El laicismo y el escepticismo surgen de un anhelo casi idéntico. Mientras el primero defiende la libertad de conciencia, el segundo promueve el pensamiento crítico. Es evidente que el pensamiento crítico sólo es posible si existe libertad de conciencia, que incluye la libertad de pensamiento, y ésta sólo se ejerce cuando se trata de un pensamiento que duda y cuestiona, en un ejercicio de apertura mental y racionalidad.
Sin embargo, en el activismo concreto observamos que cada movimiento aborda esos objetivos tan hermanados desde un enfoque diferente. Mientras normalmente el laicismo hace frente al confesionalismo estatal, el escepticismo se opone a las pseudociencias. El primero se especializa en la defensa de lo público, en que el Estado no se posicione frente a las creencias particulares, y, así, ni las privilegie ni las discrimine, sino que se limite a proteger la libertad de ejercerlas, promoverlas, asociarse en torno a ellas… El escepticismo, por su parte, se esfuerza ante todo en desenmascarar los engaños pseudocientíficos, las pretensiones de quienes quieren hacer pasar charlatanería por ciencia. También hay, en mi opinión, una batalla crucial que nadie está librando: la que habría que desarrollar frente al ataque a la libertad de pensamiento que se ejerce desde la política, ataque que se realiza con variadas técnicas de control y manipulación mental, y que Noam Chomsky caracteriza con una palabra: propaganda.
En todo caso, aquella especialización no es radical, en el sentido de que no está en la raíz de los dos movimientos, como hemos visto. Por ello, no es de extrañar que de vez en cuando se solapen los objetivos, y veamos a los escépticos inmersos en campañas en defensa de la laicidad, y a los laicistas en denuncias de pseudociencias. Téngase en cuenta que, a menudo, lo pseudo/anticientífico y lo confesional van estrecha y claramente unidos, como ocurre con el creacionismo y el diseño inteligente. Otra veces no es tan claro, pero repárese, por ejemplo, en que cuando se dice una misa en un espacio público, como el de una Universidad estatal, se están invocando en ese ámbito seres de existencia no probada, y se está pretendiendo la ocurrencia de fenómenos más dignos de una película de Harry Potter que de un centro científico, como la transubstanciación.
Un ejemplo de esa confluencia de intereses lo estamos viendo en las actividades de la Asociación por la Defensa de una Universidad Pública y Laica, UNI Laica. Esta asociación, que comenzó denunciando los numerosos casos de confesionalismo presentes en las universidades españolas (misas, capillas, símbolos…), pronto alertó también sobre la realización de conferencias, talleres y cursos pseudocientíficos avalados (a menudo, con respaldo académico en forma de créditos) por las universidades públicas. Algunas personas no han entendido estas acciones ejercidas desde el laicismo, y han opinado que iban más allá de sus objetivos legítimos. Desde UNI Laica se ha hecho ver que, cuando se presentan actividades no ya acientíficas, sino pseudocientíficas, al no estar respaldadas ni por el conocimiento ni por el método científico, sólo se apoyan en creencias sin fundamento objetivo, con lo cual estamos ante situaciones análogas a las que se dan con las religiones, estamos ante casos de confesionalidad no religiosa: estas creencias particulares, digamos, gratuitas, no deben ser respaldadas desde el ámbito de lo público. Podemos decir que la aconfesionalidad del Estado que proclama la Constitución española debe extenderse a esas convicciones, aunque no sean religiosas (a veces, de hecho, es difícil discernir los límites, como ocurre con lo relacionado con la new age). El Estado no puede amparar (y lo digo desde el punto de vista laicista), por ejemplo, las creencias en contactos con extraterrestres, en los beneficios de la homeopatía, en los efectos terapéuticos del chikún o la reflexología podal, en la adivinación astrológica, etc., etc.
Ante las denuncias, las autoridades universitarias se defienden apelando a la “libertad de opinión” y a que la Universidad debe ocuparse de algo más que de ciencia. Amparándose en estos principios lo que de hecho llegan a aceptar y respaldar, en una confusión disparatada, es el adoctrinamiento, la propaganda y la pseudociencia, poniendo en ocasiones a esta última en un plano de igualdad con la ciencia (serían dos “opiniones”). Es cierto que el campo de acción de la Universidad no se ciñe sólo a la ciencia, pues debe ocuparse también de aspectos de la actividad humana que son acientíficos (aunque la ciencia también puede acercarse a ellos desde su perspectiva específica), como los éticos y los estéticos. Estos asuntos acientíficos son adecuados en la Universidad siempre que se cumplan dos requisitos:
1.- Que sean realmente acientíficos, es decir, que no se pase de lo acientífico a lo pseudo o a lo anticientífico. (Hablar de arte, por supuesto; afirmar en un curso que la contemplación de pinturas cura ciertas enfermedades, no, mientras no se demuestre.)
