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Laicidad de la izquierda francesa

El presidente francés François Hollandeha declarado que “Francia, fiel a su historia y a los principios universales de libertad, igualdad, y fraternidad (…) continuará el dialogo de confianza que ha siempre mantenido con la Santa Sede. El señor Hollande debe tener una memoria selectiva en cuanto a las buenas relaciones de Francia con el Vaticano o no conoce la historia de Francia sobre todo desde la Revolución Francesa condenada por el papa Pio VI.

Su Primer ministro, Jean Marc Ayrault, de viaje por Canadá, ha también saludado la elección “audaz” de un papa argentino, recibiendo como una “buena noticia” al ver un papa que venga de otra parte que el continente europeo, un hecho muy raro. Ha informado que irá a Roma para la misa inaugural el martes 19 de marzo.

Por otra parte los obispos españolesse pasan de listos como de costumbre al celebrar el nuevo papa estimando que tiene “El perfil de un santo”, según los términos del secretario general de la Conferencia episcopal española (CEE), Monseñor Juan Antonio Martínez Camino.

Ya están a la “Obra” los obispos españoles haciendo la pelota al nuevo patrón, jesuita, que debe estar resentido como toda su Orden de la Compañía de Jesus por la pérdida de su posición en el Vaticano del tiempo del Papa polaco..

Mucho más preocupados, por el derecho canónico que por la teología, Escrivá de Balaguer y sus discípulos maniobraron permanentemente para lograr que al Opus se le reconociese la condición jurídica que más le convenía. Definida en un principio como "unión piadosa" de laicos, la organización se transformó en 1947 en el primer "instituto secular" de la iglesia,antes de arrancarle a Juan Pablo II -mucho más favorable que sus antecesores Juan XXIII y Pablo VI- el codiciado título de "prelatura personal". Esta envidiable categoría, creada a medida para el Opus, le concede los atributos de una verdadera diócesis sin limitación territorial. El prelado del Opus depende directamente del Papa, escapando así a la autoridad de los obispos diocesanos, a pesar de la ficción que pretende que los miembros laicos de la organización siguen dependiendo jurídicamente de su obispo.
El Opus Dei llamado también “Octopus Dei”, fabrica verdaderos autómatas de la fe y trabaja en pro de la “reconquista espiritual” universal. Por motivos de eficacia, tiene la doble preocupación de infiltrar la iglesia y el Vaticano por una parte, y el mundo económico y el mundo político por otra.

No es por azar si los jesuitas se han opuesto desde el principio al Opus Dei: en 1984 la orden de la compañía de Jesús estuvo a punto de ser suspendida y desde entonces, esta amenaza siempre planeaba. El Opus ha trabajado a esta eliminación.

El Opus Dei está en contra de los modernismos de la iglesia, contra la democracia, contra la república, contra el espíritu de las luces.

Verdadera iglesia dentro de la iglesia, el Opus Dei es a la vez para Roma una ayuda valiosa de la cual ya no puede pasarse y una verdadera pesadilla, a causa de la ansia de poder de la “Obra de Dios”.

Cuando se conoce el estrecho vinculo de la Conferencia Episcopal Española con el Opus Dei es para troncharse de risa verlos alegrarse de la llegada de un jesuita en el trono de San Pedro. ¿Serán hipócritas?

De la Cuestión religiosa bajo la Revolución Francesa

(Albert Mathiez – La Revolución Francesa en 3 volúmenes)

Desde antes de la Revolución (1789) ya existían problemas entre los príncipes de la Iglesia y los gobiernos de Francia.La expulsión de los Jesuitas, en 1763, echó por tierra el último baluarte un poco serio que se oponía al espíritu nuevo. La vida religiosa deja de atraer las almas. Los conventos se despueblan y las donaciones piadosas decaen a cifras ínfimas. Los innovadores van ganando terreno.

