En un Estado laico, ¿puede haber procesiones en las calles? ¿Podría una profesora llevar velo a clase? ¿Y las alumnas? ¿Podría un juez emitir sentencia con la kipá puesta? ¿Hasta dónde llegan los principios de separación y neutralidad en un Estado laico?
Pese a las controversias sobre la laicidad, existe consenso en definirla en base a cuatro principios fundamentales: libertad de conciencia, igualdad, separación y neutralidad. Luego hay quienes añaden algún principio más: por ejemplo, si se añade el principio de colaboración(como hace el art. 16.3 CE) llegamos a la “laicidad positiva” que interpreta nuestro Tribunal Constitucional (STC 19/1985). Otros conciben los cuatro principios en relación fines-medios, siendo la libertad y la igualdad fines y la separación y neutralidad medios, de tal forma que llegan a admitir cierta flexibilidad o relajación de los medios en función de los fines: por ejemplo, quienes defienden la llamada “laicidad abierta”. Para el laicismo republicano, los cuatro principios son fines igualmente. Aquí apostamos por este último y entendemos que, desde su correcta comprensión, no hace falta hacer “positiva” ni “abierta” a la laicidad.
Lo que está en juego es el papel de la religión (u otras opciones de conciencia, pero principalmente la religión) en el ámbito público. El principio de separación viene a distinguir tajantemente dos ámbitos: el público (la res publica) y el privado (la res privata). El primero es el ámbito de lo universal, de lo político, de lo de todos sin exclusión y remite al laos o pueblo indiferenciado (de ahí “laicidad”) donde las pertenencias comunitarias, identitarias o religiosas son irrelevantes. El segundo es el ámbito de lo particular, de las creencias, de las identidades personales o comunitarias.
Este principio de separación implica la mutua independencia y autonomía de cada ámbito, sin permitir injerencias de uno en el otro. Así se garantiza la universalidad en el ámbito público y la máxima libertad en el ámbito privado. Por otra parte, el principio de neutralidad impide identificaciones del público con el privado. La idea principal es que todo el mundo, cualquiera (pertenezca a mayorías o minorías) se sienta incluido en el ámbito público y representado por los cargos públicos. No ocurría esto si el ámbito público o sus representantes se identificaran con una opción de conciencia determinada. Por esta razón, la laicidad impide que los cargos públicos participen como tales en actos religiosos, por ejemplo. En palabras del Tribunal Constitucional: “el Estado se prohíbe a sí mismo cualquier concurrencia, junto a los ciudadanos, en calidad de sujeto de actos o de actitudes de signo religioso” (STC 24/1982).
La duda puede surgir con respecto a otras cuestiones mucho más concretas. Una procesión, de claro carácter religioso, tiene lugar en la calle, que es un espacio público. ¿Vulnera eso la laicidad? A primera vista podría parecer que sí, aunque ahora veremos que no es así y por qué. De hecho, desde el clericalismo se hace caricatura del laicismo para intentar “demostrar” que los laicistas quieren hacer cosas como esa: prohibir las religiones o cualquier manifestación pública de la fe particular. De acuerdo a esta falacia del hombre de paja, el principio de separación “encierra” a la religión en el ámbito privado de la conciencia y prohíbe todas sus formas de manifestación pública, por ejemplo, las procesiones. Dicha falacia les sirve para contraponer maliciosamente el “laicismo” a la “laicidad”: el laicismo sería esa caricatura que hemos dicho, y otra cosa sería la laicidad (apellidada de “abierta”, “inclusiva” o similar) que sí permitiría la manifestación pública de la fe.
Ni es cierto que el laicismo se identifique con esa caricatura, ni hace falta una laicidad “abierta” ni de otro tipo para evitarlo. El laicismo tal cual, bien entendido, se basta. Y bien entendido significa que el principio de separación, que a efectos de divulgación se explica con trazo grueso, a nivel de detalle y concreción hay que matizarlo mucho más. Concretamente, la separación público-privado hay trazarla con pincel fino en el ámbito público para subdividirlo en dos: uno público-formal y otro público-informal.
El ámbito privado es el propio de la conciencia: es un ámbito totalmente protegido frente al Estado, para garantizar la libertad de conciencia. El Estado no puede inmiscuirse ahí a legislar lo que la ciudadanía debe o no debe creer. Es el espacio donde están las creencias, por ejemplo.
El ámbito público-formal es el propio del Estado, sus instituciones y sus cargos públicos: parlamento, gobierno, presidente, ministros, ejército, hospitales, escuelas… En este ámbito la exigencia de neutralidad es máxima. Aquí no caben símbolos o creencias particulares. Sería inconcebible, por ejemplo, que un juez, al dictar sentencia, tuviera en cuenta sus creencias religiosas (o irreligiosas) para hacerlo. Por lo mismo, no caben crucifijos o medias lunas en ayuntamientos, ni procede que los concejales, en su calidad de tales, asistan a actos religiosos.
