No sólo los muertos por causa de la religión integrista han devuelto a la actualidad a Voltaire, de cuyo Tratado sobre la Tolerancia se han vendido cientos de miles de ejemplares desde que el Terror se cebó en París, a principios de 2005, sino la propia idea del pacto social emanado de un sentimiento universal e innato de justicia. Cuando algunas voces insisten en desprestigiar a las leyes y fomentan una disolvente desobediencia generalizada, aunque sea bajo el indisimulado fin de servir a sus objetivos políticos, resuena la necesidad predicada por Voltaire de que la vida en común se rija por una convención para preservar el interés de cada uno. El hombre toma así el destino en sus manos en lugar de verse arrastrado por las decisiones de otros.
Cuando nació François Maria Arrouet, en 1694, los edictos reales ordenaban que el bautismo de los infantes tuviera lugar antes de haber transcurrido veinticuatro horas desde el alumbramiento. El registro parroquial era la fuente del estado civil no sólo para los nacimientos, sino también para los matrimonios y los fallecimientos. Los protestantes y los judíos, simplemente, no tenían estado civil. Durante el siglo XIX se crea en cada país, no sin dificultades, el Registro civil. La vida y la obra de Voltaire habrán resultado decisivas para ésta y otras medidas imprescindiblemente secularizadoras.
Voltaire, indómito y rebelde, debió abandonar su país en numerosas ocasiones.
El primer destierro de Voltaire le permitió viajar a Inglaterra, donde Isaac Newton ya había fallecido, pero donde su herencia espiritual permanecía indeleble: amor a la ciencia, libertad de investigación (nullius in verba) y acogida a los refugiados perseguidos por sus ideas. La preeminencia de la filosofía sobre la teología giraba alrededor del estudio de la Naturaleza, el valor de la experiencia y la utilidad del cálculo. El deísmo que Inglaterra concibe como una manifestación de espiritualidad liberal, anunciaba una ética capaz de emocionar a las almas más elevadas sin ofender a la razón. El deísmo enraizaría en Nueva Inglaterra en el siglo XVIII y sólo lo haría en España de la mano de los discípulos de Karl Krause en la Institución Libre de Enseñanza en 1876, donde tuvieron que refugiarse nuestros mejores profesores de la persecución clerical que les dejó sin sus cátedras en la universidad.
François Marie Arrouet bebe, pues, en las fuentes del pensamiento filosófico liberal europeo y norteamericano.
Como explicó, muy pedagógicamente, Bertrand Russell, el primitivo liberalismo fue un producto de Inglaterra y de Holanda. Defendía la tolerancia religiosa, era protestante, pero de índole más liberal que fanática, consideraba las guerras de religión como una necedad, creía firmemente que todos los hombres nacen iguales y de que sus desigualdades posteriores son un producto de las circunstancias, una idea que no sólo fundamenta la equidignidad de los seres humanos, sino que convierte a la educación en la herramienta de combate contra las diferencias congénitas o de clase social. La educación, destinada a permitir el libre desarrollo de la personalidad, deviene así emancipadora, lo que a la postre deberá alejarla de las confesiones religiosas. El liberalismo primitivo era optimista, activo y filosófico porque representaba fuerzas crecientes que parecía iban a obtener la victoria sin gran dificultad y traer con ella grandes beneficios a la humanidad. Era opuesto a todo lo medieval, tanto en filosofía como en política, porque las teorías medievales habían sido utilizadas para sanciones el poder de Rey y el poder de la Iglesia, para justificar la persecución (de los disidentes, de los herejes, de las brujas, de los judíos, de los moriscos y de cualquiera que se negara a someterse a los dictados del poder) e impedir el desarrollo de la ciencia; y al mismo tiempo era opuesto a los nuevos fanatismos de los calvinistas y de los anabaptistas. El mundo debía sacudirse el yugo del pasado, hacer florecer el comercio y hacer progresar a la ciencia desde la aceptación de la teoría de la gravitación universal de Newton y de la circulación de la sangre (cuestión ésta que llevó a la hoguera a Miguel Servet en Ginebra).
En este caldo de cultivo, se desarrolla la herencia más importante de Martín Lutero, el concepto de libre examen, cuyo trasunto político llegará a ser un día la garantía constitucional de la libertad de conciencia. Esta forma de liberalismo, de la que bebe François Marie Arrouet en Inglaterra, influirá sobre el siglo XVIII inglés, sobre los padres fundadores de la Constitución americana y sobre los enciclopedistas franceses. Durante la Revolución francesa, el liberalismo es la concepción política de los moderados, muy especialmente de los girondinos, condenados a su violenta desaparición, como ha sucedido tantas veces, y aún puede suceder, con los moderados.