El alto clero apenas si opone resistencia. Los prelados cortesanos se creerían deshonrados si alguien les tuviera por místicos o aun devotos. Llevan su coquetería hasta el punto de ser ellos también propagadores de las modernas luces. Aspiran sólo a ser, en sus diócesis, auxiliares de la administración. Su celo hace más referencias a la dicha terrenal que a la celeste. Un ideal utilitario se impone uniformemente a cuantos hablan o escriben. La fe tradicional se deja relegada a cosa propia del pueblo como complemento obligado de su ignorancia y de su plebeyez. Los propios sacerdotes con cura de almas leen la Enciclopedia y se saturan de Mably, de Raynal y de Rousseau.

La reorganización del Estado conllevaba forzosamente la reorganización de la Iglesia, ya que ambos aparecían, desde hacía siglos, ligados. No era posible separarlos de un plumazo. Nadie, aparte, tal vez, el excéntrico Anacarsis Cloots, deseaba esta separación que la opinión pública no hubiera comprendido o que hubiera, mejor, interpretado como una declaración de guerra a una religión que las masas practicaban con gran fervor. Pero la reforma financiera, de la cual dependía la salvación del Estado, habría fracasado si todos los establecimientos eclesiásticos—y en aquellos tiempos las escuelas, las Universidades, los hospitales dependían de la Iglesia — hubiesen sido conservados, ya que sus mantenimientos habrían consumido, como antes, las rentas de los bienes vendidos. Era preciso entonces, para realizar las economías necesarias, suprimir un buen número de los existentes. De aquí la obligatoriedad, para los Constituyentes, de designar cuáles eran los establecimientos que debían conservarse y cuáles suprimirse; es decir, y en una palabra, la de proceder a reorganizar la Iglesia de Francia.

Por medida de economía, tanto y más que por desprecio a la vida monástica, se dio libertad a los Monjes de las órdenes mendicantes o contemplativas de poder abandonar el claustro, siendo muchos los que se apresuraron a aprovecharse de tal permiso. De este modo numerosos conventos pudieron suprimirse pero, las congregaciones dedicadas a la caridad y la enseñanza fueron respetadas. Era inútil reclutar religiosos puesto que se cerraban los conventos.

Se prohibió pronunciar en el futuro votos perpetuos.

Por motivo de economía, tanto como por necesidad de una buena administración, el número de obispados se redujo a ochenta y tres, es decir, uno por cada departamento. Las parroquias sufrieron una reducción análoga. Los obispos, nombrados antes por el rey, pasaron a ser—desde aquellas fechas y al igual que los demás magistrados — elegidos por el nuevo soberano, que era el pueblo. ¿No eran « funcionarios que tenían a su cargo la moral»? ¿No se confundía la nación con el conjunto de los fieles? El catolicismo no fue declarado religión oficial del Estado, pero era el único culto subvencionado. Sólo él podía sacar a la calle sus procesiones, debiendo estar aquélla obligatoriamente empavesada por todos los vecinos. Los disidentes, poco numerosos, se veían forzados a un culto privado, disimulado, simplemente tolerado. Los párrocos serían elegidos por los electores de su distrito, como los prelados debían serlo por los de su departamento. ¿Qué importaba que entre el número de los electores pudieran figurar algunos protestantes? ¿Es que, antes, los señores protestantes no designaban los párrocos de sus dominios, en virtud del derecho de patronato? La elección, desde luego, no era más que una «presentación». Los elegidos, designados obligatoriamente de entre los sacerdotes, debían ser instituidos por sus superiores eclesiásticos. Los obispos debían ser instituidos por sus metropolitanos, como en los primitivos tiempos de la Iglesia. Los metropolitanos no irían a Roma a comprar el palio. La Asamblea abolió las anatas, es decir, las rentas del primer año de los beneficios vacantes que los nuevos titulares pagaban a la Santa Sede. Los obispos que se eligieran por el nuevo procedimiento habrían de limitarse a escribir una carta respetuosa al Pontífice para indicarle que estaban en su comunión. Así, la Iglesia de Francia se convertiría en una Iglesia nacional. De allí en adelante no sería gobernada despóticamente. Los Cabildos, cuerpos privilegiados, desaparecieron, siendo reemplazados por Consejos episcopales con participación en la administración de las diócesis.

Un mismo espíritu animaría, desde entonces, a la Iglesia y al Estado, secularmente relacionados y confundidos, espíritu que sería de libertad y de progreso. Los párrocos adquirían la obligación de dar a conocer y explicar a los fieles, desde el pulpito, los decretos de la Asamblea.

