La Constitución tunecina es un logro cívico frente al modelo egipcio de intromisión de los militares
La aprobación en Túnez de una Constitución esencialmente democrática certifica hasta qué punto no fue por casualidad que las revueltas árabes empezaron allí hace poco más de tres años. A pesar de su modesta influencia en los asuntos de la región, el esfuerzo tunecino por sacar del atolladero el proceso de renovación política es un acontecimiento de primer orden, aunque los focos se concentren en Egipto, enfrascado en la peripecia de legitimar un golpe de Estado mediante una nueva Constitución y la tutela sine díe del Ejército. El trecho recorrido por los políticos tunecinos a pesar de todos los pesares -presión islamista, asesinatos de líderes políticos de la izquierda, digresiones bizantinas sobre la vigencia de la sharia, crisis económica- ha salvado al país del caos gracias a la cultura del pacto, desahuciada en otros entornos del orbe árabe.
Túnez reúne varios requisitos para saldar la primera fase de su primavera con un logro cívico colectivo impensable en otras sociedades. El primero, siquiera sea por su continuidad temporal, es la herencia laica, secular, esencialmente civil y aconfesional, transmitida por Habib Burguiba, padre de la nación y defensor militante de la neutralidad del Estado en materia religiosa, la separación de poderes y la autonomía del individuo sin distinción de sexos. Burguiba no fue un demócrata, cabe incluso atribuirle cierta propensión a promover el culto a su persona, pero su dictablanda, de corte paternalista, no impidió en lo esencial que arraigara la semilla de las Luces sembrada en el seno de una clase media moderada en todo -incluida la influencia de las mezquitas- y que otorgó a las mujeres una presencia pública muy por encima de la media en el universo musulmán.
Ninguno de estos factores se da en Egipto, donde más de medio siglo de gobierno de los generales y la vecindad de Israel robusteció un nacionalismo desgarrado, convirtió a los centuriones en gestores principales de la economía antes y después de las privatizaciones y justificó la prédica no menos desgarrada de los Hermanos Musulmanes, aliados del poder o adversarios de este, según cada momento, sin perder nunca la condición de última gran esperanza para un segmento importante de los desposeídos. Hasán al Bana, fundador de la Hermandad, abundó en la idea de que Egipto debía tener un papel de referencia en el mundo árabe -algo que nunca ha formado parte de las inquietudes colectivas tunecinas-, bajo la guía político-religiosa de su organización, tentada a menudo por la acción directa. Y este apriorismo llega hasta hoy, con la Hermandad transformada en referencia moral para una parte sustancial de la calle árabe, cuya ideología espontánea es el islam en sus más variadas versiones.
¿Por qué el partido islamista Ennahda no desempeña en Túnez el mismo papel? En primer lugar, porque su red asistencial y su estructura orgánica carece de la profundidad y la presencia de los Hermanos Musulmanes en Egipto. En segundo lugar, porque las elecciones que otorgaron la victoria a los islamistas tunecinos arrojaron un resultado engañoso: Ennahda ganó con 1,6 millones de votos sobre 4,3 millones de votantes para un censo de electores inscritos de 8,2 millones, una representatividad manifiestamente insuficiente para imponer su programa. Por último, a causa del peso de la tradición laica, que llevó a varios líderes de Ennahda a aceptar que el gran reto que debían afrontar era «construir una democracia, dirigida por los islamistas, que puede ser un modelo para el mundo árabe» (Said Ferjani).
Si a esos factores capitales, que acota la influencia islamista, se añade la ausencia de los militares del debate constituyente, se completa el modelo democratizador tunecino. Ni las dimensiones del Ejército ni sus compromisos exteriores -inexistentes- otorgan al generalato una especial relevancia institucional; las Fuerzas Armadas ni siquiera dieron su parecer cuando se desencadenó el levantamiento que depuso al presidente Zine el Abidine ben Alí, salvo para adelantar que no interferirían en la protesta popular. No es exagerado afirmar que tal contención es la antítesis del comportamiento del general egipcio Abdul Fatá al Sisi y sus compañeros de armas, incursos en un golpe de Estado.
«La cuestión del laicismo constituye en realidad el nudo gordiano del planteamiento estratégico presente y futuro», sostiene el politólogo Sami Nair. Y son muchos los que comparten esta opinión, pero un laicismo bajo vigilancia de los uniformes se antoja enfermizo, moralmente debilitado y viciado por la sujeción de los comportamientos políticos a un poder arbitral ajeno a las instituciones democráticas. Puede que el laicismo consagrado en Túnez también emita señales de debilidad al ser fruto de un pacto entre adversarios, pero no está bajo sospecha flagrante, como sucede en Egipto.
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