Richard Dawkins vino a Chile. Fue una de las figuras principales del Congreso Futuro y llenó a reventar el salón al exponer. El Mercurio tuvo que concederle toda una página en “Artes y Letras”. Daniel Matamala lo entrevistó para CNN Chile.
El zoólogo inglés –el mayor y más sólido exponente de la teoría evolucionista neodarwiniana y ateo militante– dictó también una clase magistral en la Universidad de Chile y recibió la medalla rectoral.
Nos parece que fue todo un acontecimiento la visita de este brillante científico.
En su primer libro –una provocativa y muy controversial obra titulada El gen egoísta escrito en 1976– Dawkins ya planteaba que la vida inteligente sobre un planeta alcanza su mayoría de edad cuando resuelve el problema de su propia existencia, y que si criaturas superiores venidas de otras galaxias nos visitaran alguna vez, la primera pregunta que nos harían para valorar nuestra civilización no sería: “¿Desintegraron ya el átomo?”, “¿Tienen su psicoanálisis?” o “¿Construyeron sus naves espaciales ?”, sino: “¿Descubrieron ya la evolución de las especies?».
¿Y somos una civilización madura al respecto? ¿Pisamos terreno verdadero cuando intentamos contestar las vitales interrogantes acerca de dónde provenimos, qué somos y hacia dónde vamos, o seguimos puerilmente aferrados a mitos y supersticiones? A la vista de la amplia extensión del creacionismo en nuestro mundo —creencia en un ser sobrenatural, diseñador cósmico de todo lo existente— se aprecia que la resistencia a la teoría darwiniana de la evolución se mantiene, y que continúan las barreras y censuras a una explicación científica del origen de la vida.
“Por razones que no tengo del todo claras, —escribe Dawkins en otro de sus libros, El relojero ciego–— el darwinismo parece necesitar una defensa mayor que otras verdades establecidas de manera similar en otras ramas de la ciencia. Muchos de nosotros no comprendemos la teoría cuántica, o las teorías de Einstein sobre la relatividad general y especial, pero esto no nos lleva a oponernos a esas teorías. El darwinismo, a diferencia del “einsteinismo”, aparece contemplado como un hermoso juego por aquellos críticos que muestran un cierto grado de ignorancia. Supongo que un problema con el darwinismo, como Jacques Monod observó con perspicacia, es que todo el mundo cree que lo comprende. Es, por supuesto, una teoría remarcadamente simple; bastante infantil, podría pensarse, en comparación con casi toda la física y las matemáticas. En esencia, equivale simplemente a la idea de que, donde hay posibilidades de que se produzcan variaciones hereditarias, la reproducción no aleatoria tiene consecuencias que pueden llegar lejos, si hay tiempo para que se acumulen. (…) ¿Cómo una idea tan importante no ha sido absorbida todavía en amplios sectores de la conciencia popular? Es casi como si el cerebro humano estuviese diseñado específicamente para no entender el darwinismo, o para encontrarlo difícil de creer.”
Respecto de estos límites del cerebro, Dawkins señala que, primero, mucha gente entiende el azar en la teoría darwiniana como “azar ciego” y, dada la complejidad de los seres vivos, se lanzan con vehemencia a criticarla. Por el contrario, el azar en la teoría de Darwin debe entenderse como “azar no-fortuito”, es decir, azar sometido bajo algunos respectos.
Otro aspecto que nos predispone a no creer en el darwinismo es que nuestros cerebros están construidos para tratar sucesos en escalas de tiempo radicalmente diferentes a las que caracterizan los cambios evolutivos. Escribe Dawkins : “Estamos equipados para apreciar procesos que tardan segundos, minutos, años o, como mucho, décadas en completarse. El darwinismo es una teoría de
procesos acumulativos tan lentos que precisan entre miles y millones de décadas para completarse. Todos nuestros juicios intuitivos de lo que puede ser probable resultan erróneos en muchos órdenes de magnitud. Nuestro bien sintonizado aparato de escepticismo y teoría de la probabilidad subjetiva falla por un gran margen, porque está sintonizado –irónicamente por la propia evolución– para trabajar dentro de una vida de unas pocas décadas. Se requiere un gran esfuerzo de la imaginación para escapar de esta prisión de la escala de tiempo familiar” (El relojero ciego).
Un tercer aspecto del porqué la resistencia al darwinismo “proviene de nuestro gran éxito como diseñadores creativos. Nuestro mundo está dominado por proezas de ingeniería y obras de arte. Estamos acostumbrados a la idea de que la elegancia compleja indica un diseño artesanal premeditado. Esta es, probablemente, la razón más poderosa de la creencia, mantenida por la mayoría de la gente, en algún tipo de deidad sobrenatural. Fue necesario un gran salto de la imaginación de Darwin y Wallace para ver que, en contraposición a toda intuición, hay otro camino que, una vez comprendido, constituye una manera mucho más plausible de que surja un “diseño” complejo partiendo de otro primitivo más simple. Un salto tan grande de la imaginación, que aún hoy en día mucha gente parece reacia a realizar” (El relojero ciego).
Entonces, nuestro cerebro parece no diseñado para un azar no-fortuito, ni para escalas temporales geológicas ni para saltos largos de la imaginación. Un salto así —realizado por Darwin y Wallace— nos enseña que diseños complejos como los seres vivos (que no podrían haber llegado a existir mediante una intervención única del azar) surgen como consecuencia de un proceso de transformaciones graduales, acumulativas, hechas paso a paso a partir de otros más simples, primitivos, lo suficientemente simples como para haber llegado a existir por puro azar, sin propósito de ninguna especie, es decir, nos enseña que en la naturaleza encontramos diseños sin necesidad de un diseñador.
Richard Dawkins, entonces, ha puesto al día la teoría de Darwin, usando para explicar la complejidad de los organismos vivientes a partir de una materia simple e inorgánica —un magma primordial— las nociones clave de selección no- fortuita, autoduplicación, mutación y selección acumulativa.
Quizás pueda asombrar a algunos que la vida compleja, funcionando en la naturaleza toda a la perfección hasta el último detalle, se haya producido sin propósito ni planificación, pero Dawkins señala que ha habido miles de millones de años para esta producción. Lo que nos puede parecer milagroso se relativiza al colocarlo en su adecuada escala temporal.
Decimos “un siglo” y nos representamos la vida de un hombre. Decimos “25 siglos, dos mil quinientos años” y nos representamos una cadena de períodos históricos (por ejemplo, desde la época de Sócrates y Platón hasta hoy). Decimos “un millón de años” y ya nos cuesta concebir ese lapso; con cierto esfuerzo, podemos remontar nuestra imaginación hasta la aparición del homo sapiens. Decimos “mil millones de años” y ya no somos capaces de representarnos mentalmente esa cantidad de tiempo. Cuatro mil quinientos millones de años es la edad de nuestro planeta. Por lo que nos dicen los científicos, la vida en su primerísima manifestación parece haber surgido en el primer medio millón de los 4.500 millones de años de la Tierra: ha habido, pues, 4.000 millones de años –una cantidad inconmensurable para nuestra mente– para avanzar, a través de una evolución lenta, acumulativa y gradual, desde las entidades autoduplicantes originales (que tuvieron que ser lo bastante sencillas para surgir por accidentes químicos espontáneos) hasta la mayor entidad compleja organizada que es el ser humano. ¿Milagro? ¿Designio? ¿Creación divina? No, nada de esto. La respuesta científica, enseñada por Dawkins, es: evolución y suficiente tiempo físico disponible.
Rogelio Rodríquez M.
Licenciado en Filosofía, U. de Chile. Magister en Educación, U. de Chile