Se mostraba ésta confiada, y habiendo dado una Constitución civil al clero, no creyó haber sobrepasado sus derechos. En nada había tocado a lo espiritual. Era cierto que, con la denuncia del Concordato y la supresión de las anatas, había lesionado gravemente los intereses del Pontífice; pero no creía que el Papado echara sobre sí las responsabilidades de desencadenar un cisma. En el año de 1790 no tenía aún el derecho de proclamar los dogmas él solo, ni el de interpretarlos ni tampoco el de resolver, como soberano, las materias de disciplina y las de carácter mixto, como precisamente eran las que, en aquella ocasión, estaban en juego. La infalibilidad pontificia no sería pronunciada hasta celebrarse el Concilio del Vaticano, ochenta años más tarde.

Por otra parte los obispos de Francia, eran entonces, en su mayoría, galicanos, es decir, hostiles al absolutismo romano. En el gran discurso que pronunció en nombre de los obispos, el 29 de junio de 1790, con ocasión de la discusión de los decretos sobre el clero, el arzobispo de Aix en Provence, Boisgelin, reconoció únicamente al Papa una primacía y no una jurisdicción sobre la Iglesia y todo su esfuerzo se limitó a pedir a la Asamblea permitir la celebración de un concilio nacional que tomaría las medidas canónicas indispensables para la aplicación de las reformas. No habiendo permitido la Constituyente la celebración del Concilio, por creerlo atentatorio a su soberanía, Boisgelin y los obispos liberales se dirigieron al Pontífice para pedirle los medios canónicos, sin los cuales no podían, en conciencia, llegar a poner en vigor la reforma referente a las circunscripciones diocesanas y a los Consejos episcopales. Confiaron a Boisgelin la redacción de las proposiciones de los acuerdos, que fueron enviadas a Roma por medio del propio rey. La Constituyente conoció estas negociaciones y las aprobó. Creió, como los obispos de la Asamblea, como el mismo Luis XVI, que no habría ninguna duda en aceptar los decretos, que el Papa no rehusaría el darles su visto bueno, el   "bautizarlos», según la frase del jesuita Barruel en su Diario Eclesiástico. «Creemos prever — decía Barruel — que el bien de la paz, que las consideraciones las más importantes influirán indefectiblemente el Santo Padre para secundar estos deseos.» Lejos de desanimar a los obispos partidarios de la conciliación, el Nuncio les dio confianza : "Ellos imploran de Su Santidad—escribía en su despacho del 21 de junio de 1790 — que, actuando de Padre afectuoso, venga en socorro de esta Iglesia y haga todos los sacrificios posibles para conservar la unión esencial. He creído, a este propósito, deber asegurarles que Su Santidad, instruido de la deplorable situación por que atraviesan los intereses de la religión en este país, hará por su parte, todo lo posible para conservarla ». Añadía el Nuncio que los obispos habían tomado ya las medidas necesarias para reconstruir las circunscripciones eclesiásticas, según el decreto, y que los obispos suprimidos entregarían ellos mismos sus dimisiones.

« La mayor parte de los obispos — decía en su citado despacho del 21 de junio — ha confiado a monseñor el arzobispo de Aix en Provence el encargo de delimitar las diócesis. El clero desearía que el rey suplicase Su Santidad designar, de entre ellos y dentro de las libertades galicanas, dieciséis comisarios apostólicos, los que, divididos en cuatro comités, se ocupasen en fijar definitivamente los límites de los nuevos obispados. »

Un recién precedente, permitía a los obispos y a los diputados constituyentes tener esperanza. Cuando Catalina II, emperatriz de Rusia, anexionó su parte de Polonia, había reorganizado de su propia autoridad, las circunscripciones de las diócesis católicas de dicho país. Creó, en 1774, 1a sede episcopal de Mohilev, a quien extendió la jurisdicción sobre todos los católicos romanos de su Imperio. También, por su sola autoridad, había provisto esta diócesis de un titular: el obispo in partibus de Mallo, personaje sospechoso a Roma; y prohibió al obispo polaco de Livonia el inmiscuirse desde entonces en la parte de su antigua diócesis anexionada a Rusia. Pío VI procuró no entrar en conflictos con la soberana cismática, cuyas intromisiones en el dominio espiritual eran sensiblemente del mismo orden de las que la Constituyente francesa iba a permitirse. Regularizó en aquella ocasión, aunque demasiado tarde, las reformas, ya llevadas a cabo por el poder civil, sirviéndose para ello exactamente de los mismos procedimientos a los cuales el episcopado francés le aconsejaba recurrir para «bautizar» la Constitución civil del clero.

