La laicidad evoca al constitucionalismo, que refuerza los valores que nos unen como ciudadanos de una misma república
La laicidad, como metodología favorecedora de la libertad de conciencia y de religión posibilitadora de la existencia de un espacio público libre e igualitario, es un eje transversal de la democracia, ingrediente clave para lograr representatividad y legitimidad de las instituciones estatales que en una sociedad multicultural están obligadas a la imparcialidad con respecto al hecho religioso.
En el Estado Laico, antes que practicantes de una religión o espiritualidad, somos ciudadanos, compartimos un espacio social y público, somos iguales ante la ley y libres para profesar las creencias que deseemos, pero sabiéndonos fraternalmente ligados en el mantenimiento de un clima de tolerancia, respeto y compromiso colectivos.
La separación entre el poder público y las religiones u otras cosmovisiones de vida o espiritualidades que responden a intereses de sectores particulares de la sociedad, es una condición sine qua non para que las políticas públicas –que dicta el Estado- atiendan a todos los ciudadanos por igual, desde una concepción ética compartible, y no desde los dogmas morales discriminatorios.
Si la confesionalidad de un Estado contradice el principio de igualdad, de igual manera los funcionarios públicos judiciales, legislativos o de cualquier clase, deben revestirse de laicidad en el ejercicio del cargo o empleo que desempeñan y desproveerse de cualquier inclinación religiosa, espiritual o cosmogónica.
Las decisiones de la Corte de Constitucionalidad en el tema han tenido una perspectiva de laicidad y del carácter de laico del Estado:
“[La] convicción religiosa personal no puede ser condicionante de la ejecución de la labor para la cual fue electo, nombrado o contratado el funcionario o empleado, [quien] no puede anteponer sus convicciones al cumplimiento de sus obligaciones, como no sea dejando el cargo o empleo.”
“El Estado de Guatemala… es laico… el derecho a la libertad de religión no está reconocido como garantía para el Estado ni para los entes públicos que, siendo parte del mismo, comparten su condición de laico, no llamado a profesar religión alguna como oficial, sino a respetar el ejercicio de las existentes. De esa cuenta, tanto para crear una ley como para cumplirla, ni el Congreso de la República ni el Organismo Ejecutivo y entidades autónomas estatales, pueden invocar convicción religiosa alguna, por la sencilla razón de que no gobiernan en función de religiones o creencias espirituales.”
La laicidad evoca al constitucionalismo, que refuerza los valores que nos unen como ciudadanos de una misma república, que frente a los valores que nos marcan como diferentes, queremos reforzar los valores que nos unen (Castellá, 2010): el respeto los derechos humanos, la no discriminación, la toma democrática de decisiones, la tolerancia por las ideas del otro…
No pueden salir candidatos a puestos públicos agitando biblias o creencias espirituales o cosmogónicas para reivindicar honestidad, probidad en el servicio público o valores que deben pertenecen al conjunto de la República. Porque si esos valores se los apropian sujetos o instituciones privadas los utilizarán como argumento de enfrentamiento cuando son valores de todos, son los derechos humanos de todos.
Nuestra Constitución Política responde a tal principio en varios de sus artículos al prohibir que los ministros de cualquier religión o culto opten al cargo de presidente o vicepresidente de la República (186.f), ministro de Estado (197.e), magistrado o juez del sistema regido por el Organismo Judicial (207.3), Jefe del Ministerio Público será el Fiscal General de la República (251), Procurador General de la Nación (252) y magistrados titulares y suplentes de la Corte de Constitucionalidad (273).
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