Hace dos siglos, en los nacientes Estados Unidos de América, cuando la hybris imperialista del Tío Sam aún no se había desencadenado y todavía se podía soñar con una pronta erradicación del flagelo de la esclavitud, Thomas Jefferson encomiaba el wall of separation entre Iglesia y Estado que la Primera Enmienda (1791) había levantado en salvaguardia de la tolerancia religiosa, la libertad de conciencia y cultos, y la igualdad de trato en materia de credos.[1] En su célebre carta a la Asociación Bautista de Danbury (Connecticut), fechada el 1º de enero de 1802, el prócer norteamericano escribió:
Creyendo como ustedes que la religión es un asunto que ha de quedar únicamente entre el hombre y su divinidad, que él no debe rendir cuentas a nadie por su fe o su devoción, que los poderes legítimos de gobierno sólo tienen alcance sobre las acciones, y no sobre las opiniones, contemplo con soberana reverencia el acto de todo el pueblo americano que declaró que su «legislatura» debería “no hacer leyes que establezcan oficialmente una religión, ni prohíban el libre ejercicio de la misma”, levantando así un muro de separación entre Iglesia y Estado. Adhiriendo a esta expresión de la suprema voluntad de la nación en nombre de los derechos de conciencia, veré con sincera satisfacción el progreso de aquellos sentimientos que tiendan a restituirle al hombre todos sus derechos naturales, convencido como estoy de que no hay derecho natural que se oponga a sus deberes sociales.[2]
En la República Argentina, ese muro de separación tan necesario aún está a medio construir. Le faltan muchos ladrillos… Ojalá este breve ensayo contribuya a crear conciencia sobre la necesidad democrática de llevarlo a su término, sin más postergaciones o dilaciones.
Alguien me pidió una vez que definiera la laicidad del modo más conciso y claro posible. Lo primero que pensé es que dicha definición, fuera cual fuese, no debería jamás soslayar esta constelación de conceptos fundamentales que enunciaré a continuación: ciudadanía, Estado, pluralismo democrático y derechos humanos. Tenía claro que, para definir acertadamente la laicidad, debería relacionar de algún modo esas cuatro nociones en un todo orgánico y coherente.
He aquí lo que garabateé, con estilo lacónicamente lexicográfico: principio ético, jurídico y político de convivencia civil en virtud del cual el Estado, en tributo al pluralismo democrático, y en aras de garantizar la más plena libertad de conciencia e igualdad de trato a sus habitantes, ciudadanos y ciudadanas, no impone ni privilegia ningún credo religioso, ni oficialmente, ni oficiosamente. Puede que la definición no sea exhaustiva, pero constituye un buen punto de partida, al menos para la reflexión que deseo hacer a continuación.
Que el Estado no debe imponer ningún credo, por muy mayoritario y tradicional que sea, es una idea bastante extendida, aunque no siempre valorada y practicada. Que no debe privilegiar ninguno, en cambio, es algo que poco se recuerda y que casi nunca se respeta. No hablo de Francia ni Uruguay, claro está, países de avanzada en materia de laicidad, sino de nuestra Argentina, cuya Constitución Nacional sigue prescribiendo, en pleno siglo XXI, el sostenimiento del culto católico con fondos del tesoro federal, y cuyo novísimo Código Civil y Comercial ha ratificado la personería jurídica pública de la Iglesia católica romana, privilegio exorbitante que ninguna otra institución religiosa detenta.[3]
El gran desafío que los sectores laicistas tenemos por delante es hacerle comprender a la sociedad argentina, apelando a la persuasión de los argumentos racionales y los valores humanísticos de nuestro rico acervo cultural, que la laicidad no consiste solamente en que el Estado no imponga ningún credo religioso, sino también en que no privilegie ninguno. La libertad de conciencia es condición necesaria de la laicidad, sin duda. Pero ella de ningún modo es condición suficiente. Tan importante como la libertad de conciencia es la igualdad de trato. Sin igualdad de trato no puede haber laicidad, a no ser de un modo muy imperfecto e insatisfactorio.