Pero el Papa, fue impelido a la resistencia por numerosas razones, de las cuales las más determinantes no fueron tal vez, las de orden religioso. Desde el primer día había condenado, en consistorio secreto, como impía, la Declaración de los Derechos del Hombre, a la que, sin embargo, el arzobispo Champion de Cicé ministro de justicia de Francia, prestó su colaboración. La soberanía del pueblo le parecía al Papa una amenaza para todos los tronos.Sus súbditos de Aviñón y del Comtat estaban en plena revuelta. Habían expulsado a su legado, adoptado la Constitución francesa y pedido su anexión a Francia. En respuesta a las proposiciones de los acuerdos que Luis XVI le había transmitido, para poder llegar a poner en vigor la Constitución civil del clero, solicitó que las tropas francesas le ayudasen a someter a sus insurreccionados súbditos. La Constituyente se limitó a aplazar la anexión reclamada por los habitantes (1).

(1) La anexión de Aviñón, justificada por el derecho de los pueblos al darse su propio régimen, no fue votada hasta el 14 de septiembre de 1791.

Entonces el Papa se decidió a condenar formalmente la Constitución civil del clero.Habían pasado muchos meses en negociaciones dilatorias. Precisa añadir que el Pontífice fue incitado a la resistencia no sólo por los monárquicos emigrados, sino también por las potencias católicas, especialmente España, molesta con Francia por haberla abandonado en los momentos de su conflicto con Inglaterra.

Y finalmente no se puede dejar atrás, la conducta de nuestro embajador en Roma, el cardenal Bernis, fogoso aristócrata, que hizo todo cuanto pudo para que fracasase la negociación cuyo éxito le había sido confiado.

Al declarar al Papa que, en defecto de un Concilio nacional, sólo él tenía los medios canónicos necesarios para convertir en ejecutoria la Constitución civil del clero, los obispos franceses quedaban a discreción de la Curia romana. Cuando la Constituyente, cansada de esperar, les impuso el juramento no podían ya retroceder. Rehusaron prestarlo, y el Papa se aprovechó de esta repulsa que el mismo había provocado con su táctica dilatoria, para fulminar, al fin, una condena que los sorprendió y que los ofuscó.

Hasta última hora, el arzobispo de Aix en Provence, Boisgelin, que hablaba en nombre de la mayoría de los obispos, había confiado en que el Pontífice se resistiría a precipitar Francia hacia el Cisma y hacia la guerra civil. En vísperas del juramento, el 25 de diciembre de 1790, escribía al rey: « El principio de la Corte de Roma debía ser de hacer todo lo que debía hacer y diferir solo lo que podía ser menos urgente y menos difícil; cuando solo faltan las formas canónicas, el Papa puede hacerlo; lo puede y lo debe; y tales son los artículos que Vuestra Majestad le había propuestos». Mismo después de la negativa de prestar juramento, los obispos confiaban en la conciliación, causándoles consternación los breves pontificios. Guardaron en secreto el primero de dichos breves, fechado del 10 de marzo de 1791, durante más de un mes, y dirigieron al Pontífice una respuesta, un tanto agridulce, en la que tomaban la defensa del liberalismo y en la que le ofrecían su dimisión colectiva, en aras de la paz y la concordia.

La dimisión no fue aceptada por el Pontífice, y el cisma se hizo inevitable.Todos los obispos, salvo siete, se negaron a prestar el juramento. Alrededor de la mitad de los sacerdotes de segundo orden les imitaron. Si en muchas regiones, como el Alto Saona, el Doubs, el Var, el Indre, los Altos Pirineos, etc., el número de juramentados fue muy considerable, en otras, en cambio, como en los Flandes, en Artois, Alsacia, Morbihan, la Vendée, y la Mayenne, fue muy poco.

