Imagínense un inmediato futuro en el que la religión católica y su exuberante santoral desaparecieran por decreto ley y se instalase en España el ansiado laicismo que propugnan el desecho de tienta de la izquierda posmarxista y la derecha progre. De entrada, su profeta pop sería John Lennon, compositor del himno utópico a un mundo futuro «sin guerras ni naciones, ni religiones, donde todos vivamos en paz».
En ese próximo futuro que casi ya está aquí, la nueva feligresía progre saludaría a este Gran Colega, representado como la estatua del Dr. Zaius en «El planeta de los simios»: «Te saludan los aliados de la noche». Porque ese nuevo mundo lo sería sin restricciones ni coartadas morales viejunas, y la representación más inmediata sería el gran botellón y la eterna tomatina de Buñol, con algarabía de grupos musicales y tamborrada de Calanda hasta romper el alba de la fiesta laica transregional.
Esta vieja aspiración de sustituir la liturgia católica por la fiesta popular, ya anunciada en las «Fiestas a la Diosa Razón» como teatro total, tuvo escaso éxito durante la Revolución francesa, y desde entonces suele volver como una letanía con la intención de arrasar el santoral cristiano y sustituirlo por aquellas fiestas paganas que de forma sincrética adaptó el catolicismo a lo largo de los siglos de implantación en Occidente. Ahora ha sido el Consejo Escolar de Cataluña quien ha mareado la perdiz laicista, a sabiendas de su imposibilidad metafísica. ¿Quién es el guapo que elimina la Navidad, el pesebre y Els Pastorets, o la Passió de Olesa de Montserrat y el roscón de reyes en Cataluña? ¿Se figuran una feria de Santa Llúcia que sólo vendiera «caganers»?
¿Saben que algo tan catalán como el roscón de reyes es de origen romano, que fue adoptado por la Iglesia católica en el siglo III, se convirtió en el «Gâteau de l´Egalité» (pastel de la igualdad) en la «Fiesta de la buena vecindad» durante el calendario revolucionario y se puso de moda en Madrid y Barcelona en el siglo XVIII con los Borbones? ¿Piensan eliminar «l’ou com balla» de la fuente del claustro de la Catedral de Barcelona o prohibir la industria de las monas de Pascua?
Además, ¿qué sabe nadie de los ritos y ceremoniales laicistas que habría que diseñar en pocos meses para reconvertir fiestas mayores como la Mercé y Sant Jordi o los miles de festejos locales que conmemoran cada uno de los pueblos de Cataluña y del resto de España? No le arriendo la ganancia a Rodríguez Zapatero, llamando a una urgente consulta a sus 600 asesores reconversión del santoral, en plena crisis económica y de valores morales.
De forma sincrética, lo que hizo el cristianismo fue adaptar las fiestas paganas al santoral católico, hoy un tanto erosionado por las innovaciones laicas extranjerizantes de la sociedad de la información. Halloween ya es más popular que Todos los Santos, pues la gente prefiere un miedo de mentira a enfrentarse con los muertos de verdad. Lo cual plantea el problema del sincretismo a la inversa.
Aunque el catolicismo tardó la friolera de 20 siglos en imponer un calendario de fiestas religiosas, las intentonas de anularlo desde la Revolución francesa no tienen más de dos siglos, con unos resultados patéticos. Vean sinsentidos como el «bautismo laico» del hijo de Cayetana, celebrado por Zerolo. Sólo hay que mirar el presente para avizorar el futuro. Ahí están las «comuniones laicas», en donde el albo traje de princesa, el misal de pega y los regalos cumplen la función de mimetizar un oficio religioso sin sentido sacramental. Una pantomima ceremonial que suele celebrarse en un McDonald´s y que resulta tan absurda como una boda gay celebrada en el cuarto oscuro de un club.
