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Laicismo, educación y represión en la España del siglo XX: Ourense 1909-1936/39

El autor es miembro numerario desde 1990 de la Sociedad Española de Historia de la Educación, del Centro de Estudios Históricos de la Masonería Española. Es profesor asociado del Laboratoire Literature et Historie des Pays de Langues Europeennes de la Université de Franche-Comté. Licenciado en Geografía e Historia por la Universidad de Santiago de Compostela, obtuvo el grado de licenciatura en Historia con la calificación de sobresaliente cum laude en la Universidad de Zaragoza. Es doctor en Filosofía y Letras, sección de Historia, con la calificación de sobresaliente cum laude por la Universidad de Zaragoza. Actualmente es profesor titular de Historia Contemporánea de la Universidad de Vigo.

"No sólo debe excluirse la enseñanza confesional o dogmática de las escuelas del Estado, sino aun de las privadas, con una diferencia muy natural, a saber: que de aquéllas ha de alejarlas la ley; de éstas el buen sentido de sus fundadores y maestros."
Francisco Giner de los Ríos

En la cultura occidental el camino histórico del librepensamiento suele correr parejo —cuando no va completamente entreverado— al del tortuoso y conflictivo proceso de secularización, secularismo o laicismo; es decir, que estudiar o hablar de esa estructura de pensamiento politológicamente típica u originaria de la ideología liberal como es el laicismo, y que, por otro lado, define excelentemente el Diccionario de la Lengua Española como una: «Doctrina que defiende la independencia del hombre o de la sociedad, y más particularmente del Estado, de toda influencia eclesiástica o religiosa» e intentar soslayar al hacerlo la historia del librepensamiento, es labor completamente baladí si no necia o estulta por ser completamente imposible. Esta digna y razonable forma de pensar la sociedad, la política y hasta la economía, de una nación, de un Estado o del mismo planeta tiene en la historia de occidente sus precedentes más remotos en la Baja Edad Media, concretamente en aquella crisis política que, enmarcada por la época en que dio sus primeros pasos el Estado moderno, ofrece a la historia del lenguaje universal el significado actual de la voz laico; es decir, la conocida bula pontificia Clericis laicos, decretada por aquel atribulado clérigo llamado Benedetto de Gaétani (o Caetani), de sobrenombre papal Bonifacio VIII (1294-1303). Gaétani, aquel papa que llegó al solio pontificio gracias al «gran rifiuto» de Celestino V, por medio de la redacción de este documento, va a segregar y oponer, por primera vez en la historia, estas dos palabras: clérigos-laicos, voces éstas que, hasta ese momento (25 de febrero de 1296), eran entendidas como complementarias. Todo ello, como decimos, a raíz de la reñida y hasta dramática guerra de libelos, bulas y espadas, librada entre Felipe IV el Hermoso (1285-1314) rey de Francia, y el omnipotente absolutismo pontificio representado y dirigido por Bonifacio VIII.

Pero situémonos históricamente, nos hallamos, por un lado, en la plenitud del despertar nacional europeo, gracias al reforzamiento de la institución monárquica y al apoyo económico que a ésta le ofrece una nueva clase en ascenso, la burguesía y, por otro, en el momento más álgido del triunfo del papado sobre los poderes seculares. El casi milenario gozaba en esos momentos de las dulces mieles de su reciente y decisiva victoria contra los Hohenstaufen (batalla de Taggliacozzo, 1268), triunfo este que le había otorgado al papado la posesión a niveles de universalidad del poder político secular que, hasta ese momento, venía representando y constante y bélicamente reivindicando el ahora derrotado Imperio germánico.

Con el pontificado de Bonifacio VIII, el universalista dominio teocrático del papado llegará a conocer, tanto su máxima cota de poder —superando con mucho lo ya conquistado a estos niveles por el centralizador y omnímodo «reinado» de Inocencio III (1198-1216)— como su primer gran momento de zozobra.

El reinado de Felipe IV de Francia es, para la historia de la humanidad, uno de los primeros y, sin duda, uno de los más brillantes ejemplos de intento de transformación de una monarquía típicamente medieval en un estado nacional de tinte llamativamente moderno. Phillippe le Bel, gracias al curioso equipo de gobierno con que se supo rodear —lo que hoy denominaríamos un auténtico staff de universitarios juristas—, consolidó la monarquía francesa mediante una novedosa política económica, amplió enormemente la territorialidad de su Estado desde Flandes a Lyon, se opuso violentamente a los intereses financieros en Francia del papado, venciendo a éste y trasladando su sede a su propio territorio (Avignon), convirtiendo entonces al papa en un mero servidor de su corona, consiguiendo de él, entre otras cosas, la de los bienes de la poderosa orden templaria, ofreciéndole a la historia el primer ejemplo de de bienes eclesiásticos.