Es un lugar común decir que la civilidad democrática supone un Estado aconfesional o neutral en materia religiosa. Pero nunca perdamos de vista que una sociedad democrática no es sólo una sociedad de libres, sino también una sociedad de iguales. Los beneficios materiales y simbólicos que el Estado nacional le otorga a la Iglesia católica romana, aun en los casos en que no vulneran la libertad de conciencia –no al menos abiertamente–, siempre lesionan la igualdad de trato. Y lesionar la igualdad de trato, la igualdad ante la ley, es –no hay vuelta que darle– conculcar la laicidad, aunque algunos legisladores, gobernantes, burócratas, jueces y fiscales, demasiado preocupados en rendir pleitesía al establishment clerical, parezcan haberlo olvidado.
Allá por 1837, Esteban Echeverría escribió, en el Dogma socialista de la Asociación de Mayo, estas sabias palabras. Palabras que no han perdido ni un ápice de vigencia, y que hoy, 179 años después, resultan más iluminadoras que nunca:
El dogma de la religión dominante [privilegiada] es injusto y atentatorio a la igualdad, porque pronuncia excomunión social contra los que no profesan su creencia, y los priva de sus derechos naturales, sin eximirlos de las cargas sociales. […]
Reconocida la libertad de conciencia, ninguna religión debe declararse dominante, ni patrocinarse por el Estado: todas igualmente deberán ser respetadas y protegidas, mientras su moral sea pura, y su culto no atente al orden social.
La palabra tolerancia, en materia de religión y de cultos, no anuncia sino la ausencia de libertad, y envuelve una injuria contra los derechos de la humanidad. Se tolera lo inhibido, o lo malo; un derecho se reconoce y se proclama.[4]
Nadie en la República Argentina ha expresado esta idea tan noblemente justa con mayor claridad y contundencia que la pluma de Echeverría. El Dogma socialista merece ser mucho más que un simple objeto de estudio erudito. Debiera ser, por sobre todas las cosas, una fuente de inspiración. ¿Lo será algún día? Eso depende de nosotros…
Según la Primera encuesta sobre creencias y actitudes religiosas en Argentina, el 23,5% de la población nacional no profesa la religión católica apostólica romana.[5] Ese porcentaje representa, en términos absolutos, algo más de 10 millones de argentinos y argentinas. Muchísimas personas, ¿verdad? Es hora ya, pues, de que aprendamos a aceptar y valorar la diversidad cultural de nuestro país. El unanimismo-supremacismo católico no se condice con la pluralidad de cosmovisiones –religiosas y seculares– que existe en nuestra sociedad actual, ni con los valores e instituciones de raigambre liberal que cimentan nuestra civilidad democrática.
Argentina es –como bien apuntan los demógrafos y sociólogos– un típico país de inmigración. Históricamente lo ha sido, desde los tiempos del boom inmigratorio europeo (últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX) en adelante. De ahí que contenga un gran mosaico de minorías étnicas y culturales con diferentes credos confesionales y filosofías de vida. Negar esta realidad es tan ridículo y necio como querer tapar el sol con las manos.
Y Argentina es también desde sus orígenes –no lo olvidemos– una república moderna, heredera de los principios proclamados por la Revolución Francesa y la Independencia de Norteamérica. Una nación legataria del invaluable ideario humanista de la Ilustración: soberanía popular, división de poderes, democracia, ciudadanía, derechos humanos, federalismo, separación entre Iglesia y Estado… El liberalismo, con sus luces y sombras, forma parte de nuestro genoma cultural e imaginario político, aunque el revisionismo histórico de derecha, nostálgico incurable de la época colonial y el régimen rosista, se empeñe en ocultarlo, minimizarlo o desmentirlo. Muy tímidamente en 1810, con más nitidez en 1816 y meridianamente en 1853, la gestación histórica de nuestro país se dio bajo el signo ideológico de la modernidad ilustrada y liberal.
El Estado argentino, como cualquier otro que se precie de encarnar una república cabal, debe ser laico. Debe serlo, ante todo, en virtud de su actualidad (necesidades propias de una sociedad civil cada día más diversa, cosmopolita y multicultural). Y debe serlo también, aunque evitando mitologizaciones y esencialismos, en honor a su origen (fidelidad al legado ilustrado de Mayo y Caseros).