John Locke, que vivió entre 1632 y 1704, era considerado por Bertrand Russell como el más afortunado de todos los filósofos. Completó su obra de filosofía teórica justamente en el momento en que el Gobierno de su país era ejercido por personas que compartían sus ideas. Sus puntos de vista fueron defendidos durante muchos años por filósofos y políticos influyentes. Sus doctrinas políticas, junto a los trabajos de Montesquieu, están incorporadas a la Constitución de los Estados Unidos de América y han influido sobre la tradición constitucional británica y también sobre el constitucionalismo francés, y, por tanto, sobre el nuestro. La primera Carta sobre la Tolerancia de John Locke es de 1687. Las siguientes, de 1690 y de 1692. La característica más importante del pensamiento de Locke, que recibimos como uno de sus legados más importantes, es la carencia de dogmatismo: un hombre debe sostener sus razones con cierta dosis de duda. Esta actitud está íntimamente ligada con la tolerancia religiosa, con el éxito de la democracia parlamentaria y con todo el sistema de postulados liberales que pretenden proteger a la gente de los excesos del poder. Locke distingue el amor a la verdad, primer deber del ciudadano, del amor a una doctrina particular proclamada como la verdad. No debe sostenerse nada que no pueda ser probado. El espíritu, en suma, de la Royal Society.
En la misma línea, Locke considera la razón y la fe como los dos instrumentos de los que dispone el hombre para descubrir la verdad. La razón es el descubrimiento de la certidumbre o de la probabilidad de las proposiciones que la mente logra alcanzar por medio de la deducción, partiendo de aquellas ideas que adquiere por el uso de sus facultades naturales, a saber, la sensación y la reflexión. La razón opera como el principal elemento de búsqueda. La fe es un medio alternativo a la razón en la búsqueda de la verdad y jamás debe servir para dejar un tema exento de toda verificación o control racional, pues ello sólo puede conducir al fanatismo. Razón y revelación son igualmente necesarias y su combinación lleva a Locke a propugnar no una religión racional, como los deístas, sino una religión razonable, en la que se excluye cuanto resulte irracional (lo que es un antídoto contra los integristas).
Locke influye sobre Voltaire y Voltaire, a su modo, extenderá las ideas de tolerancia de Locke, en Francia, convirtiéndose en el vector más notable de la Ilustración newtoniana (y, por tanto, lockiana) hacia una audiencia europea. Sus tres años en Inglaterra le habían permitido gozar de una atmósfera de libertad inexistente en buena parte de Europa (quizás con la excepción de Holanda) y le habilitaron para el combate por la libertad que sería el epicentro de su vida hasta su muerte.
Voltaire es, así, el transmisor, en primer lugar, y el referente impulsor, en segundo, de lo que podemos denominar la Ilustración radical, el precedente de lo que llegaría a ser el republicanismo como concepto de la Ciencia Política y, por tanto, la doctrina que dará cohesión al constitucionalismo de los siglos XIX y XX.
En materia de religión, Voltaire ha sido considerado tradicionalmente un libertino irreligioso, aunque desde los años cincuenta del siglo pasado ha empezado a hablarse de la religión de Voltaire. La idea de Dios, en efecto, no es ajena a Voltaire, pero ha de entenderse que el Dios de nuestro filósofo no es el de un Libro (escrito con mayúscula) ni el de un libro (escrito con minúscula) sino el de cuantos libros han aportado algo al avance de la Humanidad. La obra de Voltaire no se dirige contra Dios, sino contra los prejuicios, a menudo religiosos, que atenazan a los hombres y los mantienen ajenos a cualquier ejercicio de pensamiento libre. Es en 1718 cuando Arrouet adopta su seudónimo de Voltaire, una decisión que coincide en el tiempo con sus lecturas de Locke y de Newton. En ellas descubre que –a diferencia de los reinos católicos- en Inglaterra un inglés, como un hombre libre, va la Cielo por el camino que prefiere. Voltaire se ha topado con la Tolerancia, una lección en parte pendiente en la España de nuestros días, en la cual todavía pretenden imponerse ideologías del “todo o nada”. Hasta Voltaire, la religión del pueblo era la religión del Rey (cuius regio, eius religió); desde Voltaire, la religión empezará a ser una opción individual. Para Voltaire, esta opción radical por la vida del espíritu sin ataduras, significará pasar la mayor parte de su vida en los confines del Hexágono, casi siempre junto a la frontera y por la parte de fuera, eso sí, en Cirey, en Ginebra y en Ferney. Llegará a París, para morir un mes y medio después de haberse iniciado en la Francmasonería[1]. Fue el precio que pagó por su libertad.