En aquella guerra antipapal llevada a cabo por Felipe IV, destacaron sobremanera las personalidades de sus consejeros Guillaume de Nogaret —exprofesor de la Universidad de Montpellier— verdadero instigador, así como director, de esta lucha, y la del propio Pierre Dubois (Petrus a Bosco), profético intelectual de los tiempos que vendrían, factótum publicístico de la campaña anticlerical del rey contra Bonifacio VIII, y creador posiblemente del primer discurso laicista de la historia. Los populares libelos de este erudito normando llegaron a propugnar la supresión del poder temporal del papado, así como la nacionalización, por parte de la corona francesa, de todos los bienes eclesiásticos, reforzando además las pretensiones de su rey para que éste ocupase el vacío de poder ocasionado por la caída en manos del papado del viejo Imperio Germánico, defendiendo entonces con su pluma la idea de un imperio universal francés.

El conflicto, como es sabido, acabó con la humillación física y, en realidad, con la misma vida del anciano pontífice en la ciudad de Agnani, realizada por el furibundo antipapista Guillaume de Nogaret, concediéndole esto a Francia, la dominación total del poder eclesiástico, al llegar, incluso, como ya hemos adelantado, al extremo de realizar el trasla do de la sede del papado a Avignon lo que la iglesia romana denominaría el , convirtiendo con ello a los sucesores de Bonifacio VIII en auténticos funcionarios al servicio de los intereses de la corona francesa.

Posteriormente a este precedente sin parangón en la historia, las circunstancias que envolvieron al papado jamás pudieron conseguir que éste volviese a la situación anterior al secuestro de Agnani. Nuevos discursos, vamos a decir secularizadores, fueron apareciendo a posteriori de esta traumática experiencia política, como aquel enfrentamiento entre Luis de Baviera y Juan XXII (1323-1334) y la obra que, en apoyo del partido de este rey alemán, escribieron en 1324 los clérigos Marsilio de Padua y Juan de Jandum, el Defensor Pacis. Libro éste que tanta importancia tendría siglos más tarde, cuando, en 1531, Enrique VIII de Inglaterra, basándose en sus postulados eminentemente laicistas con relación al poder papal, rompa sus vínculos con Roma, creando el cisma anglicano con su correspondiente supresión de monasterios y la consiguiente desamortización de sus propiedades.

Antes de esta nueva experiencia secularizadora, habría quizá que recordar discursos como los del inglés John Wicleff y su seguidor bohemio Jan Hus, llegando este último a negar la autoridad pontificia, o las mismas experiencias también secularizadoras con relación a los bienes eclesiásticos que llevaron a cabo los príncipes alemanes luteranos; no pudiendo soslayar en este mismo párrafo la excelente obra crítica, con relación al clero, frailes, y altas jerarquías eclesiásticas de Erasmo de Roterdam con su inigualable Encomio de la Estulticia (1509).

Después de estos conocidos casos y hasta que occidente llegue al siglo XVIII, donde el hombre occidental ya no sólo se contentará con evitar la medieval vinculación papal de su Estado sino que irá mucho más lejos en su natural aspiración laicista, intentando, desde aquel siglo, buscar un Estado aconfesional completamente separado de cualquier institución o pensamiento religioso, occidente tendrá que soportar la dolorosa experiencia de las guerras de religión, siendo dominada Europa por la intolerancia más rigurosa. Y es aquí, desde estas persecuciones por razones de pensamiento religioso y al hiriente calor de sus crueles violencias, donde la humanidad va a crear un nuevo discurso reivindicativo que, en este caso, tratará sobre la tolerancia en materia de religión y en el que irá implícita, en muchas ocasiones, una definida declaración sobre el natural derecho del hombre a poder gozar de la libertad de pensamiento o de conciencia.

