El caso de Najwa Malha, una joven española expulsada de un instituto de Pozuelo (Madrid) por cubrirse la cabeza con un velo, ha reavivado de nuevo una polémica destinada –aquí como en el resto de Europa– a ocultar una cuestión mucho más seria: la dificultad que encuentra el laicismo para imponerse, no en una sociedad religiosa, no, sino en una sociedad capitalista.
La discusión sobre símbolos religiosos sirve en España sobre todo para que Gobierno y oposición escenifiquen una pugna hipócrita. Unos disfrazan la islamofobia del PP bajo ropajes inflexiblemente laicos, mientras que los ministros socialistas, incapaces de enfrentarse a la Iglesia católica para una verdadera laicización de la enseñanza, cacarean su laica tolerancia multicultural. La cuestión del laicismo está mal planteada. Prohibir el uso individual de símbolos religiosos en su nombre significa en realidad –al revés– prohibir el uso laico de los símbolos.
Las paredes de una escuela, materialización de la res publica, no pueden admitir identificaciones parciales o sectarias; pero el pecho y la cabeza de un niño tienen muy poca autoridad social. Una cosa es oponerse a la islamización del espacio público y otra impedir que los individuos decidan sobre el valor simbólico de un signo indumentario. Al expulsar la medallita o el velo de las escuelas, el Estado entrega en propiedad esos objetos al cristianismo o al islam e impide su desacralización individual; está reconociendo a la iglesia y a la mezquita, por así decirlo, el copyright sobre esos símbolos y protegiéndolos de toda intervención profana. Está vedando el uso ornamental, lúdico, estético o –por qué no– blasfemo de los signos indumentarios. Nada menos laico.
Podemos decir que una escuela que impide el uso arbitrario e idiosincrásico de los símbolos representa paradójicamente a un Estado totalitario y teocrático: totalitario porque impone el valor unívoco de esos símbolos contra la libertad semiótica individual; teocrático porque de esa manera delimita y protege precisamente su exclusiva condición religiosa. No permitir el uso de cruces y velos a los alumnos es, bien mirado, un privilegio concedido al cristianismo y al islam. En estas condiciones, a los comunistas nos gustaría que se expulsara a los chavales que visten camisetas con la imagen del Che, de esa manera se estaría devolviendo esa imagen a la ideología por la que luchó. Pero ésta es la lógica del mercado y no del laicismo. La ley reconoce que la cruz pertenece al cristianismo y el velo al islam como reconoce que la imagen de Cristiano Ronaldo pertenece al Real Madrid. Pero si es la lógica del mercado, ¿por qué no respetarla de veras? Si el velo es el logotipo de la marca islam y la cruz de la marca cristianismo, ¿por qué no permitir también estas marcas junto a todas las otras? Y si, como yo creo, todas las marcas son perturbadoras en el ámbito de la enseñanza, donde los niños se miden unos a otros a través de signos indumentarios, ¿por qué no prohibir también, junto a cruz y velo, los logos de Nike, de Levis?
No hay más que dos soluciones coherentes al dilema planteado por Najwa Malha. Una admitir todas las marcas en nombre de la libertad semiótica, que es verdaderamente laica, aunque capitalista. El otro asimilar los niños, mientras estén en la escuela, a las paredes públicas, e imponerles un cómodo, barato y elegante uniforme que deje fuera todas las diferencias de religión, de clase y de marca. Lo que –para dar la razón a Libertad Digital– es, además de laico, socialista.