Decididamente, Su Antigüedad Benedicto XVI, audaz mago de chistera capaz de todas las maravillas, no cesa de depararnos sorpresas.
Desde su triste desprogramación del limbo al retorno a las calderas de Pero Botero, sus rectificaciones y añadidos al cuerpo doctrinal de la Iglesia desconciertan y aturden a la menguante grey que a trancas y barrancas pastorea.
En incesante zigzag, como su amigo y también ultramediático Sarko, un día saca a luz episodios remotos que muestran la inferioridad del islam, como en su célebre prédica de Ratisbona, y a continuación se desdice para aplacar la ira de los muslimes piadosos; otro, suspende el rezo para la conversión del pueblo judío, decisión de la que cabe deducir que lo excluye sin remedio de la beatitud del cielo; un tercero, limita el disfrute de ésta a los fieles de la Santa Iglesia Católica, discriminando así a centenares de millones de creyentes cristianos, ya sean anglicanos, calvinistas, luteranos o miembros de las Iglesias orientales remisas a su sacrosanta autoridad; un cuarto, autoriza el retorno al latín en la celebración de la santa misa a fin de recuperar el aura de misterio que envolvía la ceremonia antes de Juan XXIII (para ello hubiera sido mejor recurrir al sánscrito). Pero sus breves pontificios y encíclicas plantean una serie de problemas de difícil solución.
Si va a decir verdad, las innovaciones y añadidos doctrinales que se suceden en la Iglesia a lo largo de los siglos enfrentan a contradicciones insolubles a quienes comulgan a ciegas con el dogma de la infalibilidad papal. Los liberales del XIX condenados por Pío Nono, ¿siguen excluidos de la gloria celeste mientras que sus correligionarios de la pasada y presente centuria, no? Los que recibían las Sagradas Formas después de haber ingerido alimentos (¡una simple pastilla olvidada la víspera en la cavidad bucal, clamaba el buen padre que dirigía en mi niñez los Ejercicios Espirituales de Sarrià!) eran entonces precipitados al averno; desde unas décadas más tarde, los comulgantes pueden en cambio atracarse de caviar y recibir la eucaristía con el alma limpia como una patena. ¡Cómo no comprender el agravio comparativo de los desdichados precitos, víctimas de la mala suerte de nacer antes de tiempo! o ¿tienen las nuevas doctrinas un efecto retroactivo, liberador, sin mediación de Chávez alguno, de los rehenes atrapados en una gehena más despiadada que la de los secuestrados por las FARC?
A la cascada de innovaciones doctrinales que caracteriza el pontificado benedictino, se agrega ahora el reglamento destinado a aclarar las normas a la actual oleada de beatificaciones, impulsada por su predecesor, con el firme sostén del cardenal arzobispo de Valencia, de los mártires de la Guerra Civil española (ya sabemos de qué bando). Para modernizar la burocracia vaticana y extremar el rigor de las candidaturas, Ratzinger recomienda el uso de ordenadores y grabadoras que acrediten sin lugar a dudas la santidad de los aspirantes seleccionados. La idea es estupenda y habría que incorporar a ella la valiosa contribución de Internet.
¡Imagino la instalación en la cueva de Lourdes y en los aledaños del santuario de Fátima de infinidad de cámaras microscópicas y de escuchas ubicuas que escrutarían la estatua de la Virgen al acecho de sus discrecionales poderes taumatúrgicos! Ello aportaría por supuesto garantías suplementarias en la identificación de los milagros atribuidos a los santos de la Iglesia Católica desde que ésta existe, pero empañaría a contrario la de los consagrados sin la ayuda de las nuevas tecnologías por espacio de dos mil años.
¡Lástima que estos procedimientos avanzados y complejos no se aplicaran para dar fe, por ejemplo, del traslado por los aires del cadáver del apóstol Santiago de Palestina a Galicia! Pues las pruebas más o menos sólidas exigibles a los nuevos portentos arrojan dudas razonables en torno a la verdad de los antiguos. Al proponer la introducción de medidas fiables en los procesos de beatificación, hazañas celestes y proclamaciones de santidad, ¿qué cabe pensar de la aparición de nuestro santo patrón en la batalla de Clavijo o de los milagros atribuidos a San Jorge o a Santa Bárbara?
Benedicto XVI ha abierto la caja de Pandora y establecido diferencias, sin proponérselo, entre dos clases de milagros: los avalados por la tecnología punta y los que quedan a la intemperie de la sospecha razonable, dejados, por así decirlo, de la mano de Dios.
Juan Goytisolo es escritor.