hay persecución por razón de ideas o creencias; no hay delito de opinión; el ejercicio público de todas las confesiones es libre, siempre que no ofenda la moral ni altere el orden público. Vale la pena reflexionar acerca de este importante derecho fundamental, referido -puntualmente- al ámbito de libertad del individuo, conquistado en la lucha contra el poder religioso; ya Jesús, el Cristo, exhortaba a “dar al César lo que es del César y dar a Dios lo que es de Dios”, en una clara separación del poder divino del poder político; con el devenir histórico, la organización social y política de la religión ha pasado de ser concebida como una institución, en la que uno nace, a una asociación, a la que el individuo puede adherirse.
Somos conscientes de que nuestra sociedad cada día es más plural y diversa, más dinámica y heterogénea; atrás quedó el Estado que se relacionaba con una sociedad relativamente homogénea; hoy en día los fenómenos de la migración y la globalización, así como los avances científicos y tecnológicos, hacen que los grupos pequeños se distingan de la mayoría y que asuman y defiendan su identidad frente a ésta; una de esas diferencias es, precisamente, las creencias religiosas. La historia nos ha venido demostrando que la violencia y la discriminación por motivos religiosos siempre ha estado presente en la humanidad; estas taras aún están presentes y causan persecución y enfrentamiento; alrededor de un quinto de la población mundial no puede disfrutar de este derecho fundamental porque vive bajo regímenes fundamentalistas donde no pueden ejercer esta libertad; esta situación se presenta a pesar de la existencia de sendas declaraciones, acuerdos y tratados de alcance global, donde se pide a los gobiernos que cumplan con el deber de respetar, proteger y garantizar este derecho humano y todos los demás.
En todos los países del mundo hay una convivencia entre Estado e Iglesia, pero no todos son Estados laicos; en el caso nuestro, como en la mayoría de los países “latinos” ha existido -y existe- un predominio de la Iglesia católica, la laicidad de nuestro Estado sigue generando polémica. La laicidad, como tal, es un proceso histórico, un tránsito de lo sagrado de las instituciones políticas hacia el fundamento de la voluntad popular; para ello, se requiere, además, de grandes dosis de democracia, tolerancia y pluralidad, así como el respeto a los derechos y libertades fundamentales, sobre todo a la igualdad; poco a poco hemos ido adoptando las corrientes de pensamiento que desligan a la filosofía y a la moral de la religión, siendo la tolerancia la piedra angular, entendida ésta como el respeto a las ideas, creencias o culto de los demás, aunque difieran de los propios. En un Estado laico se puede garantizar una sana convivencia social y política, donde sea posible que los individuos que tienen concepciones distintas puedan llevar a cabo sus planes y actividades sin impedimento alguno, reconociendo la pluralidad de concepciones; esto sólo resulta factible con una clara separación del Estado respecto de la Iglesia o las Iglesias.
La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789) le asigna un lugar preponderante a la libertad de conciencia y religión; este derecho fundamental es recogido en declaraciones y tratados sobre derechos humanos, así como en casi todas las constituciones del mundo.