En toda una parte del territorio la reforma sólo podía imponerse a la fuerza. Francia se había dividido en dos bandos.

El inesperado resultado encontró desprevenida a la Asamblea Constituyente y sorprendió a los propios aristócratas.

Hasta el momento, el bajo clero, en su mayor parte, había hecho causa común con la Revolución, que casi duplicó el sueldo de los párrocos y vicarios, pasando los primeros de 700 a 1200 libras. Pero la venta de los bienes de la Iglesia, el cierre de los conventos después de la supresión del diezmo, había inquietado ya a más de un sacerdote ligado a la tradición. También los escrúpulos rituales hicieron su labor. Un futuro obispo constitucional, Gobel, había expresado la duda de que la autoridad civil tuviese derecho, por sí sola, de alterar los limites de las diócesis y de tocar a la jurisdicción de los obispos. Dijo: “Sólo la Iglesia, puede dar al nuevo obispo, sobre los límites del nuevo territorio, la jurisdicción espiritual necesaria para el ejercicio del poder que recibe de Dios”. Gobel, por lo que a él concernía, se olvidó de su propia objeción y prestó el juramento; pero muchos sacerdotes escrupulosos se abstuvieron de ello.

La Constituyente quiso crear una Iglesia nacional, y utilizar los ministros de esta Iglesia para consolidar el nuevo orden de cosas, y sólo creó la Iglesia de un partido político, la del partido en el poder, en lucha violenta contra la antigua Iglesia, convertida en Iglesia del partido provisionalmente vencido. La lucha religiosa se exaspera desde el primer día de todo el furor de las pasiones políticas.

¡Qué alegría, qué buena fortuna para los aristócratas! El sentimiento monárquico había sido hasta entonces impotente en proporcionarles una revancha ¡he aquí que el Cielo venía en su ayuda. El sentimiento religioso fue la gran leva de la cual se sirvieron para provocar la contrarrevolución. Desde el 11 de enero de 1791, Mirabeau, en su nota 43, aconsejó a la Corte soplar sobre el incendio y practicar una política de lo peor, empujando la Constituyente hacia medidas extremas.

Los constituyentes adivinaron la estratagema y trataron evitarlo. El decreto del 27 de noviembre de 1790 sobre el juramento había prohibido a los sacerdotes no juramentados el inmiscuirse en cualquier función pública. Y bautizar, casar, enterrar, dar la Comunión, confesar, predicar eran, en aquellos tiempos, funciones públicas. Tomando el decreto a la letra, los sacerdotes refractarios, es decir, y en ciertos departamentos, casi todos los sacerdotes, debían cesar súbitamente en sus funciones. La Asamblea temió la huelga de la práctica del culto. Y pidió a lo refractarios que continuaran en sus funciones hasta que fueran reemplazados. Es de advertir que varios de ellos no fueron sustituidos hasta el 10 de agosto de 1792. Concedió, también, a los párrocos destituidos una pensión de 500 libras. Los primeros obispos constitucionales se vieron obligados a hacer uso de los notarios y de los jueces para conseguir de los antiguos obispos la institución canónica. Uno solo de ellos, Talleyrand, consintió en consagrarlos. La falta de sacerdotes obligó a abreviar la duración de las practicas fijadas para los aspirantes a las funciones eclesiásticas. Como, los seculares eran insuficientes, se recurrió a los antiguos religiosos.

En vano los revolucionarios se negaron al principio a reconocer el cisma. Tuvieron, poco a poco que rendirse a la evidencia. La guerra religiosa estaba desencadenada. Las almas piadosas se indignaban porque se les quitaba sus antiguos párrocos, sus tradicionales obispos. Los nuevos sacerdotes elegidos eran considerados como intrusos por los que estaban despojados. No podían instalarse en sus funciones si no era con la ayuda de la guardia nacional y de los clubs políticos.

