Desde Podemos añaden una ración de los clásicos dejes de superioridad colonialista con los que los intelectuales madrileños suelen acercarse a Andalucía’
“Ninguna confesión tendrá carácter estatal”. A veces los preceptos de nuestra maltrecha constitución suenan a manifiesto revolucionario; sobre todo si se comparan con la incongruencia de quienes nos gobiernan.
Y entre ellos hay que reconocer que la experiencia de los Ayuntamientos del cambio está suponiendo una bocanada de aire fresco en un mundo municipal mezquino y alejado de la gente. Por eso da cierta pena que, a menudo, una gestión eficiente y participativa se esté viendo eclipsada por cuestiones puramente simbólicas. Dicho eso, que el Ayuntamiento de Cádiz haya otorgado la medalla de oro de la ciudad a la virgen del Rosario supone una derrota para todos los demócratas.
Detrás de la medida pueden imaginarse razones tácticas; sin duda es un intento de reducir la imagen de radicalidad que otras medidas le estaban dando al gobierno municipal gaditano. Ha influido, sin duda, la intención de compensar el veto a la hermandad del Rocío que se presentó como una medida “animalista” por llevar una carreta tirada por mulas. Pero ninguna de estas razones tácticas justifica un ataque a los derechos fundamentales y al modelo de Estado. Que venga precisamente de quienes defendían un Estado laico, lo vuelve más terrible.
Aunque parezca mentira, el principio de separación entre Iglesia y Estado es una conquista muy reciente en nuestro país. Una rémora del antiguo régimen, que parece que no acaba nunca en España. Vivimos aún en una sociedad cargada de fundamentalismo en la que la Iglesia manda demasiado. Y seguirá así mientras los políticos antepongan sus intereses electorales a la construcción de un Estado realmente democrático.
Desde Podemos –conscientes de lo que hacen- se han lanzado varios argumentos en defensa de la medida. Dicen que esa virgen en concreto “no va unida al conservadurismo”. Dicen también que la “Virgen de los humildes” ayuda a los golpeados por la sociedad a sobre llevar sus penas. A todo eso le añaden una ración de los clásicos dejes de superioridad colonialista con los que los intelectuales madrileños suelen acercarse a Andalucía: se confiesan “urbanitas de izquierdas” que no comprenden a un pueblo rural y tradicional como el andaluz. Son argumentos dañinos y despectivos, que además no sirven para esconder lo que sin duda es una claudicación en toda regla frente a las fuerzas del antiguo régimen.
En primer lugar, no se trata de una cuestión de conveniencia ideológica, sino de valores. No importa que los devotos de la virgen en cuestión sean de derechas o de izquierdas, el principio debe ser el mismo. La razón por la que el Estado debe ser laico no es por el rechazo a ninguna religión concreta, sino para asegurar que a nadie se le impone ninguna y, más allá, para recordar que la legitimidad del poder democrático nace y muere en la sociedad civil.
Al defender que una virgen merece la medalla de una ciudad por su predicamento entre anarquistas o barrios populares, se falta el respeto a la ciudadanía y a la Constitución. La separación entre el Estado y la iglesia no afecta sólo a un sector de la iglesia. El laicismo no es una postura frente a la iglesia que apoyó la cruzada nacional contra los rojos. El laicismo también se debe predicar frente a la iglesia de los curas rojos, o frente al hinduismo inofensivo. Se trata de distinguir radicalmente entre la gestión civil de la sociedad y la organización de las opciones religiosas de sus ciudadanos.
Por supuesto que la izquierda ha sido a menudo incapaz de entender la religiosidad popular. Hay una crítica intelectual y elitista a manifestaciones de auténtica identidad social como la semana santa que descansa en la ignorancia del fenómeno. Con demasiada frecuencia la izquierda no entiende el valor de cohesión social, de expresión colectiva y hasta de rebeldía que puede crecer en torno a determinadas muestras de devoción religiosa. Pero la solución a ese abandono no es darle honores civiles a una imagen religiosa. Una cosa es reconocer y respetar la religiosidad popular y otra conceder honores públicos al ídolo de cualquier religión.
La propuesta de concesión de la medalla la llevó al pleno municipal el Partido Popular, a iniciativa de la orden de los dominicos. El gobierno municipal se sumó a ella aunque sus propias normas sólo permiten dar esas medallas a personas, nunca a símbolos. Un entendimiento cabal de la Constitución, tampoco lo permitiría. Y mucho menos lo justifica el apoyo popular de las seis mil personas que firmaron a petición de los dominicos gaditanos. Detrás de la separación entre Iglesia y Estado está el afán por evitar que la mayoría imponga una religión a una minoría. Los derechos fundamentales son, precisamente, garantía de las minorías para asegurar la libertad de disentir. El poder público tiene que ser religiosamente neutral, porque ésa es la garantía de que cada persona pueda decidir libremente su posición frente al fenómeno religioso.
El Estado tiene que proteger el ejercicio de la religión. Debe asegurar que los creyentes desarrollen sus creencias y sus ritos en las mejores condiciones. Pero está obligado a armonizar los derechos de todo el mundo. Por eso ni el ejército debe presentar armas al paso de ningún símbolo religioso, ni ningún Ayuntamiento debe darle medallas a ninguna Virgen. Ni siquiera a la Virgen del Rosario de Cádiz.
Joaquín Urías es profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla.