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Laicismo y poderes públicos

Nos hemos desayunado recientemente con otra nueva barbaridad que pone de manifiesto la connivencia del poder político con las creencias religiosas (católicas): la Junta de Castilla y León ha firmado un convenio con las diócesis de esta Comunidad para formar y seleccionar, por cuenta de ésta, los catequistas de religión (eufemísticamente los denominan “profesores”) que los padres y madres católicos demanden. Por supuesto, con los mismos derechos y obligaciones que los demás docentes.

Dejemos aparte el importante aspecto de la malversación que supone, de hecho, dedicar fondos públicos a financiar unas creencias particulares, así como a perpetuar la bochornosa práctica habitual del adoctrinamiento religioso de menores, en un ámbito que, como el de la escuela, debe suponerse libre de injerencias doctrinales o ideológicas. A estas prácticas, tantas veces denunciadas, viene a añadirse la surrealista oferta de que el Ejecutivo castellano leonés “certificará las actividades formativas organizadas por las propias diócesis”.

Han leído bien: el Gobierno autonómico, que representa la soberanía popular en la Región y por tanto, a tod@s l@s ciudadan@s, sean cuales sean sus creencias o convicciones, dará el visto bueno a la formación de los adoctrinadores católicos. Esta yuxtaposición de las instituciones políticas con la Iglesia católica (Ic, en adelante) no nos sorprende, después del alarde confesional realizado por la monarquía católica, y todas sus instituciones, con motivo de la visita del Papa a Santiago y Barcelona. En esa línea, el que la Lider esa, la Sra. Aguirre, quiera convertir Madrid en Capital Mundial de la Cristiandad en agosto de 2011, como ha declarado sin tapujos, cuando vuelva a venir Ratzinger, no debería ser motivo de asombro. A propósito ¿no establece la Constitución, que el Estado no es confesional? ¿Qué entienden nuestros políticos que es el Estado, y qué entienden por confesional?

Plantea el Consejero castellano leonés que así los alumnos podrán “educarse en libertad”. Parece admitir que hasta hoy, bajo su gobierno, no estaba garantizada esa educación en libertad, pero ahora, formando, seleccionando y supervisando, certificando a los catequistas católicos y pagando todo este proceso entre todos, además de sus sueldos, que también los pagamos, ¡ahora sí habrá libertad!

El ejercicio del derecho de libertad de conciencia (y por tanto, también de religión) está reconocido por la Constitución, y ésta no dice nada a propósito del adoctrinamiento religioso en la escuela. Lo que sucede es que los Acuerdos con la Santa Sede (1979), primero, y la Ley Orgánica de Libertad Religiosa (1980), después, introdujeron en todos los centros y niveles la religión católica en la escuela pública, perpetuando el confesionalismo franquista no sólo en todos los ámbitos estatales, sino especialmente, en la propia escuela pública.

A pesar de que la Constitución española plantea una vía no confesional para las instituciones públicas, nuestros representantes políticos, de todo signo, se han “empeñado” en imponernos, con la “ayuda” de la jerarquía católica:1) Un derecho religioso y unos intereses eclesiásticos, que se derivan de los Acuerdos de 1979; 2) una política y una moral, que viene impuesta por el Estado Vaticano; y 3) una verdad unilateral y particular, la de la Ic, como la Verdad incontestable en todos los ámbitos públicos, haciendo caso omiso de los derechos de libertad de conciencia, de igualdad, de no discriminación y de pluralismo ideológico. Y por tanto, prostituyendo la democracia y sus instituciones. De esta manera se renueva permanentemente, y se refuerza, la alianza entre el poder político y la religión católica, dando lugar a una situación de Religión Nacional de hecho.

El reciente espectáculo ofrecido por las autoridades civiles y las instituciones y los medios de comunicación públicos, a mayor gloria de esta amalgama de intereses económicos, turísticos, mediáticos, políticos y religiosos, con motivo de la reciente visita del Papa, que no puedo denominar de otra forma que CatoliCircus, no hace más que remachar la falsa idea de que existe una supuesta identidad religiosa católica como valor nacional. Y no hemos oído a ningún político con mando en plaza, romper una lanza, con la Constitución en la mano, sí, con la que ahora conmemoramos, por la libertad o la igualdad de las conciencias, que han quedado pisoteadas tras esta nueva demostración de CatoliCircus.

Más bien, al contrario, los presuntos servidores del interés público no acaban de comprender que esta propaganda concentrada y a todas luces abusiva, por su extensión y por su intensidad, lleva implícita una abrumadora violencia sobre la libertad de conciencia de tod@s l@s ciudadan@s que no sienten esas creencias católicas como suyas, e incluso de much@s que siendo católic@s, no coinciden con la parafernalia y valores de la jerarquía católica. Y las instituciones públicas democráticas no deberían consentir esos comportamientos colectivos, claramente violentadores de la dignidad de todas las personas que no se reconocen en esas creencias particulares.

La libertad de conciencia y de convicciones es, además de un derecho subjetivo fundamental, el principio básico que informa nuestro sistema jurídico, lo que exige del Estado, de sus diversas instituciones y de los servidores públicos, una escrupulosa neutralidad, que sólo puede entenderse como prohibición de concurrencia con los ciudadanos como sujeto activo de conductas de tipo religioso.

La imagen de marca de un Estado laico, está basada en la igualdad jurídica de todas las creencias y cosmovisiones, incluyendo las no religiosas y las antirreligiosas, y todas las personas que sustentan estas creencias tienen el mismo derecho de ciudadanía. Reconocer un estatus social, político o jurídico privilegiado para las personas con creencias religiosas (católicas, en este caso) rompe el único vínculo común posible entre todos: el vínculo de ciudadanía. A partir de este momento se oficializa la fragmentación de la sociedad en confesiones y el enfrentamiento entre las distintas alternativas que representan, dando alas al multiculturalismo.

La tibieza de los representantes del Estado, (cuando no la clara inclinación confesional, desde el Jefe del Estado hasta muchos relevantes alcaldes), en preservar la preeminencia del poder civil sobre el eclesiástico, continúa poniendo de actualidad el viejo principio de la potestas indirecta (el poder indirecto en los asuntos “temporales”), formulado por el cardenal Bellarmino, en el siglo XVI, en plena Contrarreforma: de acuerdo, el Estado es el competente en los asuntos civiles, pero cuando la Iglesia reclame la “razón religiosa” sobre cualquier cuestión, se considerará que la injerencia es lícita y necesaria. Y, como es sabido, cualquier asunto puede estar relacionado con la moral católica.

De esta manera se emite continuamente la idea de que la razón civil, emanada de la legitimidad democrática, no es suficiente para el funcionamiento del Estado y sus instituciones y, por lo tanto, debe de ser “complementada”, permanentemente, con la moral religiosa (católica). ¿Cómo interpretar, si no, los continuos encuentros de la jerarquía católica con los representantes de los poderes del Estado (Rey, Jefe del Gobierno, ministros) en los que parece que se dirimen intereses comunes entre dos poderes equivalentes? ¿Por qué, además, los representantes del poder civil soportan pasivamente las admoniciones, reprimendas e injerencias de la jerarquía católica?

Creemos que estas actitudes, por acción u omisión, causan un daño irreparable a las instituciones democráticas y a cómo se percibe su legitimidad, porque desplaza los derechos fundamentales que la Constitución reconoce, del centro de la escena y de la acción política, a la periferia, situando a la jerarquía católica y sus intereses bajo los focos. El mensaje es: la religión es el “cemento” del Estado, sin ella, la convivencia sería imposible.

Esta situación es consecuencia, entre otras variables, de la doble forma en que opera la Iglesia: por un lado actúa desde dentro de la sociedad, como un conjunto de fieles cuya opinión es continuamente modelada e influenciada en relación con todos los asuntos de interés general que la jerarquía católica considera de su incumbencia; por otro, como sujeto institucional que, aunque privado, se relaciona directamente con las instituciones públicas y sus representantes, como si de una de ellas se tratara, condicionando permanentemente la dinámica de unas y otros.

Esta doble presión, sobre la comunidad y sobre las instituciones, resulta vital para el mantenimiento de sus privilegios, pues actúa simultáneamente sobre múltiples escenarios sociales e institucionales, multiplicando su influencia política. El efecto, en todo caso, es que su peso en la sociedad española es mucho mayor que el que le correspondería en función del número de fieles católicos que ejercen su fe de manera activa.

Los intereses de la Iglesia están claros en este “juego a dos” entre la Ic y las instituciones públicas: pretende mantener su influencia ideológica y social, basada en sus cuantiosos medios de comunicación y persuasión, en sus escuelas católicas generosamente subvencionadas, en sus cuantiosos privilegios económicos y jurídicos, y en su miríada de liberados a tiempo completo financiados con dinero público (decenas de miles de curas y monjas) transmitiendo entre otras cosas, las consignas políticas emanadas de la jerarquía católica. Otra cuestión, que debería ser objeto de estudio, es cuáles son los beneficios de este “juego” para el poder civil y qué obtienen sus representantes.

El Sr. Sacristán, que ha llegado a ser obispo de Zamora, acaba de declarar muy oportunamente que el Estado español “está sujeto” a un acuerdo con la Santa Sede de carácter “internacional”. Y ese “sujeto” (y no me refiero al obispo) se lanza como sinónimo de “atado”. Siendo ésta una verdad incontestable, que ese Acuerdo (en realidad son cuatro Acuerdos) condiciona toda ley emanada del Parlamento, parece increíble que no sea percibido por nuestros representantes como lo que es: una merma considerable de nuestra soberanía legislativa y de nuestra autonomía política. Muy al contrario, el Jefe del Gobierno socialista declara que los Acuerdos funcionan “razonablemente bien” y “da garantías” al Vaticano de que no se tocarán.

L@s laicistas sólo pretendemos un marco en el que sea posible la convivencia en el pluralismo y la libertad entre iguales, con instituciones políticas neutrales respecto a cualesquiera creencias o convicciones, sin privilegios de ninguna clase. Y esperamos de nuestros representantes políticos en dichas instituciones que levanten la voz (no hace falta gritar, sólo decisión y firmeza política) en defensa de los principios del laicismo, que no son otros que los de la democracia. ¿Representa esto un peligro para alguien? ¿Acaso alguna agresión, como el discurso confesional católico, bien financiado por el Estado, pretende? Muy al contrario, significa llanamente que en una democracia constitucional, como la española, no puede tener cabida ningún privilegio para creencias particulares confesionales.

Podemos entender que una gran mayoría de nuestros políticos se sientan atrapados en esa disonancia cognitiva entre lo que un día les indicaron sus creencias y convicciones y lo que creen que el actual ejercicio de sus cargos les obliga a realizar, fenómeno que algún autor ha denominado “doble lealtad”. Esta singularidad, el que con frecuencia sea enorme la discrepancia entre los valores que declaran y sus comportamientos manifiestos, afecta en mayor o menor medida a todos los seres humanos. La diferencia es que en el caso de nuestros representantes públicos, que se deben al interés general, el daño que causan con su comportamiento es, normalmente, irreparable.

Si bien algun@s de nuestr@s polític@s son incapaces de disociar sus creencias particulares de su obligación al servicio público, otr@s tuvieron alguna vez valores laicistas, que han ido abandonando paulatinamente merced a una conducta institucional de corte claramente confesional. Esta dinámica contraintuitiva, conductas que generan valores, es explicada por la psicología social: normalmente, los cambios en los valores son la consecuencia, y no la causa, de los cambios en la conducta; un fenómeno que ya Pascal previó, al mantener que para creer en Dios lo mejor era aficionarse al agua bendita. Y a buen seguro, algunos parecen haberse caído en la marmita.

M. Enrique Ruiz del Rosal. Asociación Laica de Rivas Vaciamadrid

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