El poder nos engaña con enfrentamientos de civilizaciones para imponer al mundo un dios guerrero. Todos sabemos que según sea quien escriba la historia los conceptos de bondad y maldad, sabiduría y estulticia, terrorismo y lucha por la libertad adquieren tintes distintos de los que conforman nuestra moral cotidiana.
Como si nosotros no fuéramos capaces de comprender lo que los grandes de la Tierra hablan o como si hubiera un orden superior que se rigiera por leyes morales distintas a las nuestras.
Y del mismo modo que sabemos que la historia la escriben los vencedores, no nos extraña que los que detentan el poder adjudiquen a los movimientos que se les oponen calificativos que están en consonancia con la versión que quieren que el mundo tenga de sus mandatos y de sus guerras, aun antes de que los sabios se pongan a escribir la historia. El lenguaje no es nunca inocente y, visto el uso que los poderosos han hecho de él, deberíamos desconfiar de entrada de las definiciones con las que pretenden explicar los conflictos del mundo.
Hemos visto definir el malestar de los pueblos adjudicándoles objetivos que no siempre se corresponden con los hechos. Cada cual, una vez en el poder y dueño de los ejércitos y los destinos de los hombres, quiere ser además el dueño absoluto de las conciencias y se otorga el calificativo de luchador por la libertad aunque esté masacrando y destruyendo a los que se le oponen. Siempre aceptamos estas definiciones que nos impone el bando al que pertenecemos. Y si capitalismo se oponía a comunismo, protestantes a católicos, colonizadores a colonizados, defensores de la cultura y la religión a salvajes, hoy se nos impone una visión del mundo según la cual hay dos bandos irreductibles: terroristas y defensores de la democracia y la libertad, aunque sabemos que tan terroristas son los de un bando como los de otro porque recordamos que nosotros, y todos los pueblos del mundo, tenemos héroes y heroínas que veneramos porque un día se pusieron ante un cañón para expulsar al invasor del suelo de la patria.
Al margen de la versión de los emperadores de turno, hay también otras versiones de la situación en que se vive siempre partiendo de una lucha entre dos bandos, uno de los cuales quiere imponerse al otro aunque sólo sea ideológicamente.
RECUERDO aún los tiempos en que hablábamos del enfrentamiento Norte y Sur, términos olvidados como si de verdad la tan glosada globalización hubiera acabado para siempre con la diferencia entre pobres y ricos, o al menos supusiera una oportunidad que definitivamente acabara con ella, como si la palabra y el concepto que contiene pudieran esgrimirse ante los que acusan al neoliberalismo más salvaje de haber invadido el mundo y ya hubiéramos perdido la esperanza de encontrar otra forma de progreso que no se hiciera a costa de la pobreza del 80% de la humanidad.
Hoy todos los enfrentamientos anteriores, derechas e izquierdas, pobres y ricos, católicos y protestantes, conservadores y progresistas, incluso nacionalistas de la periferia y del centro, y tantos otros, parecen haberse diluido ante la explicación definitiva que se nos ha impuesto: lo que ocurre en este mundo en que vivimos, lo que ha de unirnos frente al peligro que nos amenaza, es un enfrentamiento de civilizaciones, una guerra de culturas.
No obstante, a poco que nos dediquemos a ver la realidad que nos rodea nos daremos cuenta de que el verdadero enfrentamiento no está en las culturas ni en las civilizaciones, sino entre fundamentalistas y laicistas. Fundamentalistas entendidos como ejecutores de la voluntad de Dios, fundamentalistas que se miran unos a otros no como representantes de otra cultura, sino de otro Dios que por supuesto no es el verdadero. Porque el fundamentalista defiende que su Dios es el único y los demás son copias burdas y sacrílegas del ser supremo que ha elegido a su pueblo para engrandecerlo y para darle la fuerza y el coraje de destruir a los que obedecen a los falsos dioses.
Bush cuenta con el apoyo de la Coalición Cristiana, un movimiento nacional que no sólo está contra el aborto y los homosexuales, sino que se pronunció con respecto al huracán de Nueva Orleans como un "castigo de Dios". Son de los que al son del eslogan Debemos rescatar nuestra república de manos de los ateos y con el patrocinio del presidente conmovieron las conciencias americanas y le dieron la victoria.
¿ACASO BUSH no habla de una guerra de acuerdo con el mandato de Dios contra los infieles? ¿No dice obedecer a Dios, que está con la nación norteamericana? ¿Y no declaró Blair, su aliado en la guerra de Irak, que se sumó a la invasión por obedecer los designios de Dios y que por tanto sólo Dios podría juzgarle? Bien mirado no son distintos de los fundamentalistas musulmanes que en nombre de Alá dictan fatuas contra los infieles y necesitan mártires para combatir la decadencia de Occidente, calificando de Satán a Bush del mismo modo que Bush les califica a ellos de eje del mal.
Dos concepciones que explican el mundo a través de la divinidad y montan guerras e invasiones en nombre de un Dios que está con ellos, exigiéndoles comportamientos que prescinden de los derechos civiles, de los derechos humanos, y que no tienen en cuenta los valores universales; es decir, las ideas de justicia, libertad e igualdad.
El fundamentalismo es esto: anteponer las creencias a las ideas, y lo que hoy estamos viviendo es el intento por parte de unos y otros de imponer al mundo un dios guerrero al que hay que obedecer aunque nos exija matar a nuestro hijo para demostrarle fidelidad y en nombre del cual matamos, torturamos, destruimos y expoliamos a los países que se amparan en otro dios, también guerrero, el dios de la competencia.