Incitaciones comunes en todos aquellos ritos y ceremonias impulsadas por cuanta religión existe -o más precisamente por sus organizaciones y jerarquías- cuando en sus afanes expansivos deciden perseguir y exterminar al infiel.
La negación del otro, del diferente, es el origen, aún hoy, de los grandes conflictos humanos, negación sostenida en las diferencias en torno a lo sobrenatural y lo sagrado. Sorprende pues que los europeos y occidentales pongamos cara de asombro cuando nos encontramos, apenas dos siglos después de la Ilustración y la Revolución francesa, actores u observadores en guerras de religión o raza. Y que muchos de nuestros dirigentes, políticos, económicos o religiosos, no tengan empacho en dictar discursos y consignas situándose en uno de los bandos de la guerra. Despreciando la mínima equidistancia y asumiendo que los malos, los verdaderamente malos, son los otros.
Por eso reivindico un laicismo equidistante. Que apenas se subleve ante la intolerancia y la imposición. Un laicismo que tolere las creencias, pero que no se deje someter por ellas. Que las atienda en lo que tienen de derecho individual, pero que sea radical en la defensa de esa libertad cuando sus iglesias, estados u organizaciones, pretendan imponerlas al conjunto de la sociedad enarbolando el siempre maniqueo conmigo o contra mí.
Entiendan que todo se reduce a una sencilla vindicación del no matarás, uno de los mandamientos de exigible cumplimiento universal. En toda su extensión. De pensamiento, palabra y obra.