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Las polémicas interrogantes sobre el derecho a morir

El criterio para la muerte asistida debería ser la evaluación de un paciente de su propio sufrimiento, no la naturaleza de su enfermedad

En una sociedad laica, es extraño reforzar la santidad de la vida en abstracto sometiendo vidas individuales particulares a un dolor, miseria y sufrimiento insoportables

Es fácil olvidar que el adulterio era un delito en España hasta 1978, o que en Estados Unidos, donde el matrimonio gay fue reconocido en todas sus entidades por la Suprema Corte, la última ley contra la sodomía fue derogada apenas en 2003.
Sin embargo, aunque la mayoría de los gobiernos occidentales ya no tratan de dictar cómo deben tener relaciones sexuales los adultos en edad de consentir, el Estado aún se entromete en sus decisiones sobre la muerte. Un creciente número de personas cree que esto es un error.
El argumento gira en torno al derecho a morir, con la ayuda de un médico, en el momento y de la manera que uno mismo elija. Hasta ahora, solo un puñado de países europeos, Colombia y cinco estados de Estados Unidos permiten alguna forma de muerte con asistencia de un médico, pero borradores de proyectos de ley, iniciativas de referendo y casos judiciales están progresando en 20 estados más y varios otros países.
En Canadá, la Suprema Corte derogó recientemente una prohibición a ayudar a pacientes a morir, un fallo que entrará en vigor el año próximo. En los próximos meses, proyectos de ley se debatirán en los parlamentos de Gran Bretaña y Alemania.
La idea consterna a sus críticos. Para algunos, el argumento es moral y absoluto: terminar deliberadamente con una vida humana está mal, porque la vida es sagrada y el soportar el sufrimiento confiere su propia dignidad. 
Para otros, la legalización de la muerte con asistencia de un médico es el primer paso en una pendiente resbaladiza donde los vulnerables resultan amenazados y donde la muerte prematura se vuelve una alternativa barata al cuidado paliativo.
Estas opiniones están profundamente arraigadas y merecen ser tomadas en serio, pero la libertad y la autonomía también son fuentes de dignidad humana. Ambas añaden valor a una vida.
En una sociedad laica, es extraño reforzar la santidad de la vida en abstracto sometiendo vidas individuales particulares a un dolor, miseria y sufrimiento insoportables. La evidencia de los lugares que han permitido la muerte asistida sugiere que no hay una pendiente resbaladiza hacia la eutanasia extendida. 
De hecho, la evidencia lleva a la conclusión de que la mayoría de los planes para la muerte asistida deberían ser más audaces.
El deseo popular de la muerte asistida está más allá de toda duda. The Economist pidió a Ipsos Mori que sondeara a personas en 15 países sobre si debería permitirse a los médicos ayudar a pacientes a morir y, de ser así, cómo y cuándo. Polonia y Rusia están contra la idea, pero el sondeo encontró un fuerte apoyo en todo Estados Unidos y Europa occidental a permitir que los médicos prescriban medicamentos letales a pacientes con enfermedades terminales.
En 11 de los 15 países encuestados, la mayoría de la gente favoreció extender la muerte asistida por un médico a los pacientes con un gran sufrimiento físico pero que no estén cerca de la muerte.
No sorprende que, así como el adulterio existía en España antes de 1978, tantos médicos ya ayuden a sus pacientes a morir aun cuando la ley les prohíbe hacerlo. Habitualmente, lo hacen retirando el tratamiento o administrando analgésicos en dosis letales.
A menudo los médicos actúan después de hablar con los pacientes y sus familiares. Ocasionalmente, cuando los médicos se exceden, son investigados, aunque rara vez encausados.
Algunas personas dan la bienvenida a esta forma de actuar, porque establece límites a la muerte asistida por un médico sin la necesidad de expresar las difíciles opciones morales que involucra el tema. Sin embargo, este enfoque es poco ético e impracticable.
Es poco ético porque una decisión explícita que debería corresponder al paciente está totalmente en manos de un doctor. Es hipócrita porque la sociedad está pretendiendo rehuir la muerte asistida por un médico mientras tácitamente la aprueba sin salvaguardas. Lo que podría resultar más importante es que este sistema también se está volviendo impráctico.
La mayoría de las muertes ahora ocurren en hospitales, bajo equipos de médicos que están trabajando con supervisión legal y profesional más estrecha. La muerte que responde a discretos asentimientos de cabeza y guiños no está bien.
Es mejor enfrentar los argumentos. Un temor es que la muerte asistida sea impuesta a pacientes vulnerables, intimidados por médicos deshonestos, parientes avariciosos, aseguradoras tacañas o un Estado escaso de fondos. La experiencia en Oregón, que ha tenido una ley que permite el suicidio asistido por un médico desde 1997, sugiere lo contrario.