A partir de estos momentos, puede decirse que una parte cada vez más amplia del pensamiento laicista se va a robustecer con la adquisición de una nueva zona en su discurso fundamental, la postuladora del principio de tolerancia, comenzando además desde estos momentos a fijar como sujeto primordial de sus aspiraciones, ya no exclusivamente a los englobadores y ciertamente ambiguos intereses del Estado, sino al mismo hombre, entendido éste como auténtica y absoluta individualidad. De aquí que, corriendo el siglo XVII, comiencen a aparecer ya, y sin ningún tipo de temeroso disimulo, tolerantes posturas teológicas, tanto cristianas como sincréticas, o laceradas y rotundas teorías antirreligiosas y ateístas. Como ejemplo de las primeras, las cristianas, tomemos al movimiento espiritual inglés de los «buscadores» y a su legítima y tolerante herencia cuáquera; como ejemplo de teologías sincréticas, escojamos el sin duda admirable deísmo francmasónico y su aneja y revolucionaria —por adelantada— reivindicación de religión natural; como ejemplo de manifiestos claramente antirreligiosos, recordemos la obra del librepensador Isaácus Vossius (1618-1689), hijo del gran humanista holandés Gerardus Johannis Vossius; y, por último, como muestra de las incipientes reflexiones ateas de nuestra historia moderna, valga tomar como paradigma la obra del célebre cura ardenés Jean Meslier (1664-1729).

Los primeros ejemplos políticos de estos aires de tolerancia que comienzan a asomarse en las ventanas de las intransigentes iglesias y palacios europeos son, entre otros de menor relevancia, los siguientes: la Dieta de Odense (1527), del pragmático y contemporizador rey danés Federico I; la Dieta de Transilvania de 1571, cuyo texto concedía la plena igualdad de derechos de confesión religiosa, tanto para los católicos como para los luteranos, los calvinistas y los unitarios; y la Dieta de la Convocación (1573) y su tolerante acuerdo en materia de pensamiento religioso por el que se creó la denominada Confederación de Varsovia (1573), sin duda el paso histórico más avanzado realizado con relación a este tema y que carecerá de parangón. Como ha estudiado el profesor J.H. Elliott, la Confederación de Varsovia, «extendía el principio de libertad religiosa a los nobles de cualquier fe»; es decir, que no se paraba en la definición de cuáles eran las confesiones reconocidas y toleradas, dejando en ese ambiguo y a la vez trascendental «cualquier», un vago e indirecto presupuesto de la futura postura deísta. El texto rezumaba aquel humano cansancio que ya comenzaba a experimentarse en Europa ante la violenta cerrazón de los distintos fanatismos religiosos encontrados, veámoslo: «Dado que existe una gran discordia en este reino en lo tocante a la religión cristiana, prometemos, para impedir la sedición que ha ocurrido en otros reinos (…), que todos los que practicamos diferentes religiones, mantendremos la paz entre nosotros y no derramaremos sangre».

Otros ejemplos de estos políticos ensayos de tolerancia religiosa —éstos ya estigmatizados por la endeble calidad de lo efímero— que sucedieron a los que hemos citado fueron, entre otros, el conocido Edicto de Nantes (1598) y la Carta de Majestad (1609) concedida a los protestantes bohemios por el emperador Rodolfo II. Como movimientos ideológico-sociales, cabe aquí recordar aquella sociedad secreta fundada, corriendo el ecuador cronológico del siglo XVI, por el comerciante holandés Hendrik Niclaes, y denominada «La Casa del Amor», a la cual pertenecería el célebre impresor Cristóbal Plantino y que, como dice Francine de Nave, «sin atacar a la iglesia romana o a la religión protestante, propugnaba una gran fe en Cristo y tolerancia para los disidentes». Ya en el siglo XVII, resulta imposible olvidar aquí la conocida política galicanista propugnada por Jacques Benigne Bossuet en su rotunda Déclaration du clergé de France (1682) y, un poco más tarde, la misma visión, también galicanista, ofrecida por la obra de Claude Fleury en su Histoire écclesiastique (1691), pensamientos estos que, ya en el siglo XVIII, cristalizarán en el llamado regalismo.

libro Laicismo, educación y represión en la España del siglo XXFICHA TÉCNICA

Título Laicismo, educación y represión en la España del siglo XX (Ourense, 1909-1936/1939)
Autor Alberto Valín Fernández
Editorial Ediciós do Castro, 1993, Sada, A Coruña
Páginas 323
P.V.P. 11,50 €
ISBN-13 978-8474926736

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