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Las virtudes de un Estado laico

Una vez más se pone de manifiesto la necesidad de un Estado laico

Utilizando la voz de una niña de acaso 3 o 4 años de edad, y con el trasfondo sonoro de una canción de cuna, la Iglesia Católica difunde por medio de dos emisoras de radio la siguiente campaña contra la fecundación in vitro (FIV ): “Hola. Soy Sofi, la tercera de tres hermanitos, y, aunque mis papitos me amen con todo su corazón, sé que para venir al mundo mis otros siete hermanitos murieron en un laboratorio”.

Señalar que se trata de una retorcida manipulación de los sentimientos de los niños y de las parejas que aspiran al legítimo derecho de recurrir a la FIV, es muy poco decir. Los responsables de la emisora radial dicen querer “crear conciencia” y “sensibilizar” a la ciudadanía. En realidad, no hacen más que culpabilizar injustamente y estigmatizar a los niños y niñas que pueden haber nacido por medio de la citada técnica de reproducción, y a sus progenitores.

La campaña de marras, auspiciada por la Arquidiócesis de San José, no se limita a utilizar la culpa como instrumento de suplicio psicológico. Es, en efecto, una clara invitación al acoso. Cualquier persona que desee denigrar y culpabilizar a un niño o niña concebida por medio de una técnica tan aceptada internacionalmente como la FIV cuenta ahora con el beneplácito de la Iglesia Católica, porque esta misma lo hace. ¿No constituye esta campaña un evidente atentado contra los derechos de los niños y las niñas? ¿Qué dicen hoy la instituciones encargadas de tutelar esos derechos en el país?

Quienes tuvieron la perversa ingeniosidad de concebir estos mensajes publicitarios dicen estar “a favor de la vida” –como si fuesen los únicos depositarios de tan elemental aspiración–. Sin embargo, a la luz de su estrategia, no podemos sino preguntarles: ¿a favor de qué tipo de vida están? Ser “pro-vida”, ¿es instigar sentimientos de culpa paralizantes para niños y personas adultas? La “defensa” de un óvulo fecundado, o de un embrión recién implantado en el endometrio, que no es sino un aglomerado de células durante las primeras semanas de gestación (lo cual, a nuestro criterio, no constituye aún en ese estadio una persona humana), ¿justifica dañar psicológicamente a quienes invisten la vida con sus emociones, pensamientos y proyectos?

El agravio no se termina aquí. En Cartago, y esta vez con el aval del Ministerio de Educación Pública, 105 maestros de Religión fueron “instruidos” contra la fecundación in vitro “para que tengan un ‘criterio científico’” al respecto. A los maestros solo se les presentó la visión de aquellos que objetan la FIV de acuerdo con la posición de la Iglesia Católica. ¿Qué clase de ‘criterio científico’ se puede formar si solo se presenta una cara de la realidad, y la cara más religiosa que científica? Para llamar las cosas por su nombre, lo que se les dio fueron instrumentos retóricos para llevar a cabo un adoctrinamiento ideológico más eficaz. El ejemplo del médico que presentó la fertilización in vitro como algo que “supera” la historia de Frankenstein, superó con creces el insulto a la inteligencia.

Por un Estado laico.

Este episodio pone de manifiesto, una vez más, la necesidad de un Estado laico en el que se consagre la beneficiosa separación entre las instituciones estatales y las autoridades religiosas.

El hecho de que, por medio de la educación pública –a la cual tienen igual derecho jóvenes de diferentes credos o sin credo religioso alguno– se imponga una visión religiosa particular en un asunto de derechos humanos, es una nefasta consecuencia del carácter confesional del Estado costarricense.

Adelantándome a los malentendidos, es importante aclarar que un Estado laico no es un Estado ateo (un Estado no puede ser ateo, pues ateos o creyentes solo lo pueden ser las personas), ni anticlerical; tampoco está en contra de las religiones. Es todo lo contrario: el Estado laico, al tener neutralidad confesional, es decir, al no privilegiar un credo religioso particular sobre otros, garantiza la libertad de culto y de conciencia, a la vez que la igualdad de estatuto entre todas las convicciones religiosas. De tal modo, en un Estado laico, una creencia religiosa particular (sea católica, musulmana o judía) no puede convertirse en norma pública para el resto de los ciudadanos que no comparten ese credo. Impedir o favorecer la promulgación de una ley con base en una visión religiosa particular, es contradecir la vocación universal del Estado, el cual debe velar por los derechos de todos los ciudadanos y ciudadanas, sin discriminación de ningún tipo.

Como lo explica el filósofo Henri Peña-Ruiz, al distinguir entre lo que pertenece legítimamente al ámbito privado (las convicciones religiosas particulares) y los valores laicos que, como ciudadanos, tenemos en común (la igualdad de derechos, o la libertad de conciencia, por ejemplo) la laicidad permite “restituirle a la vida religiosa y espiritual su plena libertad, a la vez que libera [al Estado] de cualquier limitante que iría en contradicción con su vocación universal” (Henri Peña-Ruiz, ¿Qué es la laicidad?). Según el mismo autor, el Estado, por su vocación universal, debe dedicarse a lo que es de interés común –como la educación y la salud–, y la religión es un interés particular. Darle privilegios a una religión es ir contra el interés general de la ciudadanía, al cual se debe el Estado.

El Estado laico no les impide a las personas expresar opiniones con base en su credo religioso, pero permite que dichas convicciones sean asumidas como opciones privadas, de modo que, en nombre de una religión, no se les nieguen derechos a los demás ciudadanos y ciudadanas.

Entre quienes están a favor de la fecundación in vitro, habrá personas católicas, evangélicas, musulmanas o ateas. Para todas, el hecho de que la Iglesia Católica pretenda obstaculizar el derecho a la FIV es igualmente injusto. Quienes estamos a favor de un Estado laico, no estamos en una guerra contra las religiones. Pensamos, al contrario, que lo que pertenece a la esfera de las creencias religiosas debe ser observado con toda libertad en el ámbito de la vida privada, pero no debe estar en el fundamento de las leyes que son válidas para el conjunto de la ciudadanía.

Observar un principio de separación tan elemental entre el Estado y la religión favorece, además, la paz social: la laicidad reduce el anticlericalismo y la hostilidad hacia las religiones.

Las convicciones religiosas no deben imponerse más en nombre de una arbitrariedad histórica como lo es el carácter confesional del Estado.

Todos los ciudadanos y ciudadanas, religiosos o no, tenemos mucho que ganar con un Estado laico.

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