Entonces, Voltaire ¿fue un no creyente, un incrédulo, un ateo? Nótese que la religiosidad de Newton y de los ingleses de su tiempo le había impresionado en el sentido de aproximarle al deísmo, como he señalado antes. Valoró entonces Voltaire la heterodoxia y la libertad de los cuáqueros, los miembros de la llamada Sociedad Religiosa de los Amigos, creada por George Fox en Inglaterra en el siglo XVII.
La espiritualidad de los cuáqueros que llamó la atención de Voltaire es de carácter liberal, prescinde de credo y admite creencias diversas, desde la aceptación, como uno de sus conceptos centrales, del pacifismo. Los cuáqueros desean encontrar la verdad (lo que implica afirmar que no la poseen), revivir el cristianismo primitivo y actuar considerando que cada persona lleva algún elemento de divinidad en sí misma, lo que convierte en prescindibles a los sacerdotes y a los sacramentos. Los cuáqueros defienden la justicia, la vida sencilla, la honradez y, como ya he dicho, el pacifismo. Propugnan la equidignidad entre hombres y mujeres y cuestionan la religión establecida.
No siendo un hombre del Libro, Voltaire, no obstante, leerá la Biblia durante toda su vida y la comentará. En su época de Cirey él y su amiga la marquesa de Chatêlet leían la Biblia en común cada día, desprovisto ya el Libro de cualquier carácter sagrado, pero estudiado con la atención que merece cualquier Libro. Voltaire al leer y glosar la Biblia, hace lo contrario de lo que ordenaba la Iglesia, que sólo preveía su lectura en latín, para reservarse el monopolio de su interpretación. Se adelantaba Voltaire a la condena del Islam integrista de nuestros días que limita la lectura al árabe canónico y prohíbe las traducciones, una cuestión ardiente, por ejemplo, en Turquía, donde la versión bilingüe es aún obligatoria por respeto a la inteligencia de los lectores, como una de las manifestaciones de laicidad.
Como ha destacado Charles Porset, si la Biblia no resiste crítica alguna, la idea de Dios que tiene Voltaire no tiene nada que ver con el concepto de un Dios personal revelado. Dios para el joven Voltaire es un principio general de explicación del mundo. Dios es una reflexión intelectual y no una experiencia, es el elemento central de la religión natural. Este Dios, no obstante, queda en entredicho ante el problema del mal, dada la incompatibilidad entre la existencia de un Dios omnipotente y la pervivencia del mal y del calvario de los inocentes. Así lo observó Diderot por aquel entonces al señalar que si las maravillas que deslumbran en el orden físico llevan a pensar en una inteligencia superior, los desórdenes que reinan en el orden moral anulan cualquier idea de providencia. Esta preocupación conducirá a Voltaire a la conclusión, ante el fracaso de los filósofos para explicar el mal, de que, en realidad, Dios, habiendo podido conseguir lo mejor, no había alcanzado a hacerlo. El viejo Voltaire remarcará la existencia de una barrera infranqueable que nos separa de la verdad. La verdad que buscaban Newton y los cuáqueros y Voltaire es una verdad inencontrable.
Siendo el mundo un misterio, sólo yo puedo ser el Dios de mí mismo, lo cual sería incompatible con mi naturaleza, dirá Voltaire. Su trayectoria le ha llevado del positivismo de su juventud a un radical racionalismo escéptico.
La religión volteriana abre la puerta a la noción de tolerancia que será uno de los ejes de su trabajo intelectual. Como en la carta que le escribió a Federico de Prusia: ¿no es haber prestado un servicio a la humanidad el distinguir siempre, como yo lo he hecho, la religión de la superstición, y acaso merezco ser perseguido por haber dicho de cien maneras diferentes que no se hace nunca bien a Dios haciendo daño a los hombres? Su Tratado sobre la Tolerancia ha sido reeditado por cientos de miles de ejemplares tras el atentado terrorista de París en enero de 2015. La tolerancia es la virtud que permite vivir juntos en el marco de unos límites concebidos para evitar que cualquier concepción del mundo excluya a las otras. Así lo definió ya Voltaire:
¿Entonces, que? ¿Le va a ser permitido a cada ciudadano no creer más que a su razón y pensar lo que esa razón ilustrada o equivocada le dicte? Así debe ser, en tanto no altere el orden, pues no depende del hombre creer o no creer, pero depende de él respetar los usos de su patria?