Las conciencias timoratas repugnan a utilizar sus servicios. Preferían hacer bautizar en secreto, por los buenos sacerdotes, sus hijos, quienes así carecían de estado civil, ya que sólo los sacerdotes oficiales estaban en posesión de los registros de nacimientos, casamientos y defunciones. Los «buenos sacerdotes», tratados de sospechosos por los revolucionarios, se convierten en mártires a los ojos de sus fieles. Las familias se dividen: las mujeres, en general, oyen misa a los presbíteros refractarios; los hombres, al constitucional; Estallan peleas en los propios santuarios. El párroco constitucional niega al refractario la entrada a la sacristía y el uso de los ornamentos sagrados cuando pretende decir la misa en la iglesia.

En París, el nuevo obispo Gobel no es recibido en ninguna reunión de círculos femeninos. Los refráctanos se refugian en las capillas de los conventos y de los hospitales. Los patriotas reclaman el cierre de tales capillas. En las proximidades de las Pascuas, las devotas que se van a oír la misa romana, se las azota públicamente levantándoles las faldas, delante de los guardias nacionales burlones.

Esta diversión se repite durante muchas semanas en París y en otras ciudades.

Los refractarios perseguidos invocaron la Declaración de los Derechos del Hombre para obtener el reconocimiento del libre ejercicio de su culto. El obispo de Langres, monseñor La Luzerne, hacia el mes de marzo de 1791 comenzó a aconsejarles que reclamasen formalmente los beneficios del edicto de 1787, que había permitido a los protestantes darse de alta en el registro civil ante los jueces de sus respectivas poblaciones, edicto que, en su tiempo, había sido condenado por la Asamblea del clero, ¡ Extraña cosa tal conducta !

Los herederos de quienes habían revocado hacía un siglo por decisión de Luis XIV el Edicto de Nantes, que habían quemado Port-Royal, derruido las obras de los filósofos, colocándose ahora bajo la protección de tales ideas de tolerancia y de libertad de conciencia, contra las cuales la víspera no habían tenido bastantes anatemas!

(Edicto de Nantes, firmado el 13 de abril de 1598 por el rey Enrique IV de Francia, abuelo de Luis XIV, fue un decreto que autorizaba la libertad de culto y de todos los demás, con ciertos límites, a los protestantes calvinistas. La promulgación de este edicto puso fin a las Guerras de Religión que convulsionaron a Francia durante el siglo XVI y cuyo punto culminante fue la Matanza de San Bartolomé de 1572. Enrique IV, también protestante, se había convertido al catolicismo para poder acceder al trono. El primer artículo es un artículo de amnistía que ponía fin a la guerra civil)

Llegando hasta el fin de la lógica de las circunstancias, el obispo La Luzerne reclamó la laicización del estado civil, con el fin de sustraer a los fieles de su rebaño del vejatorio monopolio de los sacerdotes juramentados. Los patriotas sentían bien que si retiraban a los sacerdotes constitucionales la posesión de los registros del estado civil, darían a la Iglesia oficial un rudo golpe que alcanzaría de rebote a la propia Revolución. Se negaron de ir tan lejos de primera. Pretendieron, contra la evidencia, que los disidentes no formaban una Iglesia distinta. Pero los desórdenes, siempre en aumento, los obligaron a concesiones que les fueron arrancadas por Lafayette y su partido.

(Marie-Joseph Paul Yves Roch Gilbert du Motier, marqués de La Fayette, conocido como La Fayette o Lafayette (1757- 1834,) militar y político francés. La Fayette fue general en la Guerra de Independencia de los Estados Unidos de la que es considerado uno de los héroes. Personaje influyente de la Revolución francesa hasta 1792, fue miembro de la Asamblea Nacional, comandante de la Guardia Nacional de París. General del ejército revolucionario conspiró contra la Revolución para mantener a Luis XVI como rey constitucional. Deserto para huir a EE.UU. vía los Países Bajos pero fue detenido por los austríacos en Bélgica. Cautivo de los prusianos durante 5 años, se retiró de la vida política durante el Primer Imperio Francés para reanudar su actividad parlamentaria durante la Restauración francesa. Destacado miembro de la oposición a los reyes Luis XVIII y Carlos X, facilitará el acceso al trono de Luis Felipe I.

