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En una época de ignorancia médica y científica, las personas que poseían conocimientos sobre hierbas, curación y otros saberes tradicionales eran fácilmente catalogadas como brujas.
Durante los siglos XV al XVIII, Europa fue escenario de una persecución de personas acusadas de brujería, conocido como la «caza de brujas». Este proceso estuvo motivado por una combinación de factores religiosos, sociales y políticos, que culminaron en una represión sistemática y, en muchos casos, letal.
La persecución de la brujería se institucionalizó con la bula papal Summis Desiderantes Affectibus, emitida por el Papa Inocencio VIII en 1484. Esta bula otorgó una base legal a la Inquisición para perseguir a quienes practicaran la brujería, calificándola como un grave delito contra la fe cristiana. En 1487, dos monjes dominicanos, Heinrich Kramer y Jacob Sprenger, publicaron el Malleus Maleficarum (El Martillo de las Brujas), un manual que se convirtió en una guía práctica para identificar, procesar y castigar a las supuestas brujas. Este texto influyó profundamente en los procesos inquisitoriales y extendió el pánico sobre la brujería en Europa.
En 1532, el emperador Carlos V promulgó la Constitutio Criminalis Carolina, que ilegalizaba la brujería, el aborto y la anticoncepción. Este código legal reflejaba una visión unificada de la cristiandad occidental, tanto católica como protestante, que consideraba la brujería como una amenaza social y espiritual. Figuras prominentes como Martín Lutero, Juan Calvino y William Perkins expresaron opiniones extremadamente severas respecto a las brujas, abogando incluso por su exterminio.
El caso de las brujas de Zugarramurdi, un pequeño pueblo en el norte de España, es uno de los más conocidos. En 1610, la Inquisición española llevó a cabo un proceso en el que se acusó a decenas de personas de participar en aquelarres, actos rituales asociados con el demonio. Se alega que estas reuniones eran celebraciones donde las brujas adoraban al diablo, realizaban hechizos y maleficios. Sin embargo, estudios históricos sugieren que muchas de estas acusaciones podrían haber sido exageraciones o malinterpretaciones de prácticas culturales locales o conocimientos herbales y curativos.
El Aquelarre de Cernégula es otro caso notable. Este término se utiliza para describir supuestas reuniones nocturnas donde los acusados, a menudo mujeres, participaban en rituales prohibidos. Como en Zugarramurdi, las acusaciones eran alimentadas por el miedo y la superstición, pero también por conflictos locales y rivalidades personales.
Es fundamental cuestionar la validez de estas acusaciones y considerar la posibilidad de que muchas de las personas perseguidas no fueran brujas malignas, sino mujeres con conocimientos y habilidades. En una época de ignorancia médica y científica, las personas que poseían conocimientos sobre hierbas, curación y otros saberes tradicionales eran fácilmente catalogadas como brujas. Estas mujeres a menudo ocupaban roles importantes en sus comunidades como curanderas o parteras, y sus habilidades eran vistas con recelo y desconfianza por una sociedad que temía lo desconocido.
La Inquisición, como institución religiosa y judicial, tenía un marco riguroso para la persecución de la brujería. Sus métodos incluían una serie de procedimientos formales que, a pesar de las normas establecidas, a menudo resultaban en abusos y violaciones de los derechos humanos.
El proceso inquisitorial comenzaba generalmente con la investigación y denuncia, donde las sospechas populares o denuncias formales eran recibidas y evaluadas por los inquisidores. Los acusados eran entonces detenidos e interrogados, a menudo bajo tortura, para obtener confesiones o delaciones. La tortura, aunque oficialmente regulada, se utilizaba para «probar» la culpabilidad y obtener pruebas, pese a la naturaleza extremadamente coercitiva de esta práctica.
Los métodos de tortura empleados por la Inquisición eran variados y crueles, diseñados para infligir dolor extremo y quebrar la voluntad del acusado. Algunos de los métodos más comunes incluían:
- El Potro (La Estrapada): Un dispositivo en el que los acusados eran estirados hasta el punto de dislocar sus articulaciones.
- La Gota de Agua (Tortura del Agua): Se forzaba al acusado a ingerir grandes cantidades de agua, causando asfixia y un dolor agonizante.
- La Garrucha: Consistía en colgar al acusado por las muñecas con las manos atadas a la espalda, dejándolos caer bruscamente para causar dislocaciones y dolor extremo.
- El Tormento de Cuerda: Cuerdas atadas a las extremidades del acusado eran apretadas para causar dolor intenso.
- El Aplastamiento: Métodos para aplastar dedos u otras partes del cuerpo, provocando dolor severo.
- El Tormento del Fuego: La aplicación de objetos calientes o llamas para causar quemaduras.
Estos métodos se aplicaban bajo la premisa de obtener la «verdad», aunque en muchos casos solo obtenían confesiones forzadas y falsas acusaciones contra otros.
Las sentencias variaban dependiendo de la gravedad de las acusaciones y de la cooperación del acusado. La ejecución era la pena máxima, y se realizaba generalmente mediante la quema en la hoguera en Europa continental o la horca en Inglaterra y Estados Unidos. La prisión era una pena común, al igual que la confiscación de bienes. Las penitencias públicas, como la flagelación y el uso del sambenito (una prenda que señalaba al portador como hereje), eran formas de humillación pública.
Además, se celebraban autos de fe, ceremonias públicas en las que se leían las sentencias y se ejecutaban los castigos. Estos eventos eran a menudo grandes espectáculos destinados a reafirmar la ortodoxia religiosa y disuadir a otros de desviarse de la fe.
El sistema inquisitorial fue una herramienta de control social y religioso que, bajo el pretexto de preservar la fe y la moral, perpetró grandes injusticias. Las mujeres acusadas de brujería, muchas de las cuales eran simplemente personas con conocimientos especiales o prácticas culturales distintas, fueron víctimas de un proceso inhumano que las sometió a torturas y castigos severos. Este periodo de la historia nos recuerda los peligros de la intolerancia y el fanatismo, así como la necesidad de proteger los derechos y la dignidad de todas las personas, independientemente de sus creencias o conocimientos.
Tres de los libros que más me han marcado del tema: Las brujas de Zugarramurdi, de María Tausiet; El aquelarre de Cernégula, de Julio Caro Baroja; y Las brujas de Salem de Arthur Miller.