Quienes eligen el suicidio asistido de hecho son personas bien educadas, aseguradas y que reciben atención paliativa. Los motiva el dolor, así como el deseo depreservar su propia dignidad, autonomía y placer en la vida.
Otro temor es que la muerte asistida degrade los cuidados. Sin embargo, Bélgica y Holanda tienen algunos de los mejores cuidados paliativos en Europa, y los sondeos sugieren que los médicos son merecedores de confianza tanto en los países con muerte asistida como en los que no la han aprobado.
Hay escasos signos de una pendiente resbaladiza. En Oregón, solo 1,327 personas han recibido medicamentos letales, y solo dos tercios de ellos los han usado para acabar con su vida.
La muerte asistida representa ahora un 3 por ciento de las muertes en Holanda, un número grande, pero esto es menos un apresuramiento hacia la muerte asistida que la revelación de una tradición no expresada en la cual los médicos discretamente llevaban a su fin la vida de sus pacientes.
Entonces, ¿cómo debería funcionar la muerte asistida? Para muchos, el modelo es la Ley de Muerte con Dignidad de Oregón. Permite, pero no obliga, a los médicos prescribir medicamentos letales a pacientes con menos de seis meses de vida que los pidan, si un segundo médico está de acuerdo. Hay un periodo de reflexión de 15 días.
Oregón insiste en que la dosis letal sea administrada por el propio paciente, para evitar la eutanasia voluntaria. Para el paciente, la distinción moral entre tomar una píldora y pedir una inyección es escasa, pero la consecuencia práctica de esta restricción es evitar que quienes estén incapacitados se les conceda ayuda para morir.
No sorprendentemente, algunos de los más fieros activistas a favor de la muerte asistida por un médico sufren de padecimientos como una enfermedad neuromotriz, que causa parálisis progresiva. Quieren saber que, cuando estén incapacitados, se les dará ayuda para morir, si ese es su deseo. Permitir que los médicos administren los medicamentos aseguraría esto.
La ley de Oregón cubre solo padecimientos que son terminales. De nuevo, eso es demasiado rígido. El criterio para la muerte asistida debería ser la evaluación de un paciente de su propio sufrimiento, no la naturaleza de su enfermedad.
Algunos activistas de los derechos de los discapacitados consideran la idea de que la muerte pudiera ser mejor que un padecimiento crónico como equivalente a declarar que las personas discapacitadas tienen menos valor, pero muchos otros – incluidos muchos discapacitados – la consideran como una expresión de su autonomía.
El físico Stephen Hawking, quizá la persona discapacitada mejor conocida del mundo, ha descrito mantener a alguien vivo contra sus deseos como “la indignidad final”.
Una excepción a esta distinción deberían ser los niños. La decisión de si soportar padecimientos crónicos debería dejarse hasta la edad adulta. Como con los adultos, sin embargo, los niños que enfrentan una muerte inminente debido a enfermedades terminales deberían, en consulta con sus padres y médicos, tener el derecho de evitar sus últimas horas agonizantes.
El interrogante más difícil es si la muerte asistida por un médico debería estar disponible para aquellos mentalmente angustiados. Nadie quiere facilitar el suicidio a los deprimidos, muchos de los cuales se recuperarán y disfrutarán de la vida de nuevo.
Sin embargo, el dolor mental es tan real como el dolor físico, aun cuando sea más difícil de medir para quienes lo presencian, e incluso entre los terminalmente enfermos el sufrimiento que causa que algunos busquen una muerte más rápida quizá no sea físico. Por tanto, la muerte asistida por un médico con base en el sufrimiento mental debería ser permitida.
Como las opiniones de los pacientes pudieran estar mal informadas y como los estados mentales pueden cambiar, especialmente entre los mentalmente enfermos, la sociedad debería ayudar a las personas a morir solo cuando se cumplan algunas salvaguardas. 
Estas deberían incluir una orientación obligatoria sobre las alternativas, como el alivio del dolor, la sicoterapia y los cuidados paliativos, y un periodo de espera, para asegurarse de que la intención persiste, así como una consulta frente a frente con un segundo experto médico independiente para confirmar el pronóstico y la capacidad del paciente. En casos de sufrimiento mental, las salvaguardas deberían ser especialmente firmes.
Las personas más decididas no siempre eligen sensatamente, no importa cuán bien asesoradas estén, pero sería erróneo negarles a todos el derecho a la muerte asistida solo por esta razón.
A los adultos competentes se les permite tomar otras decisiones trascendentales e irrevocables: someterse a un cambio de sexo o practicarse un aborto. Las personas merecen el mismo control sobre su propia muerte.
En vez de morir en cuidados intensivos bajo luces brillantes y entre extraños, las personas deberían poder terminar sus vidas cuando estén listas, rodeadas por aquellos a quienes aman.
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