Lafayette, cuya mujer, piadosa en extremo, protegía a los refractarios y se negaba a recibir a Gobel, había sido obligado por ella a aplicar en su hogar la tolerancia. Sus amigos del Club de 1789 creyeron poner fin a la guerra religiosa proponiendo se permitiera a los refractarios la libertad de tener lugares propios donde practicar su culto particular. El directorio del departamento de París, que presidía el duque de la Rochefoucauld, y en el que tomaban asiento el abate Sièyes (Uno de los tres futuros Cónsules bajo el Consulado después del golpe de Estado de Bonaparte el 18 de Brumario) y el obispo Talleyrand (futuro ministro de asuntos exteriores de Napoleón 1º), organizó, por un acuerdo del 11 de abril de 1791, el ejercicio del culto refractario en las condiciones de “culto simplemente tolerado”. Los católicos romanos podían adquirir las iglesias abandonadas y reunirse en ellas con entera libertad. Inmediatamente se aprovecharon los aludidos de la concesión y arrendaron la iglesia de los Teatinos, pero no se instalaron, sin provocar disturbios. Unas semanas más tarde, después de un debate movido y apasionado, la Constituyente, por su decreto del 7 de mayo de 1791, extendió a toda Francia la tolerancia acordada a los disidentes parisienses.

Pero es mucho más fácil inscribir la tolerancia en las leyes que introducirla en las costumbres.

Los sacerdotes constitucionales se indignaron. Habían incurrido las iras del Vaticano, habían ligado su causa a la de la Revolución, habían menospreciado todos los prejuicios, todos los peligros y, en recompensa, se les amenazaba con abandonarlos a sus solas fuerzas a las primeras dificultades que surgían. ¿Cómo lucharían ellos contra sus competidores en aquella mitad de Francia que se les escapaba, si la autoridad pública se declaraba neutral después de haberlos comprometido en semejante empresa? Si se reconocía al sacerdote romano el derecho de abrir libremente una iglesia rival, ¿qué iba a ser del clérigo constitucional en medio de la suya desierta? ¿Para cuanto tiempo guardaría su carácter de privilegiado si en la mitad de los departamentos no podría justificar tal privilegio en mérito a los servicios rendidos? Un culto desierto es un culto inútil. La mayor parte del clero juramentado temió que el decreto y la política de libertad eran su sentencia de muerte. Y combatieron ambas cosas con furiosa rabia en nombre de los principios del catolicismo tradicional. El clero constitucional se separó, cada vez más, de Lafayette y su partido, agrupándose en torno de los clubs jacobinos, que se convirtieron en sus fortalezas, de asilo y de defensa.

Con el pretexto, frecuentemente fundado, de que el ejercicio del culto refractario daba lugar a tumultos, las autoridades favorables a los constitucionales rehusaron aplicar el decreto del 7 de mayo, referente a la libertad de cultos. El 22 de abril de 1791, el departamento de Finistère, a petición del obispo constitucional Expilly, tomó el acuerdo de ordenar a los sacerdotes refractarios de retirarse a 4 leguas de distancia de sus antiguas parroquias.

En el Doubs, el directorio departamental, que presidía el obispo Seguin, acordó que, en el caso de que la presencia de los refractarios diera lugar a perturbaciones o divisiones, las municipalidades podían expulsar de sus territorios a dichos sacerdotes. Los acuerdos de este género fueron muy numerosos. Todos afirmaban en sus considerandos que la Constitución civil del clero y aun la propia Constitución, del reino no podrían mantenerse si no se colocaba a los refractarios fuera del Derecho común.

Es cierto que en muchas ocasiones los refractarios dieron pie a las acusaciones de sus adversarios.

El Papa hizo mucho para empujarlos en la vía de la revuelta. Les prohibió declarar al intruso los bautizos y casamientos que habían celebrado. Les prohibió oficiar en las mismas iglesias que los constitucionales cuando el simultaneum se practicó un poco por todo los sitios al principio con cierta generalidad, con la aprobación de la mayoría de los antiguos obispos. El abate Maury se quejaba del decreto del 7 de mayo, que sólo concedía a los refractarios un culto privado, es decir, un culto disminuido. Reclamó la igualdad completa con los juramentados. El obispo de Luçon, monseñor de Merci, denunció como una trampa la libertad otorgada a los disidentes de decir misa en las iglesias nacionales. Es un hecho comprobado que en las parroquias en que los refractarios dominaban sobre sus contrarios, éstos no gozaban de seguridad. Fueron bastantes los sacerdotes constitucionales molestados, insultados, golpeados y a veces muertos.Todos los informes están de acuerdo para acusar a los refractarios de utilizar el confesonario para fines contrarrevolucionarios.