No hay que ser profeta para ver en el presente el inminente futuro: la instauración progresiva de la religión de estado, dispensadora de ritualidades mimetizadas. El paso intermedio puede observarse en los actuales bautizos católicos. Resulta alucinante ver hasta qué punto los padres agnósticos desean bautizar a sus niños sin conocer el catecismo. Suspiran por el boato del rito, el marco religioso y el ceremonial que graban los equipos de la BBC (Bodas, Bautizos y Comuniones), sorteando docenas de familias con sus neófitos, que posan ante la pila bautismal, entre olor a incienso y un cura resignado, harto de ver su iglesia convertida en un parque temático. Como las nuevas iglesias, miméticas de la católica, que no han hecho más que empezar en España. Las hay ya inauguradas, como la Primera Iglesia Prestleyteriana de Elvis el Divino, que celebra bodas, y la Iglesia Alternativa Maradoniana propone el 29 de octubre como la Nochebuena para festejar el nacimiento de su Dios y las Pascuas Maradonianas, el día bautismal de sus fieles.
Mientras el laicismo militante se establece como nuevo culto, pueblo llano y clases meritocráticas han coincidido, sin saberlo, en que no hay nada más chic que una boda religiosa. No es lo mismo ir maqueado a un juzgado, ponerse en cola y esperar, número de expediente en mano, a que el ujier clame en el pasillo: «¡Pareja 23!», que la acogedora ermita. Como decía una atea de la vieja escuela progre: «Dónde esté la ceremonia religiosa que se quite la asepsia del juzgado. Los laicistas deberíamos inventar nuevos ritos a imitación de los católicos, que tienen más experiencia que nosotros».
¿Un mundo feliz?
¿Pueden las sociedades posmodernas vivir, por decreto ley, sin la religión católica y sus ritos, sustituidos por subrogados laicistas? Hasta la fecha, el punto de referencia distópico (o utopía apocalíptica) es, sin duda, «1984», de Georges Orwell. Irremediablemente, los elementos de ese Gran Hermano que domina un mundo futuro apocalíptico tenía su referente real en el estalinismo. Y más que advertir sobre un próximo futuro, cuya población vivía bajo la férula de una religión de estado y la ingeniería social, tenía su referente real en los países comunistas del Telón de Acero.
Imaginando ese mundo, el resultado sólo puede ser un sainete. Que sean los primeros políticos pop: intranscendentes, superficiales y divertidos, no quita sus intenciones de cambiar la sociedad mediante a lo que Lenin llamó «ingenieros del alma». Y su proyecto primordial es ir sustituyendo la religión católica y su santoral por una religión de estado.
Leyes como la del matrimonio homosexual, el aborto, la eutanasia, la memoria histórica, la alianza de civilizaciones, la educación para la ciudadanía y la discriminación de género, cuyo resultado no puede ser otro que la imposición, que no la igualdad, de género, nacen del resentimiento. En «Normas para el parque humano», Peter Sloterdijk imagina un futuro en el que la ingeniería genética y la biología evolutiva parecen legitimadas para ofrecer otra interpretación del mundo y del hombre.
Entramos en esa utopía apocalíptica cuya religión sería biotecnológica, donde los ciudadanos nacerían con un código genético más limpio que una patena, por lo que pasaríamos de «1984» a «Un mundo feliz» de Aldous Huxley. Allí se ironiza con los cultivos de humanos, cuya tecnología reproductiva lograba cambiar a la sociedad entera. Sin guerra ni pobreza, todos era felices. ¿El precio? La desaparición de la diversidad cultural: la familia, el arte, la ciencia, la filosofía y muy especialmente la religión. Lo que no deja de ser, de nuevo, la vuelta a las fantasías socialistas puestas en práctica, sin tanta tecnología ni exquisitez intelectual, por los regímenes radical-laicistas, opuestos a las tradiciones, la religión católica y la libertad de cada cual para así borrar, de paso, los trazos de la cultura occidental.
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