El corpus civium de la República Argentina no puede ser equiparado, sin más, al corpus fidelium de la Iglesia católica argentina. Hacer una equiparación semejante sería incurrir en una grosera falsificación histórico-sociológica (el mito de la nación católica, al decir de Loris Zanatta)[6]. Y lo que es peor, significaría, en concreto, conculcar el derecho de igualdad de trato a más de 10 millones de compatriotas que no reconocen ninguna potestad espiritual al romano pontífice, ni tienen por qué reconocerla. Nuestra identidad nacional, la tan mentada argentinidad, no es coto exclusivo del catolicismo hispanista de derecha, ni de ninguna otra ideología. Es el patrimonio común de todas las personas que han nacido en este país o que se han radicado en él, sin distinciones de sexo, edad, raza, etnia, clase o credo.
Tarde o temprano, La Iglesia católica argentina tendrá que avenirse a ser –tal como lo demanda el modus vivendi republicano y democrático– una asociación civil, un ente privado, al igual que lo son, y siempre lo han sido, las demás instituciones religiosas del país. Deberá aprender a convivir y competir con los otros sectores confesionales y seculares, sin coacciones ni favoritismos del Estado. Dijo al respecto el teólogo protestante suizo Alexandre Vinet:
Se nos podría inquirir: “¿Qué pretende Ud. que sea de la religión sin el apoyo del Estado?”. Simplemente contestamos: que sea lo que pueda ser; que sea lo que deba ser; que viva, si alberga en su seno el principio de la vida; que muera, si así debe ser: sit ut est, aut non sit. Ella ha venido al mundo con el propósito de probar que el espíritu es más fuerte que la materia, más fuerte sin la materia, más fuerte contra la materia. No debemos impedir que lo pruebe. Si no puede subsistir por sí misma, no es la verdad. Si puede vivir únicamente de modo artificial, ella misma no es más que un artificio.[7]
No quisiera concluir este escrito sin antes citar una valiosa reflexión del pensador español Gonzalo Puente Ojea, a propósito de la importancia que revisten la igualdad y la laicidad para el modus vivendi democrático, en el marco de toda república que no haya traicionado lo que su etimología latina guarda como tesoro: res publica, «cosa pública» –en oposición a res privata o «cosa privada»–.
Si admitimos […] que el laicismo es un principio indisociable de un sistema político verdaderamente democrático, resulta sorprendente que multitud de gentes, y a veces muy cultivadas, ignoren realmente su esencia y sus consecuencias. Esta ignorancia, o bien su ausencia en el sistema jurídico que debiera incorporarlo inequívocamente, revela la regresión intelectual que sufren hoy los políticos y los legisladores que a toda hora se llenan la boca –en este aspecto y en otros no menos graves– con la palabra democracia. El principio laicista postula, en cuanto señal y cifra de la modernidad como hito histórico irreversible del autoconocimiento y la autoliberación del ser humano, la protección de la conciencia libre del individuo y de su privacidad, desalojando radicalmente de la res publica toda pretensión de instaurar en ella un régimen normativo privilegiado en favor de cualquier fe religiosa que aspire a «institucionalizarse» en forma de ente público al servicio de alguna supuesta revelación sagrada o mandato divino.[8]
Sabias palabras las de Puente Ojea. No hay democracia sin libertad e igualdad, y no hay libertad e igualdad sin laicidad, porque la laicidad, al fin de cuentas, no es otra cosa más que el correlato de los principios democráticos de libertad e igualdad dentro de la esfera de relaciones entre poder público, instituciones religiosas y ciudadanía. Siendo tolerante y neutral en materia de credos, evitando las imposiciones y los favoritismos confesionales, absteniéndose en todos los casos de coaccionar a las minorías y privilegiar a la mayoría en nombre de una professio fidei que sólo atañe a la conciencia individual, el Estado no hace otra cosa más que cumplir con exigencias básicas de una república de veras, es decir, una república que trata de hacerse cargo seriamente de lo que su semántica proclama.
La laicidad no es algo diferente, suplementario o complementario a la democracia. No representa una cualidad accesoria que puede estar o faltar en ella sin comprometer su esencia, sin socavar su espíritu, sin destruir o pervertir su ser. La laicidad es un aspecto inherente y constitutivo de la democracia. Sin una, la otra no existe, no puede existir. Hablar de «república católica» es un oxímoron, una contradictio in adiecto como «triángulo redondo» o «humedad seca». Y hablar de «democracia laica» es un pleonasmo, una redundancia similar a «ángulo recto de 90º» o «mar acuoso». ¿Cuándo entenderemos como sociedad esta verdad tan elemental?
En síntesis: ni imposiciones, ni privilegios confesionales. Laicidad sin cortapisas. Democracia en todos los órdenes –incluyendo la esfera de las creencias, las prácticas y las instituciones religiosas–. Libertad e igualdad a pleno.