2.- Que no se trate de mero proselitismo de creencias o convicciones –religiosas o de otro tipo–. (Discutir las creencias católicas, por supuesto; dar homilías, no).
Ocasionalmente las denuncias han obtenido su fruto, dando lugar a la cancelación de actividades fraudulentas. Así ocurrió, por ejemplo, en la Universidad de Granada (por ceñirme a la mía; por fortuna hay más ejemplos en otras universidades), cuando, tras una queja conjunta de laicistas y escépticos, se anuló un curso (con créditos) en la Facultad de Psicología que promovía las llamadas “constelaciones familiares”, y cuando, después de una larga y mediática acción de UNI Laica, dejaron de ofertarse los cursos del Instituto Confucio (auspiciado por el Estado chino) en los que, de la mano de una “Escuela Superior de Artes Marciales”, se aireaban unos nunca probados beneficios de la medicina tradicional china. Pero en otros casos las pseudociencias siguen ahí; por seguir en Granada, a modo de ejemplo poco ejemplar: ahora mismo la UGR concede créditos por los talleres de la Casa de Porras (el nombre se debe a un ilustre linaje), que incluyen Reflexología Podal, Chikún, Taichí, Danzaterapia, Yoga, Meditación… todos ellos con supuestos beneficios terapéuticos nunca demostrados, y con un sustento teórico risible. Tanto, que algunos están empezando a llamar al recinto donde se imparten los talleres “Casa de Pollas en Vinagre”. Y también continúa el confesionalismo: así, se conceden créditos en la UGR por actividades del llamado Seminario Newman, que incluyen charlas proselitistas del director del ultracatólico y homófobo Foro de la Familia, de alguien que da testimonio de las conversiones de Medjugorje… De hecho, el confesionalismo va a más: no hace mucho se crearon las primeras cátedras católicas de Teología en la universidad pública desde el siglo XIX: en La Laguna y en Granada.
Las denuncias de UNI Laica, como las de las asociaciones de escépticos (ARP-SAPC y Círculo Escéptico), nos sirven para llamar la atención sobre algo alarmante: salvo contadas excepciones, no vemos instancias públicas que defiendan a la ciudadanía del engaño pseudo y anticientífico. Y hay una con la máxima capacidad potencial para hacerlo: ¡la propia Universidad! Debería ser el referente social por excelencia en estos asuntos. Imagínense lo beneficioso que sería un “Observatorio o Centro universitario de alerta/defensa contra las pseudociencias”, integrado por científicos de distintas disciplinas (no sólo de las llamadas ciencias duras, es decir, también sociólogos, psicólogos…), que sirviera al público para resolver dudas ante la enorme avalancha de tonterías fraudulentas que recibe. Aunque hay que destacar que un Centro así tendría que ejercer, para empezar, una severa actuación interna, vigilando los cursos, conferencias… que se imparten en la propia Universidad.
Este compromiso social de la Universidad me parece exigible, pues debe cumplir su papel de líder social en el impulso del pensamiento científico y la racionalidad. Cuando eso llegue, la tarea de las asociaciones de escépticos y laicistas se verá aliviada. Mientras tanto, casi todo el peso recae sobre ellas, esto es, sobre unas pocas personas que tienen muy claro el papel emancipador de la racionalidad y la ciencia. Y creo que es muy bueno que los dos tipos de asociaciones, las de escépticos y las de laicistas, conservando su identidad y su especificidad, se apoyen mutuamente, como ya está empezando a ocurrir. Ese apoyo recíproco origina una sinergia que beneficia a ambas y, sobre todo, beneficia a la sociedad.
Juan Antonio Aguilera Mochón. Profesor del Dpto. de Bioquímica y Biología Molecular I de la Universidad de Granada. Miembro de ARP-SAPC, Círculo Escéptico y UNI Laica.