«Los confesonarios son las escuelas en que la rebelión es enseñada y se ordenada »,escribía el directorio de Morbihan, al ministro del Interior, el 9 de junio de 1791. Reubell, diputado por Alsacia, anuncia en la sesión del 17 de julio de 1791 que no hay un solo refractario en los departamentos del Alto y del Bajo Rhin que no esté convencido de que vive en estado de insurrección.

La lucha religiosa no tuvo como sola consecuencia la de duplicar las fuerzas del partido aristócrata; conllevó también la formación de un partido anticlerical que antes no existía. Para sostener los sacerdotes constitucionales, y también para poner en guardia a las poblaciones contra las sugestiones de los refractarios, los jacobinos atacaron con vehemencia al catolicismo romano. Los ataques que dirigen contra « la superstición » y contra "el fanatismo », acaban por recaer sobre la propia religión.

« Se nos ha reprochado decía la filosófica Hoja Aldeana, que se consagraba a este apostolado de haber, nosotros mismos, mostrado un poco de intolerancia contra el papismo. Se nos ha reprochado, también de no haber cuidado siempre del árbol inmortal de la fe. Pero que se considere de cerca este árbol inviolable y podrá verse que el fanatismo está de tal modo entrelazado a todas sus ramas, que no se puede golpear sobre una sin parecer golpear otra. » Cada vez más los oradores y escritores anticlericales se enardecen y renuncian a guardar, en lo que toca al catolicismo, inclusive al Cristianismo, consideraciones hipócritas. Pronto atacan la Constitución civil del clero y proponen imitar los americanos, que habían tenido el buen sentido de suprimir el presupuesto de los cultos y de separar la Iglesia del Estado. Estas ideas hacen poco a poco su camino.

Desde 1791, una parte de los jacobinos y de los lafayettistas mezclados, los futuros Girondinos en general, Condorcet, Rabaut de Saint-Étienne, Manuel, Lanthenas, imaginan completar, y después reemplazar, la Constitución civil del clero por todo un conjunto de fiestas nacionales y de ceremonias cívicas, imitadas de las Federaciones, y hacer de ellas como una escuela de civismo. Y así se sucedieron fiestas conmemorativas de los grandes sucesos revolucionarios: 20 de junio, 4 de agosto, 14 de julio y fiestas de los Mártires de la Libertad, fiesta de Desilles, muerto en la desgraciada empresa de Nancy, del traslado de las cenizas de Voltaire a París, de los guardas Suizos de Châteauvieux, liberados del penal de Brest, del alcalde de Étampes, Simoneau, muerto en un motín de subsistencias, etc. Así se elaboraba poco a poco una especie de religión nacional, de religión de la patria, mezclada aún a la religión oficial, sobre la cual, y desde luego, calca sobre ella sus ceremonias, pero que los espíritus libres se esforzarán más tarde en desmarcar y hacer vivir una vida independiente. No creen todavía que el público pueda pasarse de culto, pero entienden que la Revolución, en sí misma, es una religión y que es posible elevarla, ritualizándola, por encima de los antiguos cultos místicos.

Si quieren separar al nuevo Estado de las Iglesias tradicionales y positivas, quieren que este Estado no aparezca desarmado ante ellas. Quieren, por el contrario, dotarlo de todos los prestigios, de todas las pompas estéticas y moralizadoras, de todas las fuerzas de atracción que ejercen sobre las almas las ceremonias religiosas. Así camina insensiblemente el culto patriótico, que encontrará su expresión definitiva bajo el Terror, y que tuvo su origen, lo mismo que la separación de las Iglesias y del Estado, en el fracaso, cada vez más irremediable, de la obra religiosa de la Constituyente.

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