Federico Mare
[1] “El Congreso no legislará respecto al establecimiento de una religión [oficial] o a la prohibición del libre ejercicio de la misma; ni impondrá obstáculos a la libertad de expresión o de la prensa; ni coartará el derecho del pueblo para reunirse pacíficamente y para pedir al gobierno la reparación de agravios”. Cato Institute, <www.cato.org/pubs/constitution/amendments_sp.html>.
[2] The Writings of Thomas Jefferson: Being His Autobiography, Correspondence, Reports, Messages, Addresses, And Other Writings, Official And Private. Washington DC, Taylor & Maury, 1854, vol. VIII, p. 113. Edición a cargo de H.A. Washington. La traducción y las cursivas de la cita son mías.
Cabe aclarar que la metáfora política del wall of separation no fue creada por Thomas Jefferson, sino por Roger Williams, un teólogo inglés protestante del siglo XVII que emigró a Norteamérica radicándose en Rhode Island, donde fundó una pujante congregación bautista, la primera del Nuevo Mundo. Williams era un radical, un hombre de ideas avanzadas. Precursor de la democracia y el laicismo contemporáneos, sostuvo con lucidez y entusiasmo los principios de tolerancia religiosa, libertad de conciencia y cultos, igualdad de credos y neutralidad confesional del Estado. También se lo recuerda por su defensa de los pueblos originarios y su oposición a la esclavitud. Williams acuñó la metáfora del wall of separation en su libro The Bloody Tenent of Persecution (1644).
[3] No obstante, el art. 2 de la Constitución Nacional tampoco llega al extremo de conferirle al catolicismo romano –como insisten ad nauseam los historiadores y juristas ultramontanos– el estatus de religión oficial. Argentina es una república aconfesional, pero no del todo laica. Véase al respecto mi ensayo Por qué la Constitución Nacional no es católica (a pesar del art. 2), <www.mdzol.com/opinion/563326-por-que-la-constitucion-nacional-no-es-catolica-a-pesar-del-art-2>.
[4] Echeverría, Esteban, Dogma socialista de la Asociación de Mayo, precedido de una hojeada retrospectiva sobre el movimiento intelectual en el Plata desde el año 37. Montevideo, Imprenta del Nacional, 1846, pp. 32-33.
[5] Mallimaci, Fortunato (dir.), Primera encuesta sobre creencias y actitudes religiosas en Argentina. Bs. As., CEIL-Conicet, agosto de 2008, p. 6. Disponible en <www.ceil-conicet.gov.ar/wp-content/uploads/2013/02/encuesta1.pdf>.
[6] Zanatta, Loris, Del Estado liberal a la nación católica. Iglesia y Ejército en los orígenes del peronismo (1930-1943). Bs. As., UNQ, 2005 (1996), passim. Véase también, del mismo autor, Perón y el mito de la nación católica. Iglesia y Ejército en los orígenes del peronismo (1943-1946). Bs. As., Eduntref, 2013 (1999), passim. Vale aclarar que, cuando el historiador italiano habla del mito de la nación católica, no está negando que Argentina sea un país de amplia mayoría católica, ni que el catolicismo sea un componente importante de su cultura. Lo que niega es que la Argentina del siglo XX siga siendo un país monolíticamente católico como lo fuera durante el período colonial y gran parte del siglo XIX.
La ecuación nacionalidad rioplatense/argentina = fe católica, nunca del todo exacta –ni siquiera en los primeros años de vida independiente–, fue perdiendo cualquier viso de verosimilitud luego de 1853, con la creciente inmigración de personas protestantes, judías, musulmanas, cristianas ortodoxas, deístas, agnósticas y ateas, procedentes del Viejo Mundo. Véase Di Stéfano, Roberto, Historia de los anticlericales argentinos. Bs. As. Sudamericana, 2010, passim.
[7] Vinet, Alexandre, An essay on the profession of personal religious conviction, and upon the separation of Church and State. Londres, Jackson & Walford, 1843, pp. 301-302. La traducción es mía.
[8] Puente Ojea, Gonzalo, La andadura del saber. Madrid, Siglo XXI, 2003, p. 373. Puente Ojea es uno de los mayores referentes intelectuales del laicismo a nivel mundial. Europa Laica lo ha designado su presidente honorario.