Éste es el cartel que el director del instituto ha obligado a retirar a un compañero, por considerar que podía ofender a la profesora de religión del centro.
El director asegura que no exigió su retirada sino que, puesto que se había colgado en el tablón de la sala de profesores, habilitado a tal efecto, solicitó que se considerara la conveniencia de no mostrarlo, para que la profesora-catequista no se sintiera incómoda. Sinceramente, ni me importa el motivo, ni la forma, me resulta alarmante el fondo de la decisión.
Todavía recuerdo las inquisitoriales preguntas del maestro, cada lunes por la mañana: ¿de qué color vestía el cura?, ¿quiénes eran los monaguillos?, ¿al lado de quién te sentaste?, ¿de qué trató la homilía? La asistencia a la misa del domingo era obligatoria. Para comprobar si cumplíamos con el precepto, además de este cuestionario, que aprendimos a sortear sin dificultad, el maestro nombraba un vigilante, que se encargaba de anotar en un cuadernillo los nombres de quienes hubieran faltado. Los castigos, siempre humillantes, no eran moco de pavo. Pero no debía ofenderme.
Más tarde, en el instituto, la asistencia a clase de religión también fue obligatoria. La actitud que observáramos en esta asignatura influía notablemente en la nota de las otras. La opinión del cura era siempre tenida muy en cuenta por el resto de profesores. Pero no debía ofenderme.
También fue obligatoria la religión en Magisterio. El currículum de lo que pompósamente se llamó “Formación del Profesorado de EGB”, incluía dos o tres horas semanales de adoctrinamiento. Debíamos aprender a educar cristianamente a nuestros futuros alumnos, sin tener en cuenta qué opinábamos o no al respecto, ni cuáles fueran nuestras creencias. Pero no debía ofenderme.
En Sevilla, durante el servicio militar también fue obligatoria la asistencia a misa los domingos. En traje de revista y perfectamente formados, se nos conducía hasta la capilla del cuartel y se nos obligaba a sentarnos, levantarnos, arrodillarnos y guardar absoluto silencio, mientras el comandante castrense nos leía la cartilla. Los últimos meses de mili, la asistencia a misa dejó de ser obligatoria. A quienes decidíamos no asistir nos obligaban a realizar labores de limpieza del cuartel. Era un castigo. Pero no debía ofenderme.
Durante los años que he trabajado en la enseñanza he tenido experiencias de todo tipo y, para ser sincero, no recuerdo ninguna gratificante, por lo que respecta a la enseñanza de la religión, o los compañeros catequistas que he tenido.
Era director de un centro cuando se promulgó la orden que eliminaba la obligatoriedad del crucifijo en las aulas. Y me tocó quitarlos. Créanme, tuve que soportar lo que no está escrito. Pero debía ser generoso y comprensivo con la otra parte y, en ningún caso, ofenderme por lo que se me dijera.
Siendo jefe de estudios en otro centro, tuve que atemperar y gestionar las protestas de algunos compañeros molestos por las insinuaciones de la profesora de religión, que les recriminaba que explicaran en su asignatura ciertos temas que ella consideraba contrarios a la fe católica. Pero no debía ofenderme.
Como no debo ofenderme porque se me obligue a perder dos horas semanales, entreteniendo a los alumnos que no optan por la Religión, para que sus compañeros puedan asistir a dos horas de catequesis en el instituto.
Hoy mismo me ha tocado sustituir a la profesora de Religión. Lo he hecho en el aula que comparte con Educación Física, empapelada de motivos y consignas religiosas. Pero no debo ofenderme.
Cada día, obispos homófobos y representantes de la jerarquía eclesiástica se asoman a las pantallas de los telediarios y a las páginas de los periódicos, tratando de imponernos (y parece que lo conseguirán) sus delirantes teorías sobre la homosexualidad, el matrimonio, la familia, o cualquier otro tema del que, supuestamente, entienden muy poco, si nos atenemos a sus prácticas (¡!). Pero no puedo ofenderme.
Debo soportar la ofensiva de la jerarquía católica en favor del adoctrinamiento religioso en los centros públicos y su conchabeo con el gobierno del Estado, para favorecer a los colegios concertados de ideología católica en perjuicio de los públicos, laicos y gratuitos. Pero no debo ofenderme, ni hacer nada por defender la opción contraria.
Ahora bien, este cartel es ofensivo y no debe colgarse en el instituto, para que nadie se sienta agredido. Después de tantos años soportando agresiones y ofensas, ¿debemos seguir renunciando a expresar nuestra opinión, por miedo a molestar a quienes siempre nos han ofendido?, ¿debemos permitir que se recorte también la libertad de expresión? ¿No les parece que ya hemos soportado suficiente?
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