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Laicismo en México y España

Cuando en el año 2009 se aprobó una reforma a la constitución mexicana incluyendo en la descripción del Estado la denominación de “laico” (reforma aún no incluida en el texto definitivo), consideré que era una reforma innecesaria, toda vez que desde que el presidente Juárez dictó en 1859 severas leyes que separaron a la Iglesia católica (y a la postre a cualesquiera otros cultos religiosos) del Estado mexicano, parecía ocioso referirse a ello. Y sigo pensando lo mismo.

México despuntó separando ambas entidades mucho antes que la mayoría de los países del mundo hispánico y ha preservado esa separación, no siempre al gusto de todos. No ha sido un camino fácil pero sí impulsó a México a la modernidad necesaria. Desde ultramar vemos algo “extraño” el debate español sobre el tema, al poseer elementos que dejamos atrás hace siglo y medio. Pero es aleccionador.

Pienso que en México no ha costado poco librar una lucha permanente para hacer cumplir esas disposiciones como lo constatan cuatros guerras civiles relacionadas con el tema de obligar a acatar esa normatividad que separa cualquier intento de confundir lo humano y lo divino o lo civil y lo religioso, junto con rencillas con jerarcas religiosos sobre el particular, como para venir a remachar la palabra “laico” en donde sólo cabe ser laico y así entenderlo, que al buen entendedor….

La constitución mexicana garantiza plenamente la libertad religiosa en su artículo 24. Puntual es el principio de separación Estado-cultos religiosos (artículo 130) y de igualdad jurídica de todos ellos frente al Estado, sin olvidarnos de que existe una acendrada tradición de excluir símbolos religiosos del quehacer público (de crucifijos y juramentos por Dios a suprimir fueros eclesiásticos o de no dedicar del Estado a determinado patrimonio religioso). La gama es amplia.

Ya las leyes secundarias se encargaron de excluir referencias religiosas tales como frases, capellanes militares, ayuda fiscal para sostener ningún credo o concordatos con al santa Sede que vulnerarían la igualdad entre los credos; a cambio, verbigracia, se buscó favorecer que se establecieran otros cultos en suelo mexicano, etc.

Empero, no todo mundo parece que ahora siga conforme con ese laicismo, reclamante y apegado a la frase “Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios…”. El Partido Revolucionario Institucional coqueteó para reestablecer las relaciones diplomáticas con la Santa Sede (1992), pero desmemoriado acusa al Partido Acción Nacional de fomentar el acercamiento a la Iglesia, lo que ayuda a proferir expresiones religiosas provenientes de funcionarios laicos, que resultan fastidiosas y atentatorias de ese espíritu de secularización e imparcialidad religiosa que apoya y espera ver el pueblo mexicano en su gobierno.

Por su parte, el Partido de la Revolución Democrática que gobierna Ciudad de México ha extendido a través de su suerte de alcalde, condecoraciones a jerarcas católicos del Vaticano, pese a que han venido a México a decir que no aprecian liberad religiosa alguna porque la legislación aplicable no acepta que su iglesia cuente con medios electrónicos, como si en ello se cifrara que la hubiera o no.

Ante tanto jaloneo y dimes y diretes, conviene recordar que los límites de la libertad religiosa deben partir de consensos, pues no puede ser al capricho de todos o demasiado a modo de quien guste, de manera que de cuando en cuando haya voces discordantes con sus alcances. La libertad religiosa no puede quedar a la chabacana medida de cada quien ni por encargo al gusto del consumidor. Debe someterse a leyes generales, abstractas y obligatorias.

El laicismo supone no conceder privilegios a ningún culto bajo el sabido principio de igualdad jurídica de todos los credos. Y qué bueno que así sea. Todos deben respetar el laicismo, aunque no se inscriba en la carta fundamental, y dejarse de invocar valores religiosos que por definición excluyen a quien no profesa la fe de quienes los invocan, pues ha de recordarse que se gobierna para todos. En ello radica también y como valor democrático, esa libertad religiosa tan ninguneada por todos. Pero que nadie se confunda.

En todo caso, el culto privado queda a salvo y al fe personal también, pero cuando se ejerce un cargo público ha de evitarse cualquier manifestación o apego personal a un determinado culto. En aras de una justa igualdad de todos para todos.

Lo dicho, si nos apegamos a las leyes mexicanas vigentes, lo de “laico” sobra agregarlo y por mucho. Los mexicanos sí entienden esa separación de ámbitos, algunos políticos, no. Ese ya es problema de ellos, no del ciudadano de a pie.

Las discusiones que ahora se llevan a cabo en España nos llaman la atención. Pueden aportar cosas nuevas a esta discusión. En todo caso, quizás la legislación mexicana empezando por la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público pudiera ser un magnífico inspirador para el caso español. Y de lo que resulte, los mexicanos podrán tomar nota. Voltear al derecho comparado puede se enriquecedor para ambas partes.

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