El ámbito público-informal es aquel que es público, porque no es privado y está regulado desde instancias públicas, pero su publicidad deriva de que está abierto a cualquiera y, claro, ese cualquiera vendrá con sus creencias, religiones o lo que sea incorporadas. Un ejemplo son las calles, en las que la ciudadanía puede expresar libremente sus ideas. No sería de recibo exigir, por el principio de separación, que se cumpliera la misma estricta neutralidad en el ámbito público informal que en el formal. De un juez o un diputado exigimos que no tenga en cuenta para nada sus creencias religiosas a la hora de juzgar o legislar (ámbito formal) pero de unos manifestantes en la calle no podemos esperar que no expresen sus opiniones o creencias particulares, es más, debemos garantizarles que puedan hacerlo. Y es que en el ámbito público informal, aunque es público, en él participa la sociedad civil como tal.
Para entender correctamente lo anterior debemos tener en cuenta otra distinción: entre laicidad y secularidad. La laicidad se predica del Estado y sus instituciones, pero no de la sociedad. La sociedad no es laica, si acaso será secular, que es distinto. El término secular alude a la pérdida progresiva de importancia de la religión en la sociedad. La laicidad es un término político, la secularidad sociológico; la laicidad se dice del Estado y la secularidad de la sociedad. Así, caben cuatro posibilidades:
Sociedad | |||
Más secularizada (poco religiosa) | Menos secularizada (muy religiosa) | ||
Estado | Más laico | 1 (Francia, p. ej.) | 2 (EE.UU, p. ej.). |
Menos laico | 3 (dictaduras comunistas, p. ej.) | 4 (Arabia Saudita, p. ej.) |
- Francia tiene una Ley de Separación Estado-religión desde 1905 y la laicidad en el art. 1 de su Constitución.
- La 1ª enmienda de la Constitución de los EE.UU. establece el principio de separación Estado-religión.
- Las dictaduras comunistas imponían una ideología de Estado atea y no respetaban plenamente la libertad de conciencia.
- Arabia Saudita es una teocracia.
(Todos los ejemplos son aproximados, y tanto la laicidad como la secularidad se miden en grados y no en términos absolutos).
La secularización (que la sociedad sea menos religiosa) no es un objetivo laicista. A un laicista como tal le da igual que la sociedad esté secularizada o sea muy religiosa, su objetivo es la laicización del Estado y sus instituciones.
Establecida esta distinción, pueden resolverse fácilmente ciertas problemáticas. Por ejemplo, si las calles son públicas ¿puede haber procesiones? Sí, porque las calles pertenecen al ámbito público-informal. ¿Debe haber crucifijos en un Ayuntamiento? No, porque pertenece al ámbito público formal. En un Estado laico no solo se permiten las procesiones, sino que se protege y se garantiza el derecho a hacerlas. Obviamente, sometido a regulación en las mismas condiciones que cualquier otro uso de algo público por parte de la sociedad civil (exactamente igual que si se tratara de una manifestación ciudadana por otro motivo, da igual el carácter religioso o de otro tipo de la manifestación: ya sea la manifestación de una fe que manifestación a favor del aborto). Distinto es el caso del Ayuntamiento, que al pertenecer al ámbito público-formal debe mantener más estricta su neutralidad.
Otros casos son más complicados. Por ejemplo, los colegios. ¿Puede llevar un profesor un signo religioso al aula? No debería, por el principio de neutralidad de un funcionario público que pertenece al ámbito público formal (igual que un juez, un policía o un diputado). Pero ¿y el alumnado? Esto es más difícil, porque del alumnado no puede esperarse la misma neutralidad. Podríamos decir que el profesorado (y el propio edificio y el currículo) es público-formal pero el alumnado público-informal. De esta forma, sería inaceptable que la profesora llevara velo o crucifijo visible, pero permisible que lo hiciera una alumna. No obstante, el asunto es debatible. Catherine Kintzler (2005), por ejemplo, argumenta incluso en contra de los símbolos religiosos por parte del alumnado, mientras que Micheline Milot (2009), por su parte, está a favor de que incluso el funcionariado (también el profesorado) muestren abierta y directamente sus creencias religiosas en forma de símbolos (por ejemplo, que una profesora u otra funcionaria del Estado llevara velo al trabajo).
Sea como sea, la distinción formal-informal en el ámbito público puede ayudar a clarificar muchos de los debates sin caer en la laicidad abierta del tipo de la que defiende Milot. Quienes defienden este tipo de laicidad intentan difuminar el principio de separación público-privado para introducir la religión en el ámbito público, vulnerando así la esencia de la laicidad. Su pseudoargumento es una caricatura del laicismo y del principio de separación que prohíbe expresiones públicas de la fe, cuando el laicismo no prohíbe esas manifestaciones al distinguir las subdimensiones formal e informal del ámbito público. El objetivo de la laicidad abierta es permitir que las religiones lleguen a las instituciones públicas (al ámbito formal), que los cargos públicos participen en actos religiosos y hagan ostentación de su religiosidad, por ejemplo, o que haya asignaturas de religión en centros públicos o formas de colaboración Estado-Iglesia. En definitiva, bajo una cobertura de laicidad abierta, positiva o aconfesionalidad, mantener el confesionalismo de siempre.
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Kintzler, Catherine (2005). La República en preguntas. Buenos Aires: Ediciones del Signo.
Milot, Micheline (2009). La laicidad. Madrid: Editorial CCS